Cuando comer es un infierno (14 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Extrañamente, parecía que si me permitía a mí misma consumir los alimentos prohibidos, es decir, aquellos con los que me atracaba, perdía el interés por ellos. ¿Qué mérito había en devorar algo a lo que tenía acceso siempre que quisiera? Cada uno de aquellos pasitos me llenaban de alegría, y de orgullo por mí misma. La primera vez que rechacé una porción de pastel porque no tenía ganas, y no por quedar bien, estuve a punto de llorar de alegría. Había vuelto a sentir hambre y saciedad, y había aprendido a hacer caso a esas señales.

Me di cuenta de que cuando me aburría comía más: había convertido la comida en el modo de llenar esos espacios vacíos, y cuando me detuve a analizar la situación con más interés, descubrí que no tenía una sola afición. No había heredado ninguna de mis padres, y todo lo que hacía, las clases de la universidad, las que yo daba, el gimnasio, estudiar idiomas y hacer los deberes, eran obligaciones. Durante algunos días me dije que no tenía tiempo, sabiendo que era una excusa: en mis fines de semana, exceptuando los ratos con mis amigos, no me quedaba nada que hacer. Decidí invertir un poco de dinero en óleos y telas, y me apunté los sábados por la mañana a clases de pintura.

Las dos horas de la lección pasaban como un soplo, y tenía una ocupación interesante y que me absorbía por completo para el resto del fin de semana. Había decidido no salir demasiado, porque casi todos los encuentros con mis amigos ofrecían ocasiones para comer y para beber, y las dos borracheras del año anterior me habían asustado. Sabía por un manual que muchas bulímicas eran parcialmente alcohólicas.

Además, de vez en cuando salía a dar un paseo largo, con mis padres o con alguna amiga: me gustaba más que hacer ejercicio en el gimnasio, y me ayudaba a despejar la mente.

Del mismo modo que se había producido un efecto dominó cuando las cosas habían comenzado a empeorar, y todo se había visto implicado y se había desmoronado, cuando tomé esas decisiones el resto de mi vida se vio alterado: me sorprendí sintiendo más interés por los estudios, y con mayor capacidad de concentración. Aunque seguía siendo perezosa para estudiar, ya no posponía las cosas de aquella manera, y los exámenes me daban menos miedo. Nunca logré que mis padres me creyeran de nuevo cuando les decía que había estudiado, y tuve que presentarles los certificados de las notas para que se convencieran de que realmente había aprobado, pero tuve que reconocer que me había ganado a pulso aquellas sospechas.

Eliminé tantas preocupaciones con este comportamiento, que me resultó más sencillo dormir, y las pesadillas desaparecieron casi por completo. Me enfrentaba a las situaciones conflictivas con más calma, y me notaba menos estresada.

Ese verano me arriesgué a pasar nuevamente el verano en el extranjero, y regresé a Irlanda, pero no ya como estudiante, sino como monitora. Por primera vez me detuve a pensar si realmente me convenía aquella estancia, en lugar de huir de mi situación, mi país y mis problemas atropelladamente. Era mucho más consciente de los riesgos físicos y psicológicos que corría, y cómo estos podían intensificarse si me encontraba en circunstancias inusuales. Lo había comprobado en mis anteriores estancias en el extranjero: durante la primera elaboré toda una teoría sobre la obesidad, y comí sin tregua como rechazo a ese miedo, y durante la segunda desarrollé mi capacidad de manipulación y autoengaño con tal de sentirme aceptada.

Creí que merecía la pena arriesgarse, posiblemente por ese desprecio ante las situaciones peligrosas que siempre me había caracterizado. Aunque no recomiendo en absoluto a alguien en mi lugar que siga mi ejemplo, porque realmente la presión es excesiva, y hay que afrontar que se tiene un trastorno de salud que impide hacer ciertas cosas, mi experiencia fue positiva. Tuve que afrontar la responsabilidad de un grupo de cinco niñas, y eso me hizo olvidarme de mí misma y mis problemas para dedicarme a solucionar los suyos.

No me divertí, y las niñas, con sus opiniones sinceras y crueles, y con su modo otorgar o retirar el cariño dependiendo de las circunstancias, me hicieron revivir los tiempos más duros de mi niñez, aquellos en los que deseaba ser una actriz de cine y evadirme de las críticas de mis compañeros de clase. Descubrí, sin embargo, que era mucho más madura de lo que pensaba, y que de tanto insistir en que era responsable, había acabado por serlo. Además, las niñas no me juzgaban por mi aspecto, y el colegio en el que trabajaba no daba la menor importancia a que se fuera o no atractiva.

Me atraqué de comida dos veces, y las dos veces vomité, pero mientras lo hacía no me desesperaba, no ocultaba el problema, sino que pensaba en cómo solucionarlo. Comer ya no me servía de pantalla, y hacerlo de ese modo me parecía una tontería. Me sentía sola, me hubiera gustado dar un par de bofetones a una de las niñas, pero eso era todo. Sabía que al final del verano aquello terminaría, y yo recibiría un sueldo y habría tenido una experiencia interesante que incluir en mi curriculum. Había aprendido a no dejarme llevar por las emociones inmediatas y a pensar en las recompensas a largo plazo.

Por primera vez desde que tenía dieciséis años el verano finalizó y yo no me sentí fracasada. No me había propuesto adelgazar, y por tanto no había incumplido ningún propósito. Me despojé de toda la ropa negra que detestaba, y compré algunas faldas cortas de colores, dispuesta a enfrentarme y a aceptar la parte de mi cuerpo que más odiaba: mis piernas.

Las primeras veces que salí con la ropa nueva a la calle evitaba los espejos y procuraba moverme lo menos posible. Luego descubrí que, la verdad, mis piernas no eran tan feas, y aunque continuaba sintiéndome incómoda si me observaban e incapaz de mirarme en un espejo de cuerpo entero, acepté que podría resultar atractiva para algunas personas.

El proceso no debía ir tan mal, porque uno de mis amigos se me declaró, y recibí un par de propuestas más. Sentía mucho miedo a involucrarme en una relación, y a tirar todo lo que había conseguido por la borda si él me abandonaba, o si discutíamos, pero decidí intentarlo: no era un chico especialmente guapo, lo que rompía la tendencia de mis relaciones anteriores, pero nos llevábamos estupendamente, y realmente se esmeraba en tratarme bien, lo que tampoco era frecuente en el pasado.

Aún sentía enormes dificultades para expresar mis sentimientos. Era incapaz de decirle a alguien que le quería, aunque se lo hiciera saber por mis actos, o a través de otras personas. No encontraba valor para indignarme y mostrarme enfadada: aún me asustaba la desaprobación de los otros. Yo había descubierto que existía un nexo muy cercano entre los sentimientos que no manifestaba y mi manera de comer. Comía para consolarme, pero también cuando estaba enfadada y no lo demostraba, cuando hubiera deseado expresar mis puntos de vista y me habían avasallado. Deduje que si lograba la confianza suficiente como para opinar de manera sincera, o para reconocer que no sabía riada del tema, o para callar y no acaparar la conversación, habría avanzado otro paso.

No me consideré curada únicamente por haber dejado de vomitar y atracarme: sabía que no bastaba con eliminar el síntoma, que debía aprender maneras nuevas de enfrentarme a los conflictos, y que, efectivamente, sería un camino largo. Sabía que durante cierto tiempo, o quizás toda mi vida, tendría esas tendencias, y que era posible luchar contra ellas. De modo que cada vez que sufría una recaída, y comía demasiado, no lo daba todo por perdido. Al día siguiente sería posible continuar con la cabeza alta. Un desliz no era el fin del mundo.

Mi capacidad para detectar mensajes manipuladores en la televisión y la publicidad aumentó, y me acostumbré a desdeñar ese chantaje emocional, y a reconocer las imágenes modificadas por ordenador, o a desechar las situaciones improbables. Casi en cada capítulo de cualquier serie era posible ver a mujeres consolándose de las penas mientras se atiborraban de helado o tarta de chocolate, sin que engordaran jamás. Antes, cuando fumar era una provocación, se libraban de las frustraciones exhalando humo. Ahora que la presión hacia los fumadores había aumentado, nos mostraban a comedoras compulsivas.

A lo largo de todo ese curso, y hasta que cumplí los veintidós años, las cosas regresaron progresivamente a su lugar, y no sé exactamente cuándo dejé de preocuparme por la comida y por mi peso a diario. De vez en cuando la obsesión regresaba, pero nunca con la intensidad ni la duración anterior. Tenía cosas más importantes de las que ocuparme, una carrera, reconstruir la relación con mi familia, unos amigos, una relación afectiva. Entonces, sin grandes entusiasmos, cautelosamente, me consideré curada.

El trastorno había durado siete años, me había robado siete años de mi vida. Un maleficio de bruja malvada. Los maleficios se desvanecen cuando se pronuncia en alto la palabra adecuada: en este caso, bastaba con gritar «¡Ayuda!».

La vida tras la bulimia. Tengo futuro

EL ADICTO AL CRACK

Mira al pobre adicto al crack: se tambalea a través de la ciudad, con el corazón debilitado por las drogas, y ni siquiera repara en que su adicción le matará muy pronto.

¿Por qué lo probaría? ¿Le queda alguna esperanza? ¿Quién viviría una vida de adicción que le hiciera así de miserable?

Apuesto lo que sea a que tú, no. Entonces:

¡¡¡DEJA LA COMIDA INMEDIATAMENTE!!!

¡Es tan perjudicial como el crack!

Si pruebas una poca, querrás más.

¡Nunca tendrás suficiente! Es una adicción, y no podrás controlarla.

¡Detente ahora!

La menor señal de comida puede convertirte en adicta.

Debes tener mucho cuidado y decir que no.

¿Qué? ¿Ya eres una adicta? ¡Oh, no...!

Está bien, te contaré un secreto.

Yo también, pero me estoy recuperando.

Cada día como menos, de modo que habrá un punto en el que ya no lo necesitaré.

La recuperación no es fácil. Pero todos podemos hacerlo.

Recuerda que la comida es como el crack: ahora puede gustarte, pero pronto querrás más.

Y cada mordisco es un paso más hacia la degradación.

(Encontrada en una web pro anorexia, invierno 2001)

Desde hace casi ocho años llevo una vida absolutamente normal. No he sufrido recaídas importantes, aunque sí algunas situaciones en las que comí más de lo normal y me vi tentada a vomitar. Una de ellas fue la muerte de un pariente cercano, que me dejó devastada. Durante dos días, en lugar de llorar comí. Otra, la salida dé la universidad, la consecución de mi primer trabajo y la marcha de casa de mis padres en muy poco tiempo. No llegué a atracarme, pero durante las primeras semanas me alimenté con comida basura y chucherías. El tercer momento crítico se dio durante un breve viaje a Estados Unidos, en el que debía defender uno de mis proyectos, y que estuvo plagado de dificultades, zancadillas y soledad, Nuevamente me atraqué y vomité en varias ocasiones durante tres días.

He sido capaz de controlar estos momentos, porque he asumido que la comida no es el problema, sino un síntoma. Algo va mal, y mi manera casi inconsciente de reaccionar es premiarme y refugiarme en la comida. Después de siete años de dolencia he aprendido que no sirve para nada, y que el único modo de solventar ese problema es enfrentarme a él.

Mi gran punto flaco son las emociones. No soporto sentir dolor, y mi resistencia a la frustración es muy baja. Con tal de que los acontecimientos a mi alrededor no me dolieran, inventé una tortura constante que me distrajera de la realidad. Sigo sufriendo y siendo hipersensible, y he de protegerme ante las críticas, porque sé lo mucho que me afectan, pero a cambio he aprendido a canalizar esa misma sensibilidad y a hacerla más profunda.

Intento no caer en tópicos ni adjudicarme etiquetas: tímida, segura, fuerte, desorganizada... en algunos sectores de mi vida me siento tremendamente vulnerable, como en todo lo que tiene que ver con mis afectos. La relación con mi amigo duró dos años y se deshizo con cordialidad, y desde entonces he tenido varias más. Unas han sido más satisfactorias que otras, y por supuesto, siento miedo a comprometerme y a ser herida, a sacrificarme a favor del otro, como mi madre hizo, o a no involucrarme lo suficiente y espantarle. Tengo dificultades para negarme a un favor, aunque me perjudique, y aún busco la aprobación de mis padres.

En el ámbito profesional, en cambio, me siento mucho más afianzada, y disfruto empleando mi cerebro y mi creatividad para trabajar. He conseguido buena reputación y un éxito moderado en relativamente poco tiempo, y tengo grandes ambiciones para el futuro.

Procuro mantenerme ocupada y hacer las cosas que me gustan: disfruto cocinando, viajo siempre que puedo, y no he abandonado la pintura. No siento la necesidad de ser la mejor en lo que hago. Los niños juegan así: sin enemigos.

Mantengo un peso estable entre cincuenta y dos y cincuenta y cuatro kilos, es decir, más o menos lo que pesaba a los catorce años, antes de iniciar ninguna dieta y de enfermar. No siempre me siento bien con mi cuerpo, y a veces desearía poseer las largas piernas de potrillo de las modelos, o sus caderas inexistentes, pero por suerte he admitido que soy mucho más que mi cuerpo o que las dimensiones de mis caderas.

Creo que soy una persona afortunada; después de muchos años de sufrimientos fui capaz de liberarme de una situación angustiosa, y mi salud, tanto física como mental, no se resintieron demasiado. No perdí nada irrecuperable, salvo el tiempo. Muchas otras chicas no tuvieron tanta suerte. Cuando recuerdo aquel periodo muevo la cabeza: me siento furiosa, indignada. Ahora, desde mi perspectiva de mujer adulta, quisiera hacer lo posible para prevenir esta dolencia, y para evitar que tantas otras chicas la sufran. Las palabras también sirven, y por eso he querido contar mi historia.

OTRAS VISIONES DEL INFIERNO
Linda

Del mismo modo que no existe una única razón por la que se inicie la bulimia, no existe tampoco un único perfil de enferma. Las chicas como Gloria, que sufren gran parte de los síntomas, pero que no han necesitado ser ingresadas, o que no han atentado directamente contra su vida son, por suerte, la mayoría, pero existen otras enfermas que viven su dolencia con un sufrimiento extremo, y que necesitan expresarse de manera más agresiva o más destructiva.

La automutilación, por ejemplo, es relativamente común en casos de bulimia, y también con la anorexia, y causa terror a los padres. ¿Cómo es posible que su niña desee causarse tanto daño, y que aparentemente disfrute con ello? ¿Estará loca? ¿Será masoquista? Su particular visión de la vida lleva el dolor y la huida de la realidad a un punto incomprensible para los demás.

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