Cruzada (68 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
12.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

En Kavatang había habido unos cuatro magos mentales. Quizá hubiese algunos más rondando por Tandaris esa noche, pero yo me había encargado de ellos en Kavatang sin pensarlo dos veces.

Mi repentina reflexión se diluyó poco después en el silencio que siguió a las palabras de Sarhaddon. Incluso si me las arreglaba para vencer a los sacri y a los que estuviesen en el templo, nos encontrábamos en una ciudad hostil y los tehamanos estaban informados de nuestra presencia.

La esperanza se esfumó entonces por completo, suplantada por una terrible congoja cuando varias escenas se repitieron involuntariamente en mi cerebro: la Inquisición torturándolos a ellos en mi lugar; la mesa de piedra y Amadeo colgando de una pared, sostenido por alambres que le habían producido cicatrices tremendas. Marcas que, en opinión de Khalia, no desaparecerían nunca.

La idea de que cualquiera de ellos quedase al capricho de Amonis era aterradora. Más aún, atroz. Y Sarhaddon lo sabía. Del mismo modo que ambos éramos conscientes de que las dos mujeres me superaban en integridad y fortaleza, tanto mental como físicamente (sólo era necesario pensar en todo lo que había soportado Ravenna).

―Ni Midian ni los inquisidores os quemarán por su cuenta ―continuó Sarhaddon―. Tenéis información demasiado valiosa. Antes de arder en la hoguera, los tres pasaréis por lo que os he descrito. Midian concederá a los inquisidores una exención para superar sus propios límites de tortura, pues desea vengarse de vosotros tanto como los demás.

Era un reconocimiento inesperadamente sincero sobre lo que había guiado la conducta de Midian durante todos esos años.

―No serán nada amables, y al final moriréis en medio de dolores intolerables. Quizá uno tras otro, de modo que al menos dos de vosotros tengáis la oportunidad de arrepentiros antes de ser quemados.

Ravenna miró cómo él cerraba una trampa a nuestro alrededor. Bajé los ojos al suelo recordando aquella horrible pesadilla.

«Esto es incluso más de lo que mereces. Nos veremos en Tandaris.»

―Os queda una elección ―concluyó Sarhaddon―. Podéis elegir lo que acabo de describir o...

Se detuvo, esperando a que alguno de nosotros dijese algo. Finalmente, como el silencio proseguía, me aventuré a intervenir.

―¿O? ―fue todo lo que pude decir, pues se me cerró la garganta impidiendo que continuase.

―O podéis uniros a la orden venática, jurando cada uno por la vida de los otros dos así como por el
Libro de Ranillas.
La Inquisición no puede tocar a ninguno de nuestros numerarios, forma parte de nuestro reglamento. Vuestros crímenes serán absueltos, volveréis a ser acogidos por el Dominio y me obedeceréis en todo.

¿Qué se proponía? Era evidente que con eso ganaría algo, pero ¿qué? Nos tendría bajo su absoluto control, pues sabía tan bien como nosotros que Ninurtas buscaría la menor oportunidad para denunciarnos. Según había oído, el anciano era un brillante predicador e instructor. Pero tras nuestro encuentro de ese día me quedaba claro por qué lo habían designado subordinado de Sarhaddon, pese a que no estuviese en todo de acuerdo con él. Los integrantes más conservadores del Consejo de Exarcas habían insistido en nombrar en la cumbre de la orden a alguien en quien pudiesen confiar, a fin de asegurar la lealtad del cuerpo y evitar que se volviese demasiado independiente.

Eso no importaba demasiado. La que nos proponía Sarhaddon era a la vez la salida más sencilla y la más complicada, pues consistiría en una rendición total al Dominio pero al mismo tiempo dejaría de perseguirnos la desgracia de ser blanco de todo el mundo. Considerando, claro, que pudiésemos confiar en Sarhaddon.

―Aunque también existe una tercera posibilidad ―añadió éste y, al levantar la mirada, descubrí que tenía los ojos clavados en mí―. Ninguno de vosotros sufriría el menor daño. De hecho, todo lo contrario, y os veríais libres del poder de Midian.

Ésa era la opción que deseaba Sarhaddon y por eso la había dejado para el final. Tortura y muerte, obediencia absoluta o...

―¿Cuál es la tercera opción? ―pregunté.

―La conoceréis en pocos minutos. Pero, ahora, si me seguís afuera, os enseñaré algo.

CAPITULO XXXIV

Uno de los venáticos abrió las puertas y los dos sacri volvieron a entrar. No hicieron mucho más ruido que Sarhaddon, ni siquiera con el eco del salón.

―Desatadlos ―ordenó Sarhaddon― y luego venid con nosotros a las murallas.

Los sacri inclinaron la cabeza en una breve reverencia y desataron los nudos. Sentí alivio al verme libre de las cuerdas. Al parecer, Sarhaddon pensaba que ya podía confiar en nosotros.

¿Cuál sería la tercera opción? ¿Para qué necesitaba nuestra ayuda? Mientras seguíamos a los venáticos y a los sacri fuera del salón, mi mente se debatió intentando adivinarlo. Sabía que era algo relacionado conmigo, no con ellas, pero eso no me hacía sentir nada cómodo.

Avanzamos por el pasillo hacia la columnata. Allí los gritos provenientes del exterior me impresionaron con fuerza renovada tras el silencio casi absoluto del salón. En la columnata había ahora más gente: destacamentos de sacri custodiándola y tres o cuatro servidores del templo (todos de Equatoria, por cierto) cargando bultos desde el puesto de vigilancia hasta la puerta más lejana del patio.

―Hay muchos sacri aquí ―susurró Ravenna cuando caminábamos hacia la columnata―. Más de lo usual.

―¿Ya has estado aquí? ―le preguntó Palatina.

―Después de capturarme los tehamanos ―dijo como quien desea concluir la conversación. Ninguno de nosotros quiso agregar nada más.

Seguimos a los sacri hacia la garita de vigilancia y subimos una ancha escalera (la versión qalathari de una escalera de caracol), que llevaba a lo alto de las murallas, El ruido de la multitud se oía mucho mejor y miré por encima de las almenas para ver la gente que llenaba el ágora. Algunos llevaban antorchas, pero casi toda la iluminación provenía de los faroles de la calle.

El camino de las almenas era más ancho de lo que había imaginado y tenía espacio suficiente para que pasase por allí un carro de dos caballos. No es que hubiese carros en Tandaris. pero, al parecer, los arquitectos del templo se habían basado en el modelo haletita. Allí no había ninguna luz, y cuando las personas más cercanas de entre un gran grupo empezaron a acercarse a mí, tardé un momento en reconocerlo.

―Sarhaddon ―dijo. Supe de quién era esa voz al instante y miré con incomodidad a los tres venáticos, todos de aspecto frágil e insignificante tras el corpulento haletita que había hablado―. Me han comentado que te apropias de mis prisioneros.

―Midian ―replicó Sarhaddon, inclinándose apenas para hacer una reverencia. Sin lugar a dudas el exarca del Archipiélago era su superior, por más que el venático no se tomara la molestia de llamarlo «su santidad».

Noté la expresión furiosa de Midian al vernos, gracias a la luz del patio que se reflejaba en su cara. Amonis estaba junto a él como una sombra.

―Son herejes condenados, su santidad ―señaló Amonis―. Sueltos en el templo y ni siquiera atados.

―No cabe duda de que son herejes ―confirmó Sarhaddon―. Pero eso no quita que nos sean útiles. Y órdenes son órdenes.

El exarca entrecerró los ojos.

―Los accidentes suceden, él lo sabe. Deberíamos matarlos y acabar con todo.

Al parecer,
él
era el primado.

Midian era tan poco sutil como siempre, un matón autoritario. En opinión del Dominio, ideal para su puesto. Las túnicas rojas y doradas, el birrete cilíndrico con el símbolo de la llama... no eran más que parafernalia. Midian era un noble haletita, entrenado como guerrero y con tan pocos escrúpulos como la mayor parte de su pueblo, incluyendo al último emperador, el primado y gran parte del alto clero.

―Quisiera decirle algo, su santidad, si se me permite ―pidió Amonis suavemente y, antes de que éste pudiese protestar, Sarhaddon se alejó con el exarca. Bordearon las almenas del patio y conversaron en voz baja durante un par de minutos. Sarhaddon le explicaba algo al haletita y, aunque Midian parecía aceptarlo, no parecía contento.

―Así lo haremos ―sostuvo el exarca en voz alta cuando regresaron―, a menos que la situación nos obligue a cambiar de planes.

―Por el momento todo va bien ―confirmó Sarhaddon.

―Quizá ―fue la respuesta de Midian. El exarca se alejó para hablar con algunos inquisidores mientras que Sarhaddon nos guiaba hacia el grupo. Muchos se volvieron al vernos y detuve el paso.

―¿Quiénes son? ―dijo un hombre, un tanethano con barba de lord mercante que llevaba encima de la túnica una capa liviana. Su rostro me resultaba familiar, aunque dudaba que él me reconociese. Se trataba de lord Hiram, cuya familia era de las más importantes de Taneth. A su lado, con aspecto tan sereno y urbano como siempre, estaba Hamílcar Barca. Ninguna sorpresa. Los otros, de aspecto similar, eran dos almirantes thetianos, dos oficiales superiores de Pharassa y otro que parecía ser un alto oficial de alguna parte. Había también un sujeto procedente de Mons Ferranis, que aparentaba tener algún rango, y gente de Equatoria.

Pero el que me llamó la atención fue el último en volverse, un hombre fornido con una pequeña barba cuidadosamente recortada que llevaba una capa negra sobre un uniforme verde oscuro con estrellas del almirantazgo de Cambress.

―Pensé que lo reconoceríais ―nos dijo Sarhaddon.

El cambresiano nos dirigió una mirada atenta y luego dio un paso adelante mientras los otros oficiales miraban con curiosidad. Según constaté, había al menos un representante de cada poder principal.

―Caballeros, éstos son nuestros huéspedes ―anunció Sarhaddon poniendo especial énfasis en la última palabra, para que los oficiales supiesen a qué se refería―. Palatina Canteni, Ravenna Ulfhada y Carausius Tar' Conantur.

Muchos respiraron profundamente.

―Usabas otro nombre la última vez que te vi ―comentó el cambresiano―. Te recuerdo, fue inmediatamente después de que mi nave fuera atacada por una manta pirata.

Ravenna sonrió ligeramente.

―En Océanus ―añadí, recordando una tarde estival hacía ya siete años y a un capitán cambresiano de sonrisa fácil―. Xasan Koraal. También estaba allí vuestro primer oficial Gianno y alguien de Mons Ferranis. Por otra parte, sigo llamándome Cathan Tauro.

El cambresiano se puso serio.

―Ganno se hundió a bordo del
León
en el atolón de Poralos. A Miserak lo he visto muy pocas veces desde entonces.

Ninguno de los otros dijo nada e incluso Ravenna pareció sorprendida. Sentí que me picaban los ojos y al parpadear contuve repentinas lágrimas, no tanto por el amable oficial cambresiano a quien apenas había conocido, sino más bien por mis recientes experiencias y por mis compañeros de viaje desaparecidos ese mismo día.

Xasan negó con la cabeza, perdido en sus pensamientos. Una curiosa expresión cubrió el rostro de Sarhaddon al contemplarnos.

―¡Qué sucesos tan tristes! ―exclamó Xasan aprovechando el silencio de sus colegas―. Supe que teníamos problemas después de que aquella cosa decidiera atacaros, fuera lo que fuera. Recuerdo, sin embargo, lo tranquilo y civilizado que solía ser todo. Sólo viajar a la costa de Océanus para pasear nuestra bandera aquí y allá y cerrar un par de negocios. Encuentra ahora a alguien que se atreva a hacer algo semejante.

Mientras hablaba, las imágenes surgieron de un rincón de mi mente. El puerto en Kulam, adormecido y casi desierto; la comida y el vino en el palacio del amigo de mi padre, el conde Courtiéres; la travesía hacia el sur de Pharassa junto a un conversador monaguillo, listo para empezar su adoctrinamiento en la Ciudad Sagrada.

Mientras esos recuerdos me invadían me fijé en Sarhaddon y supe, en aquel momento, cuál sería la tercera opción. Ravenna y Palatina ya lo habían adivinado, pero la autocompasión que sentía había nublado mis razonamientos.

Sarhaddon sonrió, capaz de leerme la mente mejor que yo mismo. Su presentación había sido muy clara y sólo era cuestión de tiempo que los thetianos notasen mi parecido con Orosius.

―¿Sobrino del difunto emperador? ―preguntó Hiram tentativamente.

―Sobrino de Aetius ―respondió por mí Sarhaddon― y hermano de Orosius.

―Es una revelación preocupante ―afirmó uno de los oficiales de Pharassa―. Suponíamos que no existían más herederos imperiales.

―Ranthas nunca permitiría que eso ocurriese ―apuntó Sarhaddon―. El imperio ha de tener emperador.

―Pues ahora no tiene, a menos que consideréis a la emperatriz del Aerolito ―comentó el thetiano, y mi corazón saltó de alivio. Eso significaba que mi madre estaba segura todavía y que se había refugiado en el Aerolito. No se había mencionado que estuviese cautiva.

―Mi flota está inmovilizada en el puerto ―prosiguió el almirante, mirando a la multitud reunida abajo.

Ése debía de ser el comandante de la gran flota imperial, Alexios, y probablemente su compañero (no un almirante, según comprobé entonces, sino un capitán) seria el jefe del buque insignia del comandante. Me pregunté cómo habrían acabado ambos allí, en lugar de estar encerrados en el Aerolito junto a Charidemus y Aurelia.

Mientras era vigilada desde la almena, la multitud se hizo a un lado abriendo paso a un grupo de personas que bajaba el camino desde el Aerolito. Se detuvieron antes de alcanzar el límite del ágora y se colocaron en una tarima frente a la nutrida masa de gente. El ruido cesó.

―Los líderes ―dijo el hombre de Mons Ferranis―. Ahora sabremos quiénes son.

―No sólo los líderes ―añadió Xasan señalando con el dedo―. Mirad, también hay soldados entre la multitud, están formando allí y allí abajo. ¿Veis los penachos?

Se produjo un silencio en el parapeto mientras esperábamos las noticias de los concejales, aunque la mayor parte de los presentes ignoraba su identidad.

No fue Ukmadorian quien ocupó la tarima (cosa nada sorprendente), sino otro hombre, según me pareció, procedente del Archipiélago. Llevaba la túnica gris de la ciudadela del Viento.

―Pueblo de Tandaris ―dijo y su voz recorrió la plaza―, ¡hemos regresado! ¡Hemos venido para liberar al Archipiélago del Dominio
de una vez y
para siempre! ―
Era obvio que provenía del Archipiélago, pues sólo allí se toleraba cierta independencia religiosa, al menos a algunos.

No era un discurso realmente inspirado, pero le siguió una ruidosa ovación popular que se extendió por espacio de varios minutos, durante los cuales el sujeto tuvo que esperar para volver a hablar. Debía de ser el equivalente de Ukmadorian en su propia ciudadela.

Other books

The Barracks by John McGahern
Kindred and Wings by Philippa Ballantine
One of Us Is Next by Karen M. McManus
Fated by Carly Phillips
The Ax by Westlake, Donald E.