Cuando cae la noche (17 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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—Creo que es lo que ocurre. Pero de todos modos nos preocupamos.

—Sí.

—Y, sí —dice—, la verdad es que empiezo a estar un poco harta de preocuparme por estos jóvenes descarriados.

No es cierto. En realidad no estás cansada de preocuparte por Dizzy. Él es —admítelo— más dramático. De lo que estás cansada, de lo que los dos estamos hartos, es de preocuparnos por nuestra hija. Tú y yo podemos, como mínimo, meter la nariz en los problemas de Dizzy, podemos llegar a entenderlos. La decisión de Bea de tener una vida tan mediocre, de llevar el uniforme de un hotel, de vivir con una desconocida mayor que ella y que parece estar en el limbo, y de no tener novios (conocidos)… Es más difícil, ¿no te parece? Sobre todo cuando se limita a contarte los hechos sin más.

—Y hablando de Dizzy…

—¿Sí?

¿Qué le quiere decir exactamente? Quiere contárselo todo, aunque parte de ese todo tendría que ver con su preocupación porque ella y sus hermanas se propongan destruir a Dizzy con la mejor intención, porque quieran salvarlo normalizándolo y porque…, qué coño…, está claro que no debería haber vuelto a consumir drogas, pero tampoco debería sentar la cabeza; no debería dedicarse a algo «prometedor». Quiero decir que eso sería más seguro, pero ¿acaso la seguridad es lo único a lo que se puede aspirar? Bea tiene seguridad, a su manera. Dizzy es… es posible, ¿quién sabe?…, una de esas raras criaturas osadas, inteligentes y lo bastante complejas para que los poderes inescrutables le concedan una vida que no acabe aplastándolo.

¿Así que Peter le va a sugerir a su mujer que deberían dejar que su hermanito adorado siga consumiendo drogas? Genial. Seguro que lo entiende.

—Nada —responde Peter—. Es buena idea llevarme mañana a Dizzy. A Carole le encantará; le encantan los jóvenes guapos e inteligentes.

—¿Y a quién no?

Echa un puñado de cubitos en la coctelera.

Peter comprende que no va a representar el papel de persona sensata y responsable. Y que no le va a decir a Rebecca que sus temores están en parte justificados.

Rebecca, perdóname, si puedes. Me hundo en mi propia culpabilidad. Me da miedo morir por eso.

Naturalmente, Peter está despierto en la cama cuando llega Dizzy. Las dos y cuarenta y tres. Ni tarde ni pronto, al menos para los estándares de los jóvenes neoyorquinos. Escucha los pasos suaves y cuidados que da Dizzy al atravesar el
loft
para ir a su cuarto.

¿Dónde has estado?

¿Con quién has estado?

¿Entras con tanto cuidado porque no quieres despertarnos o porque vas colocado? ¿Estás pisando a cada paso un tablón brillante y electrificado?

Dizzy entra en su cuarto. Antes de desvestirse, empieza a hablar en voz demasiado baja para oírle. Por un momento Peter cree que ha llevado a alguien consigo, pero no, está llamando a alguien por el móvil. Peter oye los altos y bajos de su voz, pero ni siquiera a través de las paredes de cartón llega a entender lo que dice. No obstante, está llamando a alguien a las… dos y cincuenta y ocho.

Peter sufre en la cama. ¿Quién es, Dizzy? ¿Tu camello? ¿Te has quedado sin nada? ¿Vas a verte con él en la esquina dentro de veinte minutos? ¿O es una chica a la que te has follado y tratas de consolar por haberla dejado sola en su cama?

De acuerdo. Muy bien. Mejor que sea el camello. No quiere que Dizzy se vea con una chica, porque, por decirlo de algún modo, quiere poseer a Dizzy del mismo modo en que quiere poseer el arte. Quiere la inteligencia retorcida de Dizzy, y su autodestrucción y que… esté allí, en su casa, no quiere que lo desperdicie con nadie, y menos con una chica que puede darle algo que Peter no puede. Dizzy se está convirtiendo —Peter no es idiota, estará loco, pero no es idiota— en su obra de arte preferida, una
performance
, si se quiere, y quiere añadirlo a su colección, quiere ser su dueño y su confidente (recuerda, Dizzy, podría irme de la lengua en cualquier momento). Peter no quiere que muera (en eso es totalmente sincero), pero quiere tenerlo en su colección, quiere que sea su único… su único. Basta con eso.

Matthew está en su tumba en Wisconsin. Bea muy probablemente estará preparándole un cóctel a algún rijoso hombre de negocios.

Esta noche será mejor tomar dos de esas píldoras azules.

Pollos de concurso

E
l tren de Grand Central a Greenwich atraviesa un marasmo de arrabales que, por así decirlo, uno preferiría ocultarle a un visitante extraterrestre. Mire, eso es el jardín de Luxemburgo, permita que le muestre ese pequeño edificio de ahí al que llamamos la mezquita Azul. Mejor no se fije mucho en los alrededores de la ciudad de Nueva York: en las tapias coronadas de alambres con pinta de acordeón que protegen fábricas que podrían o no estar cerradas, los lúgubres monolitos de ladrillo de los edificios de viviendas protegidas, los deshilvanados bosquecillos cubiertos de basura como para demostrar la fragilidad de la naturaleza ante la dejadez humana. Aquí los ojos del doctor T. J. Eckleburg no estarían del todo fuera de lugar.

Dizzy está sentado enfrente de Peter, contemplando el demacrado paisaje urbano que pasa por la ventana. Abierta sobre su regazo, aunque no la lea, está
La montaña mágica
. Los Taylor tienen el don de la presencia imperturbable. No son conversadores nerviosos. Los Harris, por el contrario, siempre han sido locuaces, no tanto por entretenerse o informarse como porque si reinaba un silencio demasiado largo podían sumirse en una hosca e insondable discordia, una gélida quietud mutua que no podrían romper porque nunca habían tenido, ni tendrían jamás, un tema de conversación que les interesase a todos lo suficiente (al menos uno que sus padres pudieran sacar a colación) y por eso necesitaban planear constantemente sobre un mar de opiniones y sugerencias, de desapegos ritualizados («Ya sabes que nunca me fié de ese tipo») y entusiasmos familiares («Sé que la comida china es un asco, pero me da igual»). La madre de Peter era una gran conversadora a su manera. Se las arreglaba para quejarse casi sin parar y no parecer trivial ni protestona. Era más majestuosa que arisca, la habían enviado a vivir en este mundo desde otro mejor, y evitaba caer en la mezquindad recurriendo a la resignación en lugar de a la bilis, dando a entender, cada hora de su vida, que si ponía objeciones a casi todo lo que hacía y a casi todas las personas a las que conocía era porque presidía una utopía y sabía por experiencia que todo podría ser mucho mejor. Lo que más anhelaba del mundo era vivir bajo la égida de un dictador benévolo que fuese exactamente como ella, pero diferente, pues si alguna vez llegase a gobernar tendría que renunciar a su derecho a quejarse y ¿qué haría sin ese derecho?

El padre de Peter procuraba distraer a su mujer. Le hacía notar la belleza y el patetismo de las cosas, la cogía de la mano y le mordisqueaba la punta de los dedos, hojeaba la guía de la televisión en busca de viejas películas que sabía que le gustaban y se aseguraba de sacarla a cenar una vez por semana a un restaurante «agradable» incluso cuando andaban mal de dinero. Al llegar a la mediana edad se habían convertido en una pareja misteriosa, una de esas parejas de las que uno se pregunta qué hace él con ella (la belleza de él se había agudizado y la de ella había empezado a palidecer), pero Peter sabía que simplemente estaban envejeciendo después de un cortejo de juventud de lo más normal: ella era una joven preciosa y difícil de contentar, y él un chico guapo pero escuálido que se las arregló para superar a sus competidores.

Sí, lector, se casó con ella.

No fue exactamente un mal matrimonio, pero tampoco fue bueno. Era como si ella fuese el premio y él el pretendiente agradecido.

Y así se inició una conversación crispada e interminable entre los dos, un sonido de fondo que les recordaba que estaban casados, que tenían dos hijos, que estaban vivos, que tenían cosas que preparar y desastres que evitar, y un mundo que interpretar, signo a signo, símbolo a símbolo, y que llegado ese momento el único destino peor que seguir juntos sería intentar vivir separados.

A los Taylor de Richmond no les importaba conversar, pero el propósito subyacente era distinto. No era para perpetuar ni mantener algo a raya. Esa fundamental ausencia de nerviosismo parecía haber afectado a los cuatro hijos de forma que, pese a que pudiesen ser otras muchas cosas, ninguno era inseguro. Dizzy tiene a carretadas ese don de los Taylor que les permite ir a cualquier sitio sin sentirse fuera de lugar. No es exactamente orgullo, sino más bien confianza pura y simple, que parece tanto más extraordinaria por su escasez entre la población general. Míralo, con ese libro tan grueso en el regazo, contemplando el paisaje, nada distante, relajado, como un príncipe que tuviese todo el derecho del mundo a estar donde está. Si alguien tiene que procurar diversión, está claro que no es él.

—Es difícil creer que estemos a media hora del territorio de Cheever —dice Peter.

—Este debe de ser el tren que cogía para ir a Nueva York —responde Dizzy.

—Supongo que sí. ¿Te gusta Cheever?

—Ajá.

Habrá que tomarlo por un sí, porque por lo visto no tiene nada más que decir sobre el asunto. Dizzy sigue viendo pasar el desolado paisaje, y Peter se pregunta si, a pesar de parecer tan ensimismado, no estará exhibiendo ante Peter su perfil de firme mandíbula y nariz romana. ¿Qué es…, tres años mayor que Bea? Aparenta treinta.

Bea, niña perdida, llena de rencor resabiado, con las uñas mordidas, envuelta en ese suéter peruano barato que te ayuda a sobrevivir en un apartamento sin calefacción, tú y yo sabemos que en parte me odias porque te has convencido de que te hice creer que no eras lo bastante guapa. No se lo hemos dicho a nadie, ni siquiera lo hemos hablado entre nosotros, pero los dos lo sabemos, ¿verdad? Lo hice lo mejor que pude, pero sí, fruncí el ceño al ver los leotardos amarillos que tanto te gustaban cuando tenías cuatro años, y acogí con frialdad la propuesta que hiciste a los siete de decorar tu cuarto en blancos y dorados y, sí, es cierto que no me gustó el collar de plata estilo
art nouveau
que te compraste en la feria de artesanía con tu dinero, tu primera compra independiente. No compartí tus gustos y, aunque nunca dije nada —intenté no ser un monstruo, te lo aseguro—, teníamos telepatía y siempre lo supiste. Y más tarde, cuando se te ensancharon las caderas y se te llenó la cara de granos, te juro que no dejé de quererte por tu falta de garbo adolescente, pero ya era demasiado tarde, ¿verdad?, me precedía mi reputación y no había nada que pudiera hacer, ninguna atención que pudiese tener, ni ninguna muestra de afecto que sonase convincente. Si había odiado esos leotardos color pis y la cama de princesa con dosel blanco, ¿cómo iba a querer a mi propia hija ahora que se le había encrespado el pelo y su cuerpo, al llegar la pubertad, había activado un fragmento hasta entonces durmiente de ADN (mío, Bea, tu madre no desciende de lecheras y leñadores) que mucho antes de tu catorce cumpleaños ya decía de manera inevitable y carnal: prosaica, fiable, grandes pechos y caderas de buena paridora? Tus padres son esbeltos y atractivos y tú, por alguna jugarreta de la genética, no.

Hago que te sientas fea. Se te hace difícil hasta hablar conmigo por teléfono.

—¿Te está gustando Thomas Mann? —pregunta Peter a Dizzy. Como buen Harris, no soporta el silencio. Es como si creyera que corre el riesgo de volatilizarse.

—Me encanta. Bueno, «encantar» tal vez no sea la palabra tratándose de Mann. Lo admiro.

—¿Es la primera vez que lees
La montaña mágica
?

—Sí y no. Hay un montón de libros que leí en cinco horas en la facultad para cubrir el expediente. Ahora estoy releyéndolos de verdad.

—Yo jamás me habría licenciado de no ser por el café y el
speed
.

Y ahora, por fin, Dizzy aparta la vista de la ventana y mira a Peter. Dizzy y Peter se preguntan en silencio: ¿Por qué habrá dicho eso? ¿Está subrayando su compromiso de no revelar el secreto de Dizzy? ¿O es solo que quiere parecer enrollado?

Piensa en el viejo pintarrajeado y con peluca que Peter vio la otra noche en la Octava Avenida. Piensa en el propio Aschenbach, pintarrajeado y teñido, muerto en una tumbona mientras Tasio se mete en el agua hasta los tobillos.

No. Esta es mi vida, no
La muerte en Venecia
de los cojones (es raro, no obstante, que Dizzy haya llevado consigo el libro de Mann). Sí, soy un tipo mayor que tiene cierta fascinación por un hombre mucho más joven, pero Dizzy no es un niño como Tasio, y no estoy obsesionado como Aschenbach (¡eh!, ¿acaso no me negué el otro día a que Bobby me tiñera el pelo?).

—Eso fue en la facultad —añade con torpeza Peter.

—Se lo vas a decir, ¿verdad? —pregunta Dizzy.

—¿Por qué lo crees?

—Es tu mujer.

—Los matrimonios no siempre se lo cuentan todo.

—No se trata de cualquier cosa. Ella se pone histérica.

—Por eso mismo no se lo he contado todavía.

—Todavía.

—Si no se lo he contado todavía, es más que probable que no llegue a contárselo nunca. ¿Por qué te acaloras tanto por este asunto?

Dizzy emite otro de esos suspiros graves como el sonido de un oboe que a Peter le recuerdan tanto a Matthew.

—Ahora no quiero tener encima a mi familia. No lo aguantaría. Ellos creerían hacer lo correcto, lo harían con la mejor intención, pero la verdad es que creo que me mataría.

—No dramatices tanto.

Una mirada larga y profunda. ¿Ensayada?

—La verdad, me siento un poco dramático.

Ensayada. Desde luego. Y, pese a todo, muy eficaz.

—¿Ah, sí?

Gracias, don Inseguro.

Dizzy se echa a reír. Tiene una forma muy característica de reírse de sí mismo: es como esos personajes de los dibujos animados que corren hacia un precipicio, dan media docena de pasos en el aire antes de detenerse, mirar abajo, volverse hacia el público con expresión afligida y caer al vacío. Dice algo muy solemne y luego se ríe. También ayuda tener una sonrisa como la suya, y una risa con esos matices guturales del viento madera.
Jo, jo, jo, jo
, una risa más profunda que su voz, más densa, como si surgiera de un núcleo humorístico que fuese su verdadera naturaleza. Como si ese joven torturado fuese falso y al verdadero Dizzy todo aquello le pareciera desternillante. Como si el verdadero Dizzy tuviera cuernos y patas de cabra y estuviese tocando una siringa.

—Sí —dice riéndose. No es la respuesta que esperaba Peter, quien, por una vez, tiene el sentido común de guardar silencio—. Estoy jodido —admite Dizzy. Ya no se ríe, pero sigue esbozando una sonrisa arrepentida que concede cierta veracidad y seriedad a lo que está diciendo—. Estoy un poco chiflado —continúa—. Ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe. Lo que ocurre… —Mira por la ventana como si buscara algún punto de referencia reconocible. Se vuelve otra vez hacia Peter—. Lo que ocurre es que estoy empeorando. Lo noto. Lo pasé muy mal en Japón. Es como un virus. No tanto como si estuviese en mi cabeza como en mi cuerpo, como si tuviese fiebre, igual que si hubiese cogido la gripe y me sintiera excitado en lugar de cansado. Y lo que nadie entiende, lo que no entiende nadie que me quiera sinceramente, es que ahora sé mejor que nadie lo que necesito. No es que no comprenda la situación de mi familia. Pero si les dejo, tengo miedo de que puedan acabar matándome con la mejor de las intenciones.

—¿Puedo ser sincero contigo? —pregunta Peter.

—Desde luego.

—Tengo la impresión de que te engañas a ti mismo. Lo único que oigo es la cháchara de un adicto.

Otra vez la risa grave y musical.

—Eso es lo que cree todo el mundo menos el adicto —responde Dizzy—. ¿Puedo contarte algo?

—Claro.

—Siempre que me han ido bien las cosas, siempre que he sido ese chico brillante y despierto ha sido porque he estado tomando drogas. Cuando estuve en Exeter y en Yale. Tengo la cabeza despejada, me concentro y, si me permites decirlo, soy jodidamente listo. En cuanto dejo de tomarlas me entran ganas de ir a buscar trufas con una pandilla de colgados a Oregón.

—¿Qué me dices de las drogas que te recetaría un médico?

—Sabes que ya lo he probado.

—Sí, más o menos —responde Peter.

—¿Es que crees que no me gustaría que me recetaran algo que me convirtiese para siempre en el buen Ethan?

¿Cómo puede ser tan persuasivo estando equivocado? ¿Qué debería decir ahora Peter?

—¿Y de verdad crees haberlo intentado?

Comentario erróneo. Lo nota por el modo en que algo se apaga en el rostro de Dizzy.

—Es posible que me esté engañando a mí mismo —responde Dizzy. Su voz ahora es más normal, más vulgar. Se ha puesto un poco serio—. Pero creo sinceramente, tengo la sensación de saber que estoy preparado para ser un adulto. Quiero tener un trabajo, un apartamento, una novia. Solo necesito conseguirlo de un modo que sea factible para mí. Si Becka, Julie y Rose empiezan a entrometerse y me ingresan en una clínica, estoy seguro de que volveré a largarme. A propósito, esas clínicas son horribles. Es posible que las de los ricos sean mejores, pero las que nosotros podemos permitirnos… Seguro que tú también querrías huir.

—Así que crees…

—Creo que, en cierto sentido, estoy más preparado que nunca para tener una vida real, lo único que necesito es que la gente me deje en paz.

¿Está mintiendo? ¿Se engaña a sí mismo? ¿Será posible que tenga razón y todos los demás se equivoquen?

Se apean en Greenwich, donde les espera Gus, el chófer, un joven de ojos ansiosos de unos treinta años, un tipo de pueblo (supone Peter) de alguno de esos villorrios de Connecticut que suministran gente como Gus a los aristócratas locales. El mundo está lleno de Guses, chicos y chicas guapos que han heredado buenos genes de unos padres, abuelos y bisabuelos a quienes las cosas no les han ido ni bien ni mal a lo largo de generaciones, que han engendrado esos chicos honrados y les han dado lo justo para sobrevivir en el mundo, pero no más: ni una belleza espectacular, ni una inteligencia deslumbrante, ni una ambición sin límites.

¿No es la función del arte aclamar a esa gente y ennoblecerla? Piensa en Olympia. Una chica de la calle convertida en una diosa.

Gus está de pie al lado del BMW azul marino de los Potter, rubicundo, con orejas de soplillo, sonriente, es imposible que no te caiga bien. ¿No dijo Carole que estaba prometido con una «encantadora chica de por aquí»? Es cierto que lo de «por aquí» suena un poco condescendiente. Pero al mismo tiempo hay que admitir que los Potter pagan a sus empleados mejor de lo habitual, que les dan vacaciones y no les piden que trabajen más de la cuenta sin una compensación. Los Potter son de la escuela de «nuestros empleados son parte de nuestra familia», lo que resulta un poco grotesco, aunque ¿cómo va uno a tener empleados y no comportarse de manera un poco grotesca?

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