Cuando éramos honrados mercenarios (37 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Después de una cena navideña de empresa que ha acabado en noche de juerga espectacular, un fulano –hombre casi ejemplar el resto del año– regresa a su hogar a muy altas horas de la madrugada. El periplo nocturno incluyó copas de matarratas en cantidades industriales, dos paquetes de cigarrillos, media docena de rayas colombianas puestas una detrás de otra y una visita concienzuda, en compañía de los amigotes, a los más selectos puticlubs de la ciudad, donde nuestro individuo ha triturado la extra de Navidad hasta el último céntimo. Pueden imaginar, por tanto, el estado deplorable en el que el ciudadano –llamémoslo piadosamente Manolo, sin señalar a nadie– se baja del taxi y, haciendo eses, se encamina al portal de su casa. Allí, tras conseguir con mucho esfuerzo meter la llave en la cerradura, entrar en el edificio y apretar el interruptor de la luz, nuestro Manolo se contempla, espantado, en el espejo del zaguán.

«¡Ah!», grita al verse.

No es para menos. Con los antecedentes referidos, pueden imaginar el cuadro: la ropa en desorden, el pelo revuelto, ojeras, manchas rojas de carmín y negras de rimmel en la camisa y en la cara. A eso hay que añadir varios morados de chupetones en el cuello, arañazos de lumi juguetona por todas partes y un ojo a la funerala que le puso el portero de una discoteca cuando quiso entrar mamado hasta las trancas. Todo eso, bien espolvoreado de farlopa: la cara y la chaqueta. Hasta en las cejas y el pelo lleva.

«Virgen santa», se dice aterrado, mirándose el careto. «A ver cómo le explico esto a mi mujer.»

Con ese fúnebre pensamiento, Manolo se mete en el ascensor, aprieta el botón, y mientras sube estudia los daños colaterales en el espejo que suelen tener los ascensores. De cerca aún se acojona más.

«Como Loli esté despierta, me echa a la calle para siempre», razona desesperado. «¡Menuda ruina, Dios mío!… ¡Me he buscado la ruina!» Porque es imposible, concluye, disimular los mordiscos, chupetones y arañazos, o eliminar las manchas rojas del chillón carmín puteril. Y por más que se sacude las solapas, la cara y el pelo, tampoco logra borrar las huellas delatoras del no menos traidor polvillo blanco.

«Me mata», concluye desolado. «De ésta, esa fiera me mata.»

Se para el ascensor en la cuarta planta. Temblando de pánico, con la ibérica mente trabajando a toda prisa, Manolo va a la puerta de su casa, mete la llave –esta vez a la primera, pues se le ha quitado la borrachera de golpe–, y al entrar se topa con la funesta confirmación de sus temores:

–¿De dónde vienes así, pedazo de cabrón?

En efecto. Allí está la legítima con bata de boatiné, los brazos en jarras, un pie calzado con zapatilla golpeando rítmico e impaciente en el suelo, y una cara de mala leche explicable por el hecho de que acaban de dar las seis de la mañana en el reloj de cuco –suizo, regalo de bodas– del vestíbulo.

–Loli, no te lo vas a creer. ¡Acabo de pelearme con un payaso!

El Semanal, 06 Enero 2008

Una foto en la frontera

Guardo entre mis papeles una vieja portada del diario ABC. Se trata de una foto hecha en el Sáhara el 5 de noviembre de 1975, víspera de la Marcha Verde. En la foto, tomada a través de las alambradas de la frontera norte, cerca de Tah, se ve un Land Rover con varios soldados encima. «Miembros de la Policía Territorial del Ejército español patrullan la zona fronteriza», dice el pie. La imagen es un poco borrosa por el efecto del sol en el desierto, y la distancia. En la parte trasera del vehículo, un territorial salta fusil en mano y otro mira a lo lejos, hacia el fotógrafo que, desde el lado marroquí, toma aquella foto con teleobjetivo. Esa portada la conservo porque el soldado que mira hacia las alambradas no es un soldado: soy yo con veintitrés años, vestido con el uniforme que mis amigos de la Territorial me prestaban para que pudiera acompañarlos camuflado en sus patrullas, sin que el cuartel general de El Aaiún, que tenía prohibido a los reporteros el acceso a esa parte de la frontera, se enterase de nada. Pronto supimos que el control de periodistas no era simple rutina. Por órdenes del Gobierno –a Franco le quedaban dos semanas de vida– se había montado aquel paripé fronterizo, los campos de minas y demás, para justificar la entrega del Sáhara a Marruecos. No querían testigos rondando cerca. Algunos lo hicimos, pese a todo, contándolo todo lo mejor que pudimos y nos dejaron. Gracias, entre otras cosas, a aquel uniforme prestado por los territoriales, cuyo elzam –el turbante de tela color arena– todavía conservo treinta y dos años después, cuidadosamente doblado en un cajón.

Hoy quiero hablarles de un tipo corpulento que aparece de espaldas en esa portada del ABC, sentado junto al conductor del Land Rover. Se llamaba Diego Gil Galindo y era capitán de la Policía Territorial del Sáhara. También era uno de mis héroes. Después de algunos problemas que tuve con las autoridades militares locales, que no podían expulsarme pero sí quitarme el alojamiento oficial y otras facilidades operativas, él y sus compañeros me habían adoptado como quien se hace cargo de un perro abandonado. Por ese tiempo vivía clandestinamente en su cuartel, salía de patrulla con ellos y trasmitía mis crónicas a hurtadillas, por el teléfono del bar de oficiales. Todos cuidaron de mí hasta el final, correspondiendo generosos a una estrecha relación fraguada desde el primer día en que, joven reportero del diario Pueblo, aterricé en El Aaiún. Durante nueve meses ellos fueron mis amigos, mis padres y mis hermanos; y a su lealtad debo exclusivas en primera página, experiencias intensas y episodios singulares; alguno de los cuales, fiel a las reglas, no publiqué jamás. Eso incluyó desde incursiones clandestinas en Marruecos –esas playas con marea baja a la luz de la luna– a historias personales, como la noche en que el teniente Albaladejo, un tipo duro de los de toda la vida, le partió la cara a un canario borracho cuando éste quiso apuñalarme en el cabaret El Oasis mientras yo me defendía torpemente, acorralado contra la pared, con una cazadora enrollada en el brazo izquierdo. También incluyó las lágrimas del capitán Gil Galindo –aquel hombretón de casi dos metros lloraba desconsolado, como una criatura– la última vez que recorrimos El Aaiún, entregado a las tropas marroquíes, mientras él repetía, una y otra vez: «Qué vergüenza, gollete –siempre me llamaba gollete, niño, en hassanía–… Qué vergüenza».

Diego Gil Galindo murió hace unos días. Me llamó su hija para decírmelo. Estando en las últimas quiso que telefonearan a sus amigos para desearles Feliz Navidad. Entre ellos incluyó mi nombre, aunque en treinta y dos años sólo habíamos vuelto a vernos una vez, durante apenas cinco minutos de agridulce nostalgia de aquel Sáhara que tanto amamos y que ya no existe. Cuando hace unos días recibí el mensaje, el antiguo capitán de la Territorial ya había muerto. Me contó su hija que supo irse como había vivido: mirando el último salto cara a cara, estoico, sereno, con los redaños donde siempre los tuvo: en su sitio. Que un cura fue a verlo, y al terminar Diego le dijo: «¿Ya estoy listo para irme, padre?», y luego fue a Dios callado y humilde, como buen soldado. Él creía en esas cosas, así que deseo que haya llegado a donde quería: a esa orilla donde sólo llegan los hombres valientes. Espero que ahora esté en el bar de oficiales de allí, apoyado en la barra con los viejos camaradas: López Huertas, Fernando Labajos y los otros. Los muertos y los que morirán. Y que, cuando todos se hayan reunido de nuevo, salgan a nomadear por la Eternidad, bajo la Cruz del Sur, recorriendo los grandes desiertos sin fronteras. Ojalá también esta vez me reserven un elzam, una manta y un sitio en el Land Rover.

El Semanal, 13 Enero 2008

Robin Hood no viaja en avión

Estoy loco por que pongan AVE a todas partes, Ceuta y Melilla incluidas, para no pisar más un aeropuerto en mi puta vida. Cada vez que debo subir a un avión, cosa que evito siempre que puedo, me levanto con el mal talante de cuando era pequeño y no quería ir al colegio. Los amaneceres son más grises, los días más sombríos, el trayecto en taxi se hace demasiado corto. Sólo de pensar en lo que me espera, llevo encima una mala leche espantosa. Estoy harto de controles, de incomodidades, de humillaciones en nombre de mi propia seguridad. Para quienes solemos volar sólo con equipaje de mano, disponerlo para la carrera de obstáculos que supone acceder a un avión se convierte en una pesadilla. Hace tiempo que viajo sin la navaja suiza que me acompañó toda la vida, y hasta un lápiz de plata con el que subrayo los libros me da problemas en los controles. Todo para nada, pues vivimos en un inmenso camelo: la paranoia gringa llevada al límite por una Europa cantamañanas que se lo traga todo sin rechistar. No hay mejor prueba de lo idiota del sistema que el cuchillo y el tenedor de acero que en clase ejecutiva entregan con la bandeja de la comida tras haberte despojado previamente, en el control de tierra, de las horquillas del pelo y el cortaúñas. Como si los terroristas y los malos viajaran sólo en clase turista.

Hemos llegado al extremo de convertir –con la sumisión cómplice de todos nosotros convertidos en obediente rebaño– los controles de seguridad en espacios surrealistas, teatro de las situaciones más absurdas e indignas: frascos, tubos de dentífrico, cremas carísimas que van allí mismo a la basura, gente obligada a caminar descalza, fulanos que hacen cola en mangas de camisa y sujetándose los pantalones para que no se les caigan, por si pita el cinturón… A eso hay que añadir el maldito factor humano: la estólida condición de algunos empleados de seguridad y de algunos pasajeros. De vigilados y de vigilantes. Hace unos meses les contaba a ustedes lo que me ocurrió en el aeropuerto de Roma con la reproducción de un maiale –un pequeño submarino de plomo de la Segunda Guerra Mundial– y una guardia de seguridad de encefalograma plano. Pero no creo que el cociente intelectual del pasajero que el otro día pasó delante de mí el control de Barajas fuese más alto que el de aquella pava: viajaba con doscientos pendientes y aretes en las orejas y la nariz, veinte anillos con calaveras en las manos, ocho o diez collares de acero, una cadena de moto a guisa de cinturón y unas botas enormes con suela de medio palmo, llenas de herrajes, chapas y refuerzos metálicos. Y encima se mosqueó cuando le hicieron desmontar el mecano –llenó de ferretería una bandeja hasta arriba– después de que fundiera los circuitos del detector de metales. Que se puso a dar bocinazos y casi a echar humo en cuanto mi primo asomó las napias.

Pero lo mejor de lo último lo presencié hace dos días en el aeropuerto de Barcelona, y les juro que parecía una encerrona de cámara oculta. Un chico joven que venía de algún país exótico traía un arco en la mano: muy bonito, artesanal. Un arco del Amazonas o de por allí. Yo iba detrás, y mientras esperaba turno en el control, observé que el vigilante de seguridad estudiaba el arco, indeciso. Luego miraba al chico, y otra vez el arco. «Esto no puedes llevarlo», dijo al cabo. El chico preguntó por qué, y el otro aclaró: «Es demasiado grande, y además es un arma». Durante quince segundos, el chico miró al otro como digiriendo la cosa. «Es un arco», dijo al fin. «Eso es» –respondió el vigilante con implacable lógica–. «Y un arco es un arma». El chico reflexionó durante otros diez segundos. «Pero no llevo flechas», repuso. Mientras yo intentaba imaginarlo secuestrando un avión al grito de «Alá Ajbar» con un arco y unas flechas, el vigilante hizo un gesto ambiguo, como diciendo: «Vete a saber lo que podrías usar como flechas». En ésas, como había mucho pasaje esperando y nos amontonábamos en el control, se acercó un guardia civil, y el vigilante le explicó el problema. La imagen del picoleto perplejo, arco en mano, meditando sobre cómo aquella arma letal podía convertirse a bordo de un avión en arma de destrucción masiva –podía dispararle un yogur caducado al piloto, concluí al fin, o estrangular a una azafata con la cuerda–, no se me olvidará mientras viva. Al cabo, movió la cabeza. «Ni tirachinas, ni arcos, ni armas arrojadizas –zanjó–. Tienes que facturarlo». El chico puso cara de angustia. «Es que mi avión sale dentro de media hora», arguyó. El guardia civil lo miró impasible. «Pues espabila», dijo. Y mientras veía al chico correr desesperado camino de los mostradores, arco en mano, pensé: mierda de tiempos. Robin Hood no podría viajar en avión.

El Semanal, 20 Enero 2008

Siempre hay alguien que se chiva

Me chocó un poco que, después de un atentado de ETA en Vizcaya, cierto responsable político local comentara, dolido: «Alguien del pueblo se chivó». Lo sorprendente, a mi juicio, no es que eso ocurra en un pueblo vizcaíno o en cualquier otra parte, sino que a estas alturas a alguien le sorprenda, todavía, que la gente se chive. Dicho de otra manera, que el personal largue por la mojarra, se berree del prójimo, dé el soplo, el cante, el culebrazo. Que un chota, un mierda emboscado, una rata de alcantarilla, un hijo –o hija, seamos paritarios– de la gran puta, oculto tras los visillos del piso de arriba o la casa de enfrente, delate al vecino, al amigo, a quien se ponga por delante. Después de todo, delatar al prójimo es sólo una práctica más de la infame condición humana.

Miremos alrededor. Ya en el colegio algunos apuntan maneras que luego perfeccionarán en la vida adulta, pródiga en coyunturas adecuadas. Pero no siempre son chivatazos con beneficio directo. Es cierto que el dinero, la ideología, el ajuste de cuentas o la enemistad particular tienen mucho que ver. El chivato señala al enemigo confiando en que otros hagan el trabajo que él no se atreve a hacer, o no puede. Pero otras veces –me atrevería a decir que la mayor parte de ellas–, se mueve por razones más íntimas y oscuras. Por impulso irresistible, quiero decir. Sin necesidad evidente. El instinto de supervivencia, por ejemplo. O de grupo. Creo que el hombre delata a causa de su cobarde naturaleza social. Planteada la cosa en términos antropológicos, no aprecio gran diferencia técnica entre el escolar que se chiva al maestro de que fulanito hizo esto o aquello, y el vecino que le cuenta al heroico gudari de la pistola a qué hora saca Mengano a pasear al perro. Todo es cuestión de circunstancias.

Como latino mediterráneo que soy, tiendo a creer que berrearse del vecino es más propio de latitudes frías y ordenadas, como la arquetípica viejecita londinense que llama a la policía porque un perro le mea en el portal, o esos honrados alemanes que responden «¿Adolf? ¿Qué Adolf?» cuando les preguntas qué hacían en el No-Do llorando emocionados cuando pasaba el Führer, o esos ejemplares ciudadanos austriacos que devolvían, a golpes y patadas en el culo, a los republicanos españoles que se fugaban de Mauthausen. Uno tiene cierta propensión a creer eso; a consolarse pensando que aquí, ibéricos individualistas, cada perro se lame su badajo. Y resulta que no. A lo mejor es verdad que nosotros denunciamos menos por instinto gregario y reverencia al poder constituido, como ocurre en otros climas. Pero no es menos cierto que el trabajo, la competencia profesional, la ambición, el rencor, la envidia que nos abona el patio, equilibran la balanza. A ver qué se habrá creído ese cabrón, etcétera. Basta un vistazo a los libros de Historia para comprobar que la cosa no es de ahora; que chivarse es ejercicio viejo nuestro, con mucha solera. Aquí delatamos durante el franquismo como delatábamos durante la Guerra Civil, lo mismo en zona nacional que en zona roja: nunca faltó un chivato para el teniente Castillo ni otro para Calvo Sotelo, sin complejos. Con paredón de por medio, tanto monta. Aquí delatamos a Torrijos y a su gente igual que apuntamos antes a los franceses quiénes eran patriotas, y a los patriotas quiénes eran afrancesados. Delatamos al Santo Oficio a judaizantes, moriscos, herejes y sodomitas, e hicimos corro, encantados y festivos, alrededor de sus hogueras. Delatamos a Viriato, y delatamos a la madre que nos parió cuando se puso a tiro. Y cuando no lo hicimos por ideología o por dinero, que también, fue por sólido, redondo, recio odio al delatado. Porque fíjense: dudo que en esa bonita especialidad de odiar nos gane nadie. Si un alemán, por ejemplo, delata atento a la ley y el orden, lo usual es que el español lo haga gratis, por la cara. Por ganas de joder, vamos. Por amor al arte. Imaginen a nuestra ruin clase política –el País Vasco es ejemplo limitado y unidireccional, pero sirve de muestra– en una situación general donde señalar con el dedo cueste al adversario la vida. Como hace setenta años. ¿Los imaginan, verdad?… Yo también los imagino.

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