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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

Crí­menes (18 page)

BOOK: Crí­menes
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—¿Vale lo mismo para la policía?

—Sobre todo para la policía y para el resto de las autoridades responsables de la aplicación de la ley. Estoy obligado a guardar silencio; de lo contrario, incurriría en un delito.

—De todos modos, no puedo contárselo —dijo.

De pronto se me ocurrió una idea.

—En el bufete hay un abogado que tiene una hija de cinco años. Hace poco estaba contándole algo a otra niña, las dos sentadas en el suelo. Es una niña muy activa y no paraba de hablar; y mientras hablaba se iba acercando cada vez más a su amiga. Estaba tan entusiasmada con su propia historia que hubo un momento en que por poco se sienta sobre la otra niña. Siguió con la cháchara hasta que al final no pudo resistirlo más: abrazó a su amiga y, de pura felicidad y excitación, la mordió en el cuello.

Me di cuenta de que iba obrando efecto en Patrik, que luchaba consigo mismo. Finalmente, dijo:

—Quería comérmela.

—¿A tu novia?

—Sí.

—¿Por qué?

—Usted no la conoce, debería haberle visto la espalda. Tiene los omóplatos acabados en punta, la piel blanca y tersa. La mía está llena de poros que casi parecen agujeros, pero la suya es compacta y lisa. Y cubierta por un vello rubio muy fino.

Traté de recordar la fotografía de la espalda que había visto en el sumario.

—¿Era la primera vez que sentías ese deseo? —pregunté.

—Sí. Bueno, hubo otra vez, pero no fue tan fuerte. Fue durante nuestras vacaciones en Tailandia, un día que estábamos en la playa. La mordí un poco demasiado fuerte.

—Y esta vez, ¿cómo querías hacerlo?

—No lo sé. Creo que sólo quería cortar un trocito.

—¿Alguna vez has tenido ganas de comerte a otra persona?

—No, claro que no. Me pasa con ella, sólo con ella. —Dio una calada—. ¿Estoy loco? No soy una especie de Hannibal Lecter, ¿verdad?

Tenía miedo de sí mismo.

—No, no lo eres. No soy médico, pero creo que te has dejado llevar demasiado por tu amor. Tú lo sabes, Patrik; es más: tú mismo lo dices. Creo que estás muy enfermo. Tienes que dejar que te ayuden. Y tienes que hacerlo pronto.

Existen distintas clases de canibalismo. Las personas se comen a otras personas por hambre, por cuestiones rituales o, como era el caso, por trastornos graves de la personalidad que a menudo cobran un marcado carácter sexual. Patrik creía que Hannibal Lecter era un invento de Hollywood, pero existe desde tiempos inmemoriales. En Estiria, en el siglo XVIII, Paul Reisinger se comió «seis corazones palpitantes de vírgenes» (creía que si se merendaba nueve se haría invisible). Peter Kürten se bebía la sangre de sus víctimas, Joachim Kroll se comió en los años setenta a por lo menos ocho personas a las que había matado, y Bernhard Oehme, en 1948, devoró a su propia hermana.

La historia del derecho está llena de ejemplos inverosímiles. Cuando Karl Denke fue detenido en 1924, hallaron en su cocina restos humanos de toda clase: trozos de carne en vinagre, un cubo repleto de huesos, ollas con grasa derretida y un saco con cientos de dientes. Llevaba unos tirantes fabricados con jirones de piel humana en los que podía distinguirse algún que otro pezón. A fecha de hoy se desconoce el número de sus víctimas.

—Patrik, ¿has oído hablar de un japonés llamado Issei Sagawa?

—No. ¿Quién es?

—Sagawa es hoy crítico gastronómico en Tokio.

—Ya, ¿y?

—En 1981 se comió a su novia en París. Dijo que la quería demasiado.

—¿Se la comió toda?

—Al menos algunos trozos.

—Y… —a Patrik le temblaba la voz— ¿dijo cómo fue?

—No recuerdo exactamente. Creo que dijo que sabía a atún.

—Ah…

—Los médicos de entonces le diagnosticaron un trastorno psicótico grave.

—¿Es lo que tengo yo?

—No lo sé con certeza, pero quiero que vayas a ver a un médico. —Encendí la luz—. Espera un momento, por favor, voy a buscarte el número del servicio de urgencias psiquiátricas. Si quieres, puedo llevarte en coche.

—No —dijo—. Antes me gustaría pensar.

—Yo no puedo obligarte. Pero, por favor, mañana a primera hora ven aquí al despacho. Te acompañaré a ver a un psiquiatra muy bueno.

Titubeó. Luego dijo que acudiría, y nos levantamos.

—¿Puedo preguntarle algo? —añadió. Y en voz muy baja—: ¿Qué pasa si no voy a un psiquiatra?

—Me temo que la cosa empeorará —respondí.

Volví a abrir la puerta del despacho para buscar el número de teléfono y dejar el cenicero. Cuando regresé al rellano, Patrik ya no estaba.

Al día siguiente no se presentó. Una semana más tarde recibí una carta de su madre con un cheque. Me retiraba la representación legal de su hijo, y como la carta también la firmaba Patrik, tenía validez. Llamé a Patrik, pero no quiso hablar conmigo. Finalmente, renuncié a su defensa.

Dos años más tarde, me hallaba en Zúrich dando una conferencia. Durante la pausa, se acercó a hablarme un abogado penalista ya mayor, de St. Gallen. Mencionó el nombre de Patrik y me preguntó si había sido mi cliente, que Patrik así lo había sugerido. Pregunté qué había pasado. Mi colega dijo:

—Patrik mató hace dos meses a una camarera, el motivo sigue siendo a fecha de hoy todo un misterio.

El etíope

El hombre pálido estaba sentado en medio del césped. Tenía un rostro singularmente asimétrico, orejas de soplillo y cabello pelirrojo. Tenía las piernas estiradas, las manos en el regazo, agarrando un fajo de billetes. Miraba fijamente una manzana que se estaba pudriendo a su lado. Observaba las hormigas, que arrancaban trocitos a mordiscos y los transportaban a otra parte.

Pasaban pocos minutos de las doce de uno de esos días terriblemente calurosos del verano berlinés en que nadie en su sano juicio pondría a esa hora los pies en la calle. La estrecha plaza había sido construida artificialmente por los urbanistas entre los rascacielos; los edificios de acero y cristal reflejaban el sol, y el calor abrasador se estancaba sobre el suelo. El sistema de aspersores estaba estropeado, la hierba se quemaría antes del anochecer.

Nadie reparó en el hombre, ni siquiera cuando saltó la sirena de la alarma del banco que había al otro lado de la calle. Los tres coches patrulla que llegaron poco después pasaron de largo a toda velocidad. Algunos policías se precipitaron en el banco, otros bloquearon el acceso a la plaza; cada vez llegaban más efectivos.

Una mujer vestida con traje chaqueta salió del banco acompañada de varios agentes. Se puso la mano a la altura de las cejas para protegerse del sol, oteó el césped y señaló finalmente hacia el hombre pálido. De inmediato, una oleada de uniformes verdes y azules formó en la dirección que señalaba la mano extendida. Dieron voces al hombre, alguno desenfundó el arma y le gritó que pusiera las manos en alto.

El hombre no reaccionó. Un suboficial que se había pasado toda la mañana en comisaría redactando informes y aburriéndose corrió hacia él; quería ser el primero. Se abalanzó sobre el hombre, le tiró del brazo derecho y se lo retorció a la espalda. Los billetes volaron por el aire, se gritaron órdenes que nadie obedeció y al cabo estaban todos alrededor de él recogiendo el dinero. El hombre estaba tumbado boca abajo; el policía le había hincado la rodilla en la espalda y le apretaba la cara contra el césped. La tierra estaba caliente. Por entre las botas, el hombre alcanzó a ver de nuevo la manzana. Las hormigas proseguían su labor, imperturbables. Inspiró el olor de la hierba, de la tierra y la manzana podrida. Cerró los ojos y estaba de nuevo en Etiopía.

~ ~ ~

Su vida había empezado como en una fábula terrible: fue abandonado. Una palangana de plástico verde apareció en los escalones de la casa parroquial de un pequeño municipio cercano a Giessen. El recién nacido descansaba sobre una manta apelmazada y presentaba síntomas de hipotermia. Quienquiera que lo hubiera abandonado, no le había dejado nada: ninguna carta, ninguna foto, ningún recuerdo. La palangana podía encontrarse en cualquier supermercado, la manta era propiedad del ejército.

El párroco informó inmediatamente a la policía, pero no dieron con la madre. El bebé ingresó en un hospicio y, a los tres meses, las autoridades permitieron la adopción.

Los Michalka, que no tenían hijos, lo adoptaron y lo bautizaron con el nombre de Frank Xaver. Eran gente taciturna, recia, campesinos dedicados al cultivo del lúpulo en una región apacible de la Alta Franconia; no tenían experiencia con niños. Su padre adoptivo solía decir:

—La vida no es una fiesta llena de piruletas. —Y sacaba su lengua azulada y se relamía.

Trataba personas, ganado y rodrigones de lúpulo con el mismo respeto e igual severidad. Se enfadaba con su esposa cuando ésta se mostraba demasiado blanda con el niño.

—Me lo estás echando a perder —decía, y pensaba en los pastores, que jamás acarician a sus perros.

En el parvulario se burlaban de él; empezó la escuela a los seis años. Nada le salía bien. Era feo, demasiado alto y, sobre todo, excesivamente revoltoso. Le costaba estudiar, su ortografía era un desastre, sacaba la peor nota en casi todas las asignaturas. Las niñas le tenían miedo o sentían repulsión por su aspecto. Era inseguro y, en consecuencia, un bocazas. Su cabello lo convertía en un marginado. La mayoría de la gente lo consideraba tonto, sólo su maestra de alemán decía de él que tenía otras aptitudes. A veces le encargaba pequeñas reparaciones en su casa, y fue ella quien le regaló su primera navaja. Por Navidad, Michalka la obsequió con un molino de viento tallado en madera. Si uno soplaba, las aspas se movían. La maestra se casó con un hombre de Núremberg y se fue del pueblo en las vacaciones de verano. No le había dicho nada al chico, y la siguiente vez que él fue a hacerle una visita, encontró el molino delante de la casa, en un contenedor de escombros.

Michalka repitió dos cursos. Cuando hubo terminado la primaria, abandonó la escuela y empezó la formación profesional de carpintero en la ciudad vecina. Por entonces ya nadie se burlaba de él, medía 1,97 de estatura. Si superó el examen oficial fue sólo gracias a que sobresalió en la parte práctica. Hizo el servicio militar en una unidad de telecomunicaciones, muy cerca de Núremberg. Se peleó con sus mandos y se pasó un día entero arrestado en el calabozo.

Después de licenciarse, viajó a Hamburgo en autostop. Había visto una película ambientada en la ciudad; había mujeres guapas, amplias avenidas, un puerto y una vida nocturna de verdad. Allí todo iba a mejorar; «en Hamburgo habita la libertad», había leído en alguna parte.

El propietario de una carpintería de obra en el barrio de Fuhlsbüttel le dio trabajo y le proporcionó una habitación en la nave industrial. La habitación estaba limpia, Michalka tenía buenas manos y estaban contentos con su trabajo. Aunque a menudo le faltaban los conceptos, entendía los dibujos técnicos, los corregía y era capaz de llevarlos a la práctica. Un día desapareció dinero de una taquilla y lo despidieron. Había sido el último en llegar y hasta entonces no se había producido ningún robo en la empresa. Dos semanas después, la policía encontró la caja del dinero en el piso de un toxicómano: Michalka no había tenido nada que ver.

En el Reeperbahn se encontró a un compañero del servicio militar, que le consiguió un trabajo de portero en un burdel. Michalka se convirtió en el chico para todo. Conoció los márgenes de la sociedad, proxenetas, usureros, prostitutas, toxicómanos, sicarios. Trató de mantenerse apartado lo mejor que pudo. Vivió dos años en un cuartucho oscuro situado en el sótano del burdel y se dio a la bebida. No soportaba la miseria que lo rodeaba. Las chicas del burdel lo apreciaban mucho y le contaban sus desdichas. No pudo con todo. Contrajo deudas con las personas equivocadas. Como no podía pagar, se incrementaron los intereses. Le dieron una paliza, lo dejaron tirado en un portal y fue detenido por la policía. Michalka sabía que, de seguir así, se arruinaría la vida.

Decidió probar suerte en el extranjero, el país era lo de menos. No se lo pensó dos veces y le cogió unas medias a una de las chicas del burdel. Entró en la caja de ahorros, se las puso en la cabeza tal como había visto en una película, amenazó a la cajera con una pistola de plástico y se hizo con un botín de 12.000 marcos. La policía cortó las calles y controló a todos los transeúntes, pero Michalka, casi en trance, había cogido el autobús que llevaba al aeropuerto. Compró un billete en clase turista a Adís Abeba porque creía que la ciudad estaba en Asia, muy lejos en cualquier caso. Nadie lo detuvo. Cuatro horas después del atraco, estaba sentado en el avión con una bolsa de plástico como único equipaje. Cuando el avión despegó, tuvo miedo.

Tras diez horas de vuelo, el primero en su vida, aterrizó en la capital de Etiopía. En el aeropuerto compró un visado de seis meses.

Cinco millones de habitantes, sesenta mil niños en las calles, prostitución, pequeña delincuencia, pobreza, infinidad de mendigos, tullidos mostrando sus discapacidades en las aceras a fin de inspirar lástima… A las tres semanas, Michalka lo tuvo claro: la miseria de Hamburgo y la miseria de Adís Abeba no se diferenciaban en nada. Se encontró a algunos alemanes, una colonia de fracasados. Las condiciones de salubridad eran pésimas; Michalka contrajo el tifus, tuvo fiebre, erupciones cutáneas y diarrea, hasta que un conocido hizo acudir a una especie de médico que le suministró antibióticos. De nuevo estaba acabado.

Por entonces se había convencido de que el mundo era un vertedero. No tenía amigos ni perspectivas de futuro, nada que pudiera retenerlo. Después de seis meses en Adís Abeba decidió poner fin a su vida, cometer suicidio premeditado. Eso sí: no quería morir rodeado de inmundicia. Le quedaban todavía cerca de 5.000 marcos. Tomó un tren con destino a Yibuti. Pasados unos kilómetros de Dire Daua, empezó su peregrinaje por las praderas. Durmió en el suelo o en pensiones de mala muerte; le picó un mosquito que lo infectó con la malaria. Cogió un autobús hacia la altiplanicie. La malaria se declaró de camino, le entraron escalofríos. Se bajó en algún punto del trayecto; confuso y enfermo, cruzó las plantaciones de café, el mundo se desvanecía ante sus ojos. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, entre árboles de café. Antes de perder la conciencia, su último pensamiento fue: «Todo esto ha sido una gran mierda.»

Despertó entre dos accesos de fiebre. Se dio cuenta de que yacía en una cama y de que a su alrededor había un médico y muchos desconocidos. Eran todos negros. Comprendió que esa gente estaba ayudándolo, y se dejó caer de nuevo en las pesadillas propias de la fiebre. La malaria era brutal. Allí, en la altiplanicie, no había mosquitos, pero la gente conocía bien la enfermedad y sabía cómo tratarla. El curioso forastero que había aparecido en el cafetal iba a sobrevivir.

BOOK: Crí­menes
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