Cruzada (45 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
12.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

―Demasiado grande para el leviatán ―señalé en voz baja pensando en Hamílcar, no precisamente un hombre pequeño, quien para entonces debía de haberse dejado crecer una auténtica barba thetiana, que le llegase casi hasta la cintura. A cualquier leviatán le hubiese costado manejarlo.

―Sí, pero si estaba contando su dinero, podría haberse comido la mayor parte de su cuerpo antes de que se diese cuenta.

Era un comentario usual, pero bastante poco agudo considerando lo rapaces que habían sido unas cuantas familias de comerciantes. Los viejos rencores y prejuicios seguían latentes: tanethanos codiciosos, thetianos decadentes, huasanos poco listos... Pero muchos habían demostrado ser armas de doble filo, y los thetianos habían acabado descubriendo lo oscuros que eran sus orígenes.

Lleno de confianza con su armadura a medio secar, Ithien volvió a acercarse al capitán del
Estela Blanca.

―Muchas gracias por tu hospitalidad, capitán ―le dijo―, e infórmame la próxima vez que recojas pasajeros fuera de lo común. Te compensaré por ello. En relación con el abordaje, fue sólo por precaución. Mi gente te dará unos cuantos pescados antes de marcharse. Los capturamos mientras os esperábamos. Espero que valgan por los inconvenientes que os hemos ocasionado. Que tengas un buen día.

Hizo a sus hombres un gesto abrupto y se lanzó al agua desde un lado del barco, buceando con elegancia en las aguas cristalinas. Su armadura no era lo bastante pesada para hundirlo. Sus marinos lo siguieron y comprendí que yo también debía hacerlo, lo que me alegró pues siempre gozaba volviendo al agua. Los marinos me rodearon mientras nos alejábamos del
Estela Blanca.
Mi cuerpo debía de despedir todavía olor a sangre y, aunque podía protegerme con la magia en última instancia, prefería evitarlo.

No hubo ningún inconveniente en el trayecto hasta la nave de Ithien, aunque no me sentí tan cómodo buceando como unas horas antes.

El navío de Ithien era muy similar al
Estela Blanca,
un barco pesquero con un único mástil y una enorme vela triangular. Estaba anclado a poca distancia, dentro de un angosto estrecho de aguas rodeadas por acantilados que formaban una especie de bahía artificial, aunque no tan protegida.

Tan pronto como trepé por la soga y subí a cubierta, oí que alguien gritaba mi nombre (mi nombre falso) y me volví para ver. Encontré entonces a una alegre Vespasia, que le extendía un rollo de cuerda a un marinero y corría para recibirme.

Había allí otras cuatro o cinco personas que había conocido en la represa, incluido Oailos, que parecía algo indiferente, menos directo que cuando había sido nuestro líder no oficial en Tehama. Es probable que no le gustase estar relegado a un papel secundario en relación con el impredecible Ithien. Todos deseaban saber qué había pasado, pero yo tenía tanto que preguntar como ellos. Estaban allí, de modo que en efecto debía haber habido una manta en la ensenada, una manta con la que habían escapado por la costa de la Perdición. El mismo sitio donde se habían perdido el
Valdur
y el
Peleus.

―Fue un buen viaje ―dijo Vespasia cuando le pregunté. Salvo porque ya no tenía el aspecto demacrado del desierto, era la misma mujer que había conocido en el Refugio. Eso no me sorprendía, dado el cambio de circunstancias.

―¡Levad anclas! ―ordenó Ithien desde la popa, asumiendo el mando desde el mismo momento de subir a cubierta―. Ya hemos permanecido aquí demasiado tiempo y necesitamos navegar a toda prisa si queremos llegar a Ilthys antes de que anochezca.

Como era bastante poco útil para las actividades de navegación, hallé un rincón junto al mástil donde me coloqué sin interferir en el paso de la tripulación, que largaba la vela y conducía la nave mar adentro, dejando los acantilados por un trayecto más rápido y menos peligroso rumbo a la capital. El navío que nos había seguido a primera hora de la mañana era ya sólo una vela en la distancia, apenas visible en la bocana de otra pequeña bahía que había siguiendo el contorno de la costa. Ithien libró a Palatina de sus tareas y ella, Vespasia y yo nos sentamos a conversar durante la mayor parte del viaje de regreso.

La nave rodeó las rocas rumbo al puerto de Ilthys a primera hora de la tarde, el momento más perezoso del día. No había signo de actividad ni en la flota de pesqueros nocturnos ni en los navíos mercantes anclados. Las únicas personas que recorrían los muelles eran un par de encargados conteniendo sus bostezos.

Fui casi el primero en pisar tierra, enviado delante junto a uno de los marinos para advertir a Khalia que estábamos en camino y para alertarla del cambio de planes. No nos cruzamos con nadie más mientras avanzábamos a toda prisa por los astilleros. Sólo al cruzar el puerto submarino vimos a un grupo de obreros portuarios saliendo de un edificio, hablando seriamente y en voz baja.

―Podría haber novedades ―dijo el marino que me acompañaba―. Vayamos más despacio; subiremos la colina a su lado a ver si oímos algo importante.

Llegamos a la entrada del puerto submarino en el momento exacto en que salían los trabajadores, y el marino les brindó un afectuoso saludo.

―¿Eres de alguna isla exterior? ―preguntó uno de ellos sin muestras de hostilidad. Había estado bebiendo algo de una calabaza, se la tendió a su compañero y se secó los labios antes de hablar.

El marino asintió. En algún momento de su vida debió de ser pescador, ya que la jerga de la profesión le salía con naturalidad. No dije nada; mi acento no era particularmente inusual, pero no era de Ilthys.

―Hemos venido con unos heridos. Perdimos un buen día de pesca, pero uno de ellos es mi primo y está bastante mal.

―Mala suerte. ¿Qué ocurrió?

―Algún contratista idiota reparaba un balcón agrietado y usó clavos baratos en lugar de los adecuados. Mi primo no estaría aquí si no hubiese aterrizado en un rosal, pero sufrió heridas bastante graves.

―¿Has llevado el asunto a la justicia? ―indagó el trabajador portuario―. Haz que esos cabrones paguen. A mis vecinos se les cayó el techo encima y murió su hijo más joven. Mal asunto, pero consiguieron que el contratista fuese enviado a la prisión naval. Espero que consigas algo parecido.

―Llévalo a la corte militar si tu juez no es lo bastante severo ―propuso uno de sus compañeros, un hombre de baja estatura que, cosa poco habitual, llevaba barba. Sus ojos parecieron encenderse de pronto―: ¿Habéis oído las novedades?

―¿Qué novedades?

El sujeto adoptó la expresión de quien se da aires revelando noticias frescas.

―Hemos conversado en Qalathar con la tripulación del
Alquimista.
¡Desastre, guerra, todo! Una represa estalló en el norte causando una pequeña inundación en algunas islas. ¡Y los sacerdotes descubrieron una fortaleza herética en la misma Qalathar! Justo delante de sus narices. Hubo tumultos en varios templos, pero eso no es todo.

Hizo una pausa para lograr el efecto dramático, sabiendo que esperábamos, expectantes, cada una de sus palabras y prosiguió:

―La gran flota thetiana ha arribado a Tandaris. Treinta, cuarenta naves, la mitad de la marina ha sido enviada a Qalathar para mantener el orden y que sepan todos quién tiene el mando. Dicen que jamás ha habido en ningún sitio un ejército de semejante tamaño desde la cruzada. Todos especulan que Eshar tiene un plan especial para la isla.

CAPITULO XXII

Pocos días después tuvimos muchas otras cosas de las que preocuparnos. Una improvisada reunión en casa de Khalia sirvió de poco, pero acrecentó la tensión entre Ithien y Sagantha. Nadie sabía con claridad por qué se había desplegado la gran flota y tras discutir durante horas regresamos a nuestro alojamiento.

Mientras caminábamos por las calles rodeando de lejos el templo, dimos con un grupo de hombres (albañiles, a juzgar por la insignia que llevaban en la ropa) que regresaba a casa desde un bar. Era una calle demasiado estrecha para cruzar a la otra acera.

Uno de ellos reconoció a Ithien casi de inmediato, pese a la penumbra y a los cambios en el peinado y el maquillaje, que resultaban más eficaces durante el día.

―Lord gobernador ―le dijo, deteniendo a sus amigos con un brusco gesto de la mano―. ¿Eres tú?

―Creo que me tomas por otro ―replicó Ithien, pero noté la respiración nerviosa de Sagantha.

―No es así. Has regresado. Corrían rumores de que te habías pasado al otro bando.

―Tú lo dices. Quizá no todos sean falsos.

―No te abandonaremos ―intervino un hombre de grueso bigote―. Mi hijo se peleó en un bar con algunos soldados de Ranthas y acabó embarcado por ello rumbo a Qalathar.

―No digáis que estoy aquí ―les advirtió Ithien―. Lo sufriríais vosotros mismos.

―Sufriremos de todos modos ―añadió el primer hombre―. Eras un gobernador extranjero, pero eso no nos importó. Nunca has interferido en nuestros asuntos y conseguiste para nosotros dinero de la asamblea. Es lo que se supone que debe hacer un gobernador.

Otro murmuró algo.

―Lo mejor es no levantar la voz ―sugirió el primero―. Estaremos aquí si nos necesitas, gobernador.

Prosiguieron su camino y Sagantha miró a Ithien con expresión acusadora.

―No podía hacer nada ―señaló el ex gobernador―. Los conozco, no me traicionarán. Pero ahora ése es el menor de nuestros problemas. Mañana la novedad se habrán extendido por toda la ciudad y se complicará todo.

No se equivocaba. Al cabo de dos días, la noticia de su regreso ya había recorrido toda la ciudad. Dos días después alguien nos lo dijo a Vespasia y a mí en las islas exteriores mientras recogíamos provisiones para sus hombres en la bodega de la goleta
Manatí.

Los rumores eran abundantes, como siempre, y oí mencionar de tercera o cuarta mano numerosos encuentros con Ithien rodeados de misteriosas circunstancias y promesas de ayuda.

El Dominio sabía ya que los había traicionado: una manta correo había llegado el día anterior trayendo a un sacerdote que exigió ser conducido directamente ante el gobernador. El sucesor de Ithien era un oficial naval, almirante de la flota Vanari. Había comandado la vanguardia del emperador contra los cambresianos en el atolón Poralos y había sido ascendido y recibido una gobernación por la victoria.

Según me habían dicho, estaba reunido con el inquisidor, lo que no era una buena noticia. El avarca de Ilthys se encontraba de viaje en la Ciudad Sagrada y el residente venático había enfermado gravemente. Con ambos fuera de combate, el inquisidor tenía más poder incluso que el habitual.

No pude evitar ponerme nervioso, a pesar incluso de que ninguno de nosotros había tenido el menor contacto con Khalia desde que llevamos a Ravenna a su casa. Los miembros de su familia tenían demasiado que perder si nos delataban, pero aun así no estábamos a salvo.

―No tienen recursos suficientes para registrar toda la ciudad ―afirmó Vespasia, tranquilizadora, mientras descendíamos con estrépito por la plataforma para recoger más cajones de fruta. Se había levantado un improvisado toldo para proteger los cajones del sol de la tarde, pero apenas era una medida dilatoria. La fruta no se conservaría mucho tiempo ni siquiera en la parte más fresca de la manta sin otras medidas de conservación.

Descansé la mirada en el azul del océano, más allá de la bocana del puerto, preguntándome si vendrían más mantas con tropas imperiales para imponer el orden. Las noticias no podían haber llegado todavía a Selerian Alastre, no si provenían sólo de Qalathar. El trayecto hasta allí desde la capital era de unos tres o cuatro días. Teníamos cierta ventaja antes de que el emperador pudiese actuar.

―¿Necesitan registrar la ciudad?

Cogimos un cajón de un extremo cada uno y lo cargamos hasta el
Manatí.
Era una nave bastante elegante, aunque no muy diferente de cualquier otra embarcación pesquera de los alrededores de las islas.

―¿De qué otro modo encontrarían a Ithien entre cincuenta mil personas?

―Probablemente estará el primero en la lista de hombres más buscados por el emperador ―comenté subiendo a la bodega para que ella pudiese pasarme el cajón, y mi voz produjo un eco en el espacio medio vacío―. Ahora que los rumores se han difundido, sus subordinados se verán más presionados para encontrarlo.

―Aun así, no podrán hacer gran cosa con sólo un centenar de soldados.

Siempre podrían reunir refuerzos, pensé mientras cogía el cajón y me preparaba para soportar todo el peso. Vendría más gente para ayudarnos cuando llegasen las últimas mercancías, pero por el momento estábamos solos.

La tarde tocaba a su fin y había más gente en el puerto, pasadas las horas más calurosas del día. El
Manatí
estaba en el embarcadero de pesca, amarrado en un muelle junto a la flota pesquera nocturna, pero desde allí podíamos divisar la parte comercial del puerto, donde dos o tres galeones estaban siendo cargados y descargados. También había amarrados unos cuantos pequeños barcos de cabotaje.

Había también cuatro fragatas situadas un poco más lejos, en la bahía. Estaban ancladas y constituían la base de la ilota de superficie Vanari. Tres de ellas tenían las velas enrolladas y mostraban pocos signos de actividad, pero la cuarta estaba preparándose para partir de patrulla y varios hombres recorrían su cubierta.

Al ver cómo trabajaban con las velas era sencillo olvidar que había más tripulantes a bordo de aquella fragata que los que podían albergar tres o cuatro mantas. La flota Vanari contaba con miles de marinos, más que suficientes para sus propósitos.

Las observamos un momento, descansando entre cajón y cajón. Eran naves realmente hermosas, con sus altos mástiles, pintados del tono azul de la realeza, pero sabía por experiencia lo frágiles que resultaban en medio de las tormentas. Pertenecían a una época distinta que las mantas.

―Hoy usamos esos buques sólo para recorridos locales, pero en la antigüedad, siglos y siglos antes de que existiese ninguna manta, la gente navegaba con ellos alrededor del mundo. ¿Puedes imaginarlo? Debió de llevarles unos días recorrer Thetia...

―Meses y meses hasta cruzar de una costa a otra, confiando en el viento y en las corrientes ―añadió Vespasia―. Supongo que sería imposible tener nada bajo control durante esas distancias. Estarían bien para bordear la costa, teniendo cerca lugares de aprovisionamiento, pero emplearlos para cruzar tanto océano desierto... ¡Debía hacer falta coraje para viajar con ellos a los continentes!

Other books

End of the Line by Bianca D'Arc
The Zebra-Striped Hearse by Ross Macdonald
The Best of Edward Abbey by Edward Abbey
Under the Blood-Red Sun by Graham Salisbury
The Great Influenza by John M Barry
Porno by Irvine Welsh