―Ninguno en el que puedas suspender.
Se volvió para mirar la ciudad, con sus farolas, cúpulas y jardines bajo las estrellas que le daban su nombre oficial.
―Es curioso, ¿no crees? ―añadió―. Recibí en Tehama las enseñanzas de la Sombra y siempre creí que su magia era la más sencilla de todas. Y aunque ahora Tehama y Ukmadorian se han vuelto contra mí y soy consciente de que esa magia no es en realidad diferente de las demás, sigo sintiéndola como algo especial. Sigo prefiriendo la noche. Incluso aquí, con tantas luces.
―En la ciudad hay lugares donde la oscuridad es absoluta ―señaló Vespasia.
―¿Dónde?
―Bordeando la ladera más lejana de las colinas, junto a los acantilados de la costa norte. El terreno es demasiado escarpado para que alguien viva allí, de modo que es una especie de vasto jardín silvestre, con un par de ensenadas. No es en realidad tan silvestre ni desierto como los atolones del sur, ni como la extensa duna costera que abre el paso a los bosques en el noreste. Pero, para lo habitual en la Ciudadela, es oscuro.
―¿Nos llevarás allí?
―Será un placer ―respondió Vespasia―. Oscuridad para ti y un lugar para que Cathan y yo podamos nadar.
«Tendría que haber sido Palatina quien nos guiase», pensé en un rincón de mi mente y me sentí a punto de llorar. En otras circunstancias habría sido así. Pero ahora Palatina era emperatriz y tenía otras cosas de las que ocuparse. Me lo guardé para mí.
Recorrimos con lentitud el balcón del edificio de la Asamblea, atravesando luego los majestuosos pasillos internos y circundando el Praesidium. Cuatro siglos atrás, cuando no era mucho más que la ciudad de Selerian Alastre y una docena de poblados, Thetia había sido una república.
Pude sentir allí el peso del tiempo, la antigüedad de un edificio que, en muchos sentidos, seguía siendo el corazón de Thetia. Allí se había reunido la Asamblea durante unos setecientos años, sobreviviendo a tres incendios y un saqueo. Allí habían sido confirmados y aceptados por los presidentes de los clanes todos los emperadores y emperatrices hasta Eshar.
Se había vuelto poco más que un ritual, y Palatina decidió revivirlo, pero durante largo tiempo había significado mucho más. Pensé en la galería de estatuas del palacio, con efigies de cada uno de los emperadores mirándome. Siglos de malevolencia y odio. Sin importar lo que ocurriese en ese edificio de allí en adelante, nada me haría olvidar las cosas que había hecho mi familia.
Salimos entonces a una puerta lateral y bajamos los escalones hasta el vacío Octágono, cruzando ahora el corazón de una ciudad que volvía a estar en guerra y sobre la cual pendía la sombra de una cruzada.
Y a la que amenazaban las tormentas, incluso estando el cielo despejado.
Nos detuvimos en el centro del Octágono, junto a la enorme fuente, y nos sentamos en el borde de piedra, remojándonos un poco con agua para aliviar el calor nocturno. Dejé que el murmullo del agua me reconfortase y me recosté a lo largo con la mirada fija en el ciclo estival hasta que vi lo que buscaba. El veloz punto luminoso surcó el firmamento de norte a sur hasta que se perdió de vista detrás de una cúpula en una de las colinas.
Se lo señalé a Vespasia, que no lo había visto antes, y a Ravenna, que había estado conmigo cuando lo divisamos en el cielo nocturno de la isla de la Ciudadela, en el extremo sur. Le conté a las dos de qué se trataba, pues hasta entonces no había tenido oportunidad de hacerlo, y me alegró comprobar que ambas estaban de acuerdo. Esa noche, los tres observamos los ojos del Cielo.
Pero ese momento junto al mar no bastaba para levantarme el ánimo. Ni siquiera cambió mi humor cuando los tres caminamos hacia el puerto y Ravenna entrelazó sus dedos con los míos. No me apenaba que sólo Vespasia fuese testigo de nuestros sentimientos.
Yo sentía algo muy diferente. En aquella ciudad, en el centro del mundo, la historia nos rodeaba por todas partes. Y aunque Ravenna afirmó no percibir nada, sentí que nos escrutaban múltiples ojos. Ojos reprobadores, conscientes de lo que nos proponíamos, poniendo ceño y protestando por nuestro desafío a sus leyes y la amenaza a su existencia.
Ojos que no eran humanos, sino los de una herencia que todavía debíamos derrotar. Esos fantasmas que Salderis había bautizado y a los que Tanais aún personificaba llevando sobre su espalda el peso de la tradición del imperio thetiano. Espectros que ahora compartía con él la emperatriz.
Los Fantasmas del Paraíso.