Cuando comer es un infierno (7 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Acudía cada día al colegio, y para mi sorpresa, enseguida hice amigos. Me emplazaron en un nivel alto de inglés, y las clases resultaban muy entretenidas y exigentes. Cuando descubrieron que sabía dibujar y hacer retratos me hice pronto conocida. Por primera vez en mi vida me sentí no sólo aceptada en un grupo, sino además parte de los privilegiados. Las chicas querían sentarse conmigo, y descubrían en mí virtudes que nunca me habían sido mencionadas: me apreciaban porque era alegre, porque me convertí en el portavoz de la clase y miraba siempre por nuestros intereses, porque creían que tenía una fuerza inagotable y porque sabía escuchar.

Por primera vez en año y medio, existía una posibilidad de que la vida mejorara: dejé de vomitar, estrené toda la ropa que me había comprado para la ocasión (dos tallas mayor que la que llevaba a los quince, pensaba de continuo, una talla al año... ¿dónde llegaría a los treinta?) y me dediqué a disfrutar y a participar de la vida, como todos hacían. Dos chicos se interesaron por mí, y flirteé torpemente, sintiéndome un poco culpable por fallar en mi devoción eterna a Juan Manuel.

Sin embargo, ninguno de los dos me gustaba físicamente: o, mejor dicho, ninguno de los dos cumplía con lo que yo pensaba que debía ser un novio. Mis ideas estaban muy claras: cada oveja con su pareja, los guapos con los guapos, los feos con quien pudieran. Un novio codiciado me contagiaría inmediatamente con el estatus deseable. Entonces creía que la belleza se podía obtener por osmosis.

Yo discurrí entonces que tenía demasiada dignidad como para salir con el primero que apareciera, y arriesgarme así a ser catalogada como normal, o incluso fea. Deseaba al mejor, y cualquier cosa por debajo de él sería humillante: o el más guapo, o nada.

Por supuesto, existían casos, yo los conocía, de chicas monas que salían con novios normalitos. No las tenía en muy alta estima: pensaba que se habían conformado con cualquiera, que no habían tenido paciencia para esperar, como yo hacía, al adecuado. Que se prodigaban a bajo precio. No se me ocurría pensar que podrían estar enamoradas, que esos muchachos podrían mostrarse dulces, atentos, comprensivos, que podrían llevarse bien y quererse. Tampoco pensaba en el sexo como una demostración de amor, sino más bien como una búsqueda de placer, como una lucha de poder entre el hombre y la mujer en la que la mujer, si era lista, ganaba con la sumisión del macho. Estaba tan preocupada por los aspectos físicos que era ciega a cualquier cosa que traspasara la piel.

Dos días antes de regresar a casa yo era dolorosamente consciente de que había engordado aún más: la ropa nueva me ajustaba a duras penas, y la opresión me volvía nerviosa y distraída. No había comido gran cosa fuera de las cenas y los desayunos, porque la comida consistía en un sandwich
y
una chocolatina, pero tampoco había probado las verduras ni la fruta: había vivido de hidratos de carbono, proteínas y lípidos, sin contar las calorías. Y de vez en cuando me había concedido un paquete de galletitas de crema, pero no más de dos por semana.

Me parecía que ya me sería imposible comer normalmente sin engordar, por más que las raciones en la casa irlandesa no fueran «normales», y vencida por la desesperación estaba a punto de aceptar mi peso; se podía vivir con él, pese a todo, y mi cuerpo era femenino y curvilíneo, algo más ancho de lo que yo deseaba, pero sin que ninguna parte de él destacara. En los años cincuenta, me lamentaba, me hubieran considerado guapa.

Cuando regresaba del colegio, adelanté a un grupo de tres chavales irlandeses: callaron a mi paso, y yo enderecé la espalda, intentando caminar de manera elegante y femenina. Estaba contenta, había recibido las mejores notas de la clase y podría demostrar a mis padres que el viaje había merecido la pena. Cuando me había alejado unos metros de ellos, uno de los chicos dijo:


Fat, isn't she?
(«Gorda, ¿verdad?»)

Creo que no me detuve, que continué a mi paso, rogando por haber entendido mal, porque se refirieran a otra; jugaban a puntuar a las chicas que pasaban a su lado, y a mí me había tocado la etiqueta de gorda. Llegué a casa casi llorando, y me encerré en mi cuarto a hacer la maleta. Justo cuando creía que no era para tanto, cuando aparecía un trozo azul entre las nubes, mi vida se descomponía de nuevo.

Cuando bajé del avión lo primero que mi madre me dijo fue que venía muy gordita. Lo encajé como un insulto más. Me pesé: sesenta kilos. Jamás, ni en mis peores pesadillas, había estado tan gorda.

No mantuve contacto con la gente de Irlanda, ni con los de la casa ni con mis compañeros. Me esforcé en creer que no había existido aquel paréntesis, y la felicidad de ser aceptada se desvaneció muy pronto. Por primera vez desde que estaba enferma, adelgacé, y perdí tres kilos en un mes al regresar a la dieta mediterránea. Mi peso, aunque alto para mi gusto, volvía a ser aceptable. Encajaba en la ropa. Lo único que recordé fue el comentario de aquellos desconocidos, mi vergüenza, mi falta de control. Fue la única apostilla por parte de extraños que recibí en mi vida haciendo alusión a mi peso, pero estuvo presente en cada fiesta a la que acudí, en cada persona nueva que conocí, en la mirada furtiva y crítica con la que me exponía cada día ante el espejo. Tardé años en recordar que los irlandeses que me habían considerado gorda no podían tener más allá de trece años.

A lo largo de ese último año en el instituto para mis padres resultó evidente que yo me comportaba de manera extraña: mi madre no podía traer nada apetitoso a casa, porque yo me lo comía a escondidas. La misma Gloria que se había envanecido años antes frente a sus primos golosos era incapaz de resistirse ante cualquier alimento dulce o salado. Cajas enteras de galletas, tabletas de chocolate, paquetes de patatas fritas, yogures, aceitunas, botes de paté, fiambres, embutidos, palitos de cangrejo, todo desaparecía.

En un principio, mi madre pensó que olvidaba las cosas, o que las habíamos comido sin que ella tomara cuenta. Pronto desconfió. Yo intentaba sustituir los productos por otros iguales, y no era extraño que tras un atracón saliera en busca de galletas y atún a los supermercados cercanos. Aprendí a distinguirlos por la tinta y el color de la etiqueta del precio, porque mi madre detectaba si la marca que había traído era distinta, o incluso, cuando más adelante me encontré bajo sospecha, si la fecha de caducidad era otra.

Cuando no lo lograba, intentaba al menos posponer el descubrimiento, manteniendo la caja vacía en su lugar, o el envoltorio de chocolate abultado, o con un cartón dentro. Luego temblaba de miedo hasta que descubrían el apaño, sintiéndome cada vez más incapaz y sucia. Me ponía en tensión cada vez que mis padres se acercaban a la despensa, y me maldecía por ser tan débil.

Casi la mitad de las veces me descubrían: mi madre me enfrentaba a ello, intentaba que yo admitiera que comía a escondidas. Yo lo negaba, buscaba excusas inverosímiles o me mantenía en silencio, sabiendo que no había explicación posible. Si no lo habían comido ni mi padre ni mi madre, no quedaba sino que fuera yo. Mis padres no podían entenderlo, y supongo que para ellos supuso una tremenda sorpresa: yo, que no había sido nunca una fuente de preocupaciones, que era la envidia de sus amigos por mis buenas notas y mi responsabilidad, les mentía en algo tan absurdo como la comida, me escondía para devorarla, y negaba la realidad. ¿Qué tontería me había entrado? El tipo de alimentos que escogía y las cantidades me impedían aducir que tuviera hambre: me entregaba a los caprichos, a la gula. Mi madre no podía entenderlo, y mi padre lo consideraba una falta que no me daba la gana corregir.

Mi madre no quería renunciar a tener exquisiteces en casa: le hubiera parecido una falta capital recibir invitados y no ofrecerles nada, y no quería dejar que yo me saliera con la mía. Comenzó a esconder la comida. Yo, cuando estaba sola, registraba la casa, y por lo general, encontraba los escondrijos. Entonces no podía controlarme y comía lo que fuera. Mi madre se desesperaba, y yo no sabía cómo explicarle que tenía que comerlo, que era superior a mis fuerzas, de modo que callaba:

—Si quieres comer una galleta, cómela. Pero ten un poco de control, no te comas todo el paquete. Si tienes hambre, coge fruta —me repetían—. No comas tan poco en las comidas principales, y luego no te entrarán tentaciones.

Yo creía que los platos que mi madre cocinaba me engordarían, y por eso mantenía las raciones bajo control: pero luego me era imposible no atracarme de otras cosas. Mi madre se enfurecía. En un par de ocasiones, después de pillarme comiendo galletas tras la cena, me hizo sentarme a la mesa de nuevo y comer otro plato.

—¿Crees que voy a pasar el trabajo cocinando sin grasas, buscando todos tus caprichos para que adelgaces, y que luego comas a escondidas? No, hija, no. ¿Tienes hambre? ¡Pues come! ¡Come lo que te dé la gana, pero no nos vuelvas locos a todos!

Yo comía llorando. Cuando me obligaban a ello, la angustia me cerraba el estómago. Ya sabía que lo que me impulsaba a comer no era el hambre, que aquello que nacía sobre la tripa y me oprimía no se saciaba con comida, pero pensaba que eran nervios. Cuando mi vida se serenara, cuando mis padres dejaran de gritarme, cuando adelgazara, cuando consiguiera amigos, entonces dejaría de sentirlos.

No aceptaba que fuera yo quien comía lo que faltaba, y me aferraba con fuerza fanática a la negación de los vómitos. Cuando descubrieron las primeras huellas creyeron que los excesos a los que me había sometido me habían empachado, y que no había podido más. Poco a poco se dieron cuenta de que tras haber comido en abundancia, vomitaba por mi propia voluntad. Mi madre ya no sabía a qué atender, si a que no vomitara o a que no comiera. Ella, como casi todo el mundo, asociaba el devolver con el mareo, las náuseas, la suciedad. Yo no podía explicarle el alivio que suponía, la sensación casi adictiva de liberación y limpieza.

Cuando, tras haber engullido una caja de galletas, tres botes de paté con una barra de pan, una lata de melocotones en almíbar, dos pasteles con merengue y dos vasos de leche el estómago parecía a punto de estallar, y los ideales de delgadez y de belleza se alejaban, y con ellos los chicos, el éxito, la admiración, lo único que podía librarme de aquella sensación turbia y desoladora era vomitar. Todo volvía a la normalidad entonces: las calorías no eran absorbidas, la distensión desaparecía, y era posible ponerse en camino de nuevo, comenzar sin pasado. Dos horas más tarde el vampiro de comida exigía de nuevo alimento, y mordía y roía por dentro hasta hacerme caer de nuevo. Y yo, que era débil, que era insignificante y estaba condenada al fracaso, cedía.

Me había ofrecido voluntaria para organizar el viaje de estudios, en un desesperado intento de conocer más gente, de ser necesitada y de entrar en la dinámica de los chicos de mi edad. No me sobraba el tiempo, pero me juré sacarlo de donde no lo tuviera. Recorrí los bancos comprobando cuál nos ofrecía mejores condiciones, organicé rifas, dinámica al resto del comité encargado del asunto, y logré que me consideraran una de las máximas responsables. Tenía pocas posibilidades de ir yo misma a aquel viaje, pero aquello me importaba muy poco. Dependían de mí, y no me importaba trabajar para ellos siempre que pudiera sentirme parte del grupo.

Por entonces me hablaron de un dietista que había logrado milagros: diez kilos, doce kilos en un mes o dos. Recuperé de nuevo la esperanza: si conseguía perder diez kilos, regresaría al punto de partida, como si nada hubiera pasado.

Lloriqueé, prometí enmendarme y empleé todos mis recursos, hasta que mi madre accedió a llevarme allí. Hoy sé que aquel dietista no merecía tal nombre: se limitó a anotar mi estatura y mi peso, y a suministrarme una serie de pastillas de fibra y batidos proteínicos con los que sustituir una de las comidas. Ni análisis, ni estudio de costumbres alimenticias, ni perfil psicológico. Yo, que a aquellas alturas me había convertido en una experta en necesidades nutricionales y en índices calóricos, no salí de allí convencida, pero creí que merecía la pena probarlo: todo con tal de adelgazar.

El dietista me había prometido una pérdida de dos kilos tras los tres primeros días: pese a que seguí estrictamente sus instrucciones, no llegué a perder uno. Me sentí estafada, y súbitamente me invadió el desánimo: ¿por qué ahora que cumplía las normas era incapaz de adelgazar? ¿Habría cambiado mi metabolismo? ¿Estaría condenada a ser una obesa? Nuevamente era incapaz de pensar con claridad. Un primer fracaso indicaba que sólo sufriría fracasos. Una disminución de peso más lenta de lo que esperaba me hizo creer que todo estaba perdido. El trato consistía en que el dietista llamaría cada tres días, y que yo le diría mi peso. Con la primera pérdida me felicitó y me animó a restringir mi aumentación, para adelgazar más.

A partir de esa llamada le mentí: mi peso disminuía lentamente, pero disminuía, en la gráfica que él trazaba. En realidad, me entregué como nunca a los atracones, desesperada, llorosa, manteniendo la buena cara en el instituto y ante mis padres. Me comí un bote de leche condensada de una sola vez, y, en una ocasión, cuando yo sabía que las represalias por comer algo de la despensa estando a dieta serían terribles, medio kilo de azúcar a cucharadas. El azúcar me produjo una terrible acidez de estómago, y me juré no repetir la hazaña. Ya había comprobado que no podía consumir chocolate por la noche, porque me amargaba tremendamente.

Mi madre no se creía que yo adelgazaba. No veía que mis medidas disminuyeran. Para calmarla, me ofrecí a pesarme delante de ella. Contra eso no podía decir nada. El truco que utilizaba era muy sencillo: colocaba el índice de la balanza dos o tres kilos por debajo del cero, de modo que al pesarme la aguja no superara los 57. Tenía la sensatez de no simular grandes pérdidas, sino más bien un mantenimiento de peso. Pasaron dos semanas más, y el dietista se preocupaba por la falta de éxito de mi régimen.
Yo
me defendía, diciendo que seguía una vida muy sedentaria y que no gastaba calorías.

Finalmente, mi padre me sorprendió comiendo. Recuerdo aquella escena como una pesadilla. No le había oído llegar, la puerta no crujió al abrirse, y no tuve tiempo de esconder en el cajón lo que estaba comiendo. Mi padre me tomó de un brazo y me llevó al cuarto de baño.

—Si te crees que nos vas a tomar por tontos estás muy equivocada.

No quería mirar: habían descubierto la farsa con la báscula, y la habían enmendado. Pesaba sesenta y tres kilos, más, mucho más de lo que hubiera temido, que lo que hubiera sospechado. Me anunciaron que la dieta había terminado, y yo me pasé la noche llorando. ¿A qué límites llegaría?

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