—Alabado sea Alá —dije—. ¿Puedo invitarte a una copa?
Me sonrió.
—Pide dos. Piensa que una es para mí y otra para ti. Bébete las dos. Ya no puedo soportar el género.
Se tocó el vientre e hizo una mueca amarga, luego se levantó y paseó por el local: saludaba a los clientes y les susurraba algunas palabras al oído de las chicas. Pedí dos bebidas a Dalia, la pequeña, cara redonda y animada chica de la barra del club de Frenchy. Conocía a Dalia desde hacía años. Dalia, Frenchy y Chiriga componían un trío prometedor de la «Calle» cuando ésta era sólo un camino de cabras que atravesaba el Budayén de uno a otro extremo. Antes de que el resto de la ciudad decidiera, con razón, amurallarnos e instalar el cementerio.
Cuando Yasmin acabó de bailar, le dedicaron un largo y fuerte aplauso. Su bote de propinas se llenó con rapidez y luego se apresuró a volver con el pavo enamorado, antes de que otra puta se lo robara. Yasmin me dio un fugaz y afectivo pellizco en el culo al pasar junto a mí.
La observé durante hora y media reírse y hablar y abrazar a aquel bastardo bizco, hijo de una perra amarilla. Su dinero se agotó y tanto él como Yasmin parecieron entristecerse. Su asunto había tenido un final prematuro. Se despidieron con cariño, casi con pasión, y prometieron que nunca olvidarían esa tarde feliz. Cada vez que veía a uno de esos malditos capullos magreando a Yasmin —o a cualquiera de las otras chicas—, me acordaba de los hombres anónimos que manoseaban a mi madre. De eso hacía mucho tiempo, pero mi memoria funciona demasiado bien para ciertas cosas. Miré a Yasmin y me dije que aquello era sólo un trabajo; pero no podía evitar el amargo sentimiento de asco que surgía de mis entrañas y me daban ganas de empezar a romper cosas. Vino corriendo junto a mí, empapada en sudor.
—¡Creí que ese hijo de puta no iba a soltarme nunca! —suspiró. —Es tu encantadora presencia —dije con amargura—. Es tu turbadora conversación. Es la fuerte cerveza de Frenchy.
—Sí —repuso Yasmin, molesta por mi fastidio—, tienes razón. —He de hablar contigo.
Yasmin me miró y respiró a fondo. Enjugó su rostro con una servilleta limpia de la barra. Supongo que debí parecerle extrañamente sombrío. De cualquier modo, le relaté los acontecimientos de la tarde: mi segunda cita con Friedlander Bey, nuestras —es decir, sus— conclusiones y cómo había fracasado mi intento de impresionar al teniente Okking. Cuando acabé, hubo un turbador silencio a mi alrededor.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Frenchy.
No había notado su regreso. No me había dado cuenta de que había estado escuchando furtivamente, pero era su local y nadie conocía sus recodos mejor que él.
—¿Vas a modificarte el cerebro? —me preguntó Yasmin sin aliento. La idea le pareció muy emocionante. Excitante, ya sabéis a lo que me refiero.
—Estás loco si lo permites —dijo Dalia. Ésta era lo más genuinamente conservador que se podía encontrar en la «Calle»—. Mira lo que hace a la gente.
—¿Qué hace a la gente? —gritó Yasmin, enfadada, mientras tocaba su moddy.
—Oh, lo siento —dio Dalia, y se fue a limpiar una imaginaria cerveza derramada, en el extremo más alejado de la barra.
—Piensa en todas las cosas que podríamos hacer juntos —dijo Yasmin, soñadora.
—Quizá así no soy lo bastante bueno para ti —repliqué, algo herido.
Su semblante se entristeció.
—Marîd, no se trata de eso. Sólo que...
—Es tu problema —dijo Frenchy—, y a mí no me incumbe. Me voy a la trastienda a contar el dinero de esta noche. No me ocupará mucho tiempo.
Desapareció tras una raída cortina dorada que servía de frágil barrera al vestuario y a su oficina.
—Es irreversible —dije—, una vez hecho, hecho está. No se puede retroceder.
—¿Alguna vez me has oído decir que quería arrancarme los cables?—me preguntó Yasmin.
—No —admití.
Era la irrevocabilidad lo que me irritaba.
—No me he arrepentido ni por un instante, y tampoco conozco a nadie que le haya ocurrido.
Me humedecí los labios.
—Tú no entiendes...
No pude terminar mi argumentación. Ni expresar qué era lo que ella no entendía.
—Sólo estás asustado —dijo.
—Sí —respondí.
Ése era un buen principio.
—«Medio Hajj» tiene el cerebro preparado, y no es ni la mitad de hombre que tú.
—Y todo lo que ha conseguido es mancharlo todo con la sangre de Sonny. No se necesitan moddies para comportarse como un loco, puedo hacerlo yo solo.
De repente, una mirada soñadora y fantasiosa brilló en sus ojos. Sabía que se le había ocurrido algo fascinante, y que eso significaba malas noticias para mí.
—Oh, Alá y la Virgen María en la habitación de un hotel —dijo bajito. Creo que era la blasfemia favorita de su padre—. Es tal como dijo el hexagrama.
—El hexagrama.
Yo había olvidado ese asunto del / Ching al instante de que Yasmin acabara de explicármelo.
—¿Recuerdas lo que dijo de que no tuvieras miedo de atravesar las grandes aguas?
—Sí. ¿Qué grandes aguas?
—Las grandes aguas representan algún cambio importante en tu vida. Modificar tu cerebro, por ejemplo.
—Ah. Y dijo que encontraría al gran hombre. Ya lo he encontrado, dos veces.
—Dijo que debías esperar tres días antes de empezar y tres días antes de completarlo.
Conté rápido: viernes, sábado, domingo. El lunes me iban a hacer eso, después de tres días.
—¡Oh, demonios! —murmuré.
—Y dijo que nadie te creería, que te mantuvieras firme en la adversidad y que no sirvieras ni a reyes ni a príncipes, sino a fines más elevados. Eso es, Marîd.
Me besó y me sentí enfermo. Ahora no había forma de escapar a la cirugía, a no ser que huyera y empezara una nueva vida en algún otro país, espantando a las cabras y las ovejas a mi alrededor y comiendo unos cuantos higos cada dos días para subsistir, como los demás fellahin.
—Soy un héroe, Yasmin —dije—,, y, a veces, los héroes tenemos asuntos secretos que atender. He de irme.
La besé tres o cuatro veces, pellizqué su pezón derecho para que me diera suerte y me levanté. Mientras salía de Frenchy, di una palmada al culo de Indihar, que se volvió hacia mí y me sonrió. Me despedí de Dalia. Y simulé que Blanca ni siquiera existía.
Caminé por la «Calle» hasta el Silver Palm, sólo para ver qué hacía la gente y qué ocurriría. Mahmud y Jacques estaban sentados a una mesa, tomaban café y mojaban hummus en él con pan de pita. «Medio Hajj» no estaba allí, tal vez se encontrara excitándose con gigantescos picapedreros heterosexuales, por gusto. Me senté con mis amigos.
—Que tú... y etcétera, etcétera —dijo Mahmud.
Nunca se preocupaba por las formalidades.
—Tú también —dije.
—He oído que vas a modificarte el cerebro —dijo Jacques—. Una decisión crucial. Un asunto importante. Estoy seguro de que has considerado los pros y los contras.
Yo estaba atónito.
—Las noticias vuelan.
Mahmud levantó las cejas.
—Para eso son noticias —dijo, entre bocado y bocado de pan con hummus.
—Deja que te invite a un café —me ofreció Jacques.
—Alabado sea Alá —repuse—, pero necesito algo más fuerte.
—Es mejor así —dijo Jacques a Mahmud—. Marîd tiene más dinero que nosotros dos juntos. Ahora está en la nómina de «Papa».
No me gustó nada que se divulgase tal rumor. Fui al bar y pedí mi ginebra, bingara y lima. Desde detrás de la barra, Heidi me ofreció una sonrisa forzada, sin hablarme. Era guapa, cielos; una de las mujeres auténticas más hermosas que he visto en mi vida. Siempre llevaba la ropa adecuada como les gustaría a algunos travestidos y transexuales, con sus cuerpos comprados. Heidi tenía unos hermosos ojos azules y un fino y pálido flequillo. No sé por qué, los flequillos de las mujeres jóvenes me ponen siempre nervioso. Creo que es la «camarerofilia». Si me hiciera un profundo examen, encontraría rasgos de todas las cualidades reprobables conocidas por el hombre. Siempre había deseado conocer bien a Heidi, pero yo pensaba que no era su tipo. Quizá pudiera conseguir ser su tipo en moddy, y cuando tuviera mi cerebro preparado...
Mientras esperaba a que mezclase mi bebida, una voz hizo otro pedido a unos siete metros, más allá de un grupo de hombres y mujeres coreanos que, sin duda, pronto se darían cuenta de que no se hallaban en el lugar adecuado de la ciudad.
—Un martini con vodka, seco. Wolfschmidt de antes de la guerra, si tiene, agitado y sin revolver. Con una tira de cáscara de limón.
Bueno, ahora, dije para mí. Esperé a que Heidi volviera con mi bebida. Pagué y agité el licor y el hielo en perfectos círculos, en sentido contrario a las agujas del reloj. Heidi me entregó el cambio, recibió un kiam que le di de propina e inició una conversación educada. La interrumpí con bastante rudeza. Estaba más interesado en el martini con vodka.
Cogí mi vaso y me alejé de la barra lo bastante como para ver bien a James Bond. Era tal como lo recordaba del breve encuentro en el club de Chiri y de las novelas de lan Fleming: cabello negro con raya a un lado, un rizo que caía en un revoltoso trazo sobre el ojo derecho y una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha. Tenía las cejas juntas y negras, y una nariz larga y recta. Su labio superior era corto y su boca, aunque relajada, daba cierta sensación de crueldad. Tenía aspecto de despiadado. Había pagado un buen fajo de billetes a una pandilla de cirujanos para que le diesen ese aspecto. Miró hacia mí y me sonrió. Me pregunté si recordaría nuestra cita anterior. Mientras me observaba, arrugó la comisura de sus ojos azul grisáceos. Tuve la indudable impresión de que, en realidad, yo era el observado. Llevaba una sencilla camiseta de algodón, pantalones tropicales, sin duda británicos, y sandalias de cuero negro acordes al clima. Pagó su martini y se me acercó con una mano extendida.
—Me alegro de volver a verte, viejo —dijo.
Estreché su mano.
—No creo haber tenido el honor de conocerle, caballero —dije en árabe.
Bond me respondió en un francés perfecto.
—Otro bar, en otras circunstancias. No tuvo mayores consecuencias. Todo salió bien al final.
Habría salido bien para él. Por el momento, el ruso muerto no tenía ninguna opinión.
—Que Alá me perdone, mis amigos me esperan —dije.
Bond esbozó su famosa media sonrisa. Y me contestó con un dicho árabe, en perfecto árabe del lugar:
—Lo que ha muerto, ha pasado —dijo, encogiéndose de hombros.
No estaba seguro de si Bond intentaba decir que lo pasado, pasado estaba, o que sería buena política para mí olvidar las muertes recientes. Asentí, desconcertado por la fluidez de su idioma. Entonces recordé que llevaba un moddy de James Bond, probablemente con un daddy de árabe conectado. Llevé mi bebida a la mesa donde Mahmud y Jacques estaban sentados, y escogí una silla desde la que pudiera vigilar la barra y la única entrada al bar. Mientras me sentaba, Bond había acabado su martini y salía a la empedrada «Calle». Sentí una cobarde ráfaga de indecisión: ¿qué se suponía que debía yo hacer? ¿Tenía esperanzas de cazarle ahora, antes de que modificaran mi cerebro? Me encontraba desarmado. ¿Qué bien podía hacer atacando a Bond prematuramente? Aunque Friedlander Bey, con toda seguridad lo consideraría una oportunidad desperdiciada, que quizá significase la muerte de alguien, alguien querido...
Decidí seguirle. Dejé mi bebida sin probar sobre la mesa y no ofrecí ninguna explicación a mis amigos. Me levanté de la silla y salí por la puerta del Silver Palm, a tiempo para ver a Bond girar a la izquierda, hacia una calle adyacente. Le seguí con sigilo. Pero no con el suficiente cuidado, porque cuando me detuve en la esquina y observé a mi alrededor con precaución, James Bond había desaparecido. No existía ninguna otra paralela a la «Calle» por la que pudiese haber girado. Debía haber entrado en alguno de los edificios bajos, encalados y de tejado plano de la manzana. Al menos era alguna información. Ya había dado la vuelta para volver al Silver Palm, cuando sentí un fuerte dolor detrás de la oreja izquierda. Caí de rodillas y una fornida y bronceada mano me cogió del ligero tejido de mi galabiyya y me arrastró hacia mis pasos. Murmuré algunas maldiciones y levanté el puño. El canto de su mano me golpeó en el hombro y mi brazo se desplomó, aturdido e inutilizado.
James Bond se rió con tranquilidad.
—Siempre que veis a un europeo bien vestido en uno de vuestros mugrientos y pintorescos bares, creéis que podéis ir tras él y privarle de su cartera. Bien, amigo mío, a veces, uno se equivoca de europeo.
Me abofeteó aunque no muy fuerte, me arrojó contra la pared y me miró como si le debiera una explicación o una disculpa. Decidí que tenía razón.
—Mil perdones, effendi —murmuré.
En algún lugar de mi mente nació la idea de que ese James Bond tenía mucho mejor aspecto que hacía un par de semanas, cuando permitió que le echara del club de Chiri. Esa noche, su maldito mechón negro no estaba fuera de lugar. Ni siquiera respiraba con dificultad. Todo tenía una explicación lógica. Dejé que «Papa» o Jacques o el / Ching lo averiguaran, me dolía mucho la cabeza y los oídos me repiqueteaban.
—No te molestes con toda esa palabrería de effendi —dijo con severidad—. Eso es una adulación turca y tengo algunas quejas contra los turcos. Aunque no eres turco, lo desmiente tu aspecto.
Su boca, algo cruel, hizo un gesto malicioso. Entonces, se largó, como si yo no constituyera una amenaza para su seguridad o su cartera. A fuer de sincero, ésa era la pura verdad. Acababa de tener mi segundo encuentro con el hombre que se llamaba James Bond a sí mismo. Por el momento, ganábamos un punto cada uno de un posible tanteo de dos. No había prisa alguna por jugar el partido de desempate. Parecía haber aprendido mucho desde nuestro último encuentro o, por alguna razón especial, me permitió que le echase con tanta facilidad del club de Chiri. Aquí estaba en clara desventaja.
Mientras caminaba despacio y dolorido hacia el Silver Palm, tomé una decisión importante: le diría a «Papa» que no le ayudaría. No sólo porque temía que me preparasen el cerebro, mierda, sino porque ni con él modificado de aquí al cumpleaños del Profeta, podría competir con esos asesinos. Ni siquiera era capaz de seguir a James Bond una maldita manzana en mi propio barrio sin que me dieran una patada en el culo. No tenía la más mínima duda de que Bond podía haberme tratado con más rudeza, si hubiera querido. Pensó que era un ladrón, un vulgar ratero árabe y me trató como se suele tratar a los vulgares ladrones árabes. Debió ser su lance del día.