Criadas y señoras (20 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Se pone en pie y por fin, durante un minuto, consigo relajarme. Dejo que me mire, como una tortura autoimpuesta, mientras me saluda.

—Stuart estudió en la Universidad de Alabama —dice William, y añade—: ¡Es todo un
Roll Tide!
[4]

—Encantado de conocerte. —Stuart me dirige una breve sonrisa y le da un trago tan largo a su bebida que oigo cómo los cubitos de hielo chocan con su dentadura. Luego, se dirige a William—: Bueno, ¿adonde vamos?

Montamos en el Oldsmobile de William para ir al hotel Robert E. Lee. Stuart me abre la puerta y se instala junto a mí en el asiento trasero, pero se inclina sobre el respaldo del conductor y se pasa el resto del trayecto charlando con William sobre la temporada de caza del ciervo.

Ya en el restaurante, retira la silla para que me siente y le doy las gracias.

—¿Quieres tomar una copa? —me pregunta, mirando en otra dirección.

—No, gracias, sólo agua, por favor.

Se gira hacia el camarero y pide:

—Un Old Kentucky doble sin hielo y una botella de agua.

Creo que es después de su quinto
bombón
cuando me decido a hablar:

—Hilly me ha dicho que te dedicas al negocio del petróleo. Debe de ser muy interesante...

—Se gana dinero, si eso es lo que te interesa saber.

—Oh, no era mi...

Me interrumpo porque veo que está estirando el cuello para mirar algo. Alzo la mirada y descubro que tiene los ojos clavados en una mujer que hay junto a la puerta, una rubia tetuda que lleva un pintalabios muy rojo y un ajustadísimo vestido verde.

William se gira para ver qué está mirando Stuart, pero se da la vuelta rápidamente con cara de circunstancias. Hace un gesto muy ligero de reprobación con la cabeza a Stuart, y entonces veo al ex novio de Hilly, Johnny Foote, coger del brazo a la mujer y dirigirse hacia la salida. Me imagino que esa rubia debe de ser Celia, su nueva esposa. Cuando se marchan, William y yo cruzamos una mirada cómplice, aliviados porque Hilly no se haya dado cuenta de su presencia.

—¡Demonios! ¡Esa tía estaba más buena que el pan! —dice Stuart con la respiración acelerada.

Supongo que es en ese momento cuando lo que pueda ocurrir esta noche deja de preocuparme.

Un poco más tarde, Hilly cruza una mirada conmigo para ver cómo van las cosas. Sonrío como si todo marchara bien y ella me devuelve el gesto, feliz al comprobar que las cosas van sobre ruedas.

—¡William! Acaba de entrar el vicegobernador. Vamos a saludarle antes de que se siente —dice Hilly de repente.

Se marchan los dos, dejándonos solos. Un par de tortolitos sentados en el mismo lado de la mesa, mirando al resto de felices parejitas del restaurante.

—Entonces —me dice, sin girar apenas la cabeza hacia mí—, ¿has ido alguna vez a ver un partido de fútbol del equipo de Alabama?

Nunca he pisado el estadio de Colonel Field, que queda a medio kilómetro de mi casa.

—Pues no. La verdad es que no me gusta mucho el fútbol.

Miro el reloj. Apenas son las siete y cuarto.

—¡Vaya! —exclama y contempla la bebida que le sirve el camarero como si le apeteciera tomársela de un trago—. Entonces, ¿a qué te dedicas en tu tiempo libre?

—Escribo... una columna sobre consejos del hogar en el
Jackson Journal.

Arruga el entrecejo y suelta una carcajada.

—¿Consejos del hogar? ¿Te refieres a cosas de amas de casa?

Asiento con la cabeza.

—¡Jesús! —Remueve su bebida—. No se me ocurre nada más aburrido que leer una columna sobre cómo limpiar la casa... —reflexiona, y me doy cuenta de que tiene un diente un poquitín torcido. Me encantaría comentarle ese defecto, pero termina su frase añadiendo—: Bueno, sí que hay algo más aburrido que leerla: escribirla.

Lo observo mientras sigue hablando:

—Me suena a treta, a truco para encontrar marido. Hacerse experta en «consejos del hogar».

—¡Vaya, sin duda eres un genio! Has descubierto todo mi plan.

—¿Acaso no es eso a lo que os dedicáis todas las mujeres de la Universidad de Misisipi? ¿A la caza profesional de esposo?

Lo contemplo estupefacta. Es cierto que hace un siglo que no salgo con un hombre, pero ¿quién se cree este tipo que es?

—Perdona la indiscreción —le corto—. ¿Tú te diste un golpe en la cabeza de pequeño y te quedaste bobo?

Me mira sorprendido y sonríe por primera vez en toda la noche.

—Ya sé que no te interesa —prosigo—, pero si quiero llegar a ser periodista tengo que hacer este tipo de preguntas.

Creo que con esto le he dejado impresionado, pero vacía su copa y su rostro recupera el temple.

Continuamos cenando y, al mirar su perfil, puedo ver que tiene la nariz un poco afilada, las cejas muy espesas y un pelo castaño demasiado áspero. No hablamos mucho, por lo menos el uno con el otro. Hilly parlotea sin parar, soltando de vez en cuando alguna indirecta, como por ejemplo: «Stuart, ¿sabes que Skeeter vive en una plantación al norte de la ciudad? Tu padre, el señor senador, creció también en una plantación de cacahuete, ¿verdad?».

Stuart pide otra copa.

Llegado un momento, Hilly y yo vamos juntas al baño y me sonríe esperanzada.

—¿Qué te parece?

—Que es... alto —contesto, sorprendida de que no se haya dado cuenta de que mi acompañante no sólo es extremadamente grosero, sino que está borracho como una cuba.

Por fin termina la cena y William y él se reparten la cuenta. Se levanta y me ayuda con la chaqueta, demostrando por fin un poco de cortesía.

—¡Jesús! Nunca había conocido a una mujer con los brazos tan largos —dice.

—Ni yo a un hombre con un problema tan grave de alcoholismo.

—Tu chaqueta huele a... —Se inclina, la olisquea y hace un gesto de asco—. ¡Abono!

Se dirige dando zancadas al cuarto de baño y deseo que me trague la tierra.

El trayecto de regreso, de apenas tres minutos, transcurre en un silencio total y se me hace muy largo.

Entramos en casa de Hilly. Yule May aparece con su uniforme blanco y dice:

—Los niños están bien, señora. Ya se fueron a
dormí.

Dicho esto, se retira por la puerta de la cocina. Me excuso y voy al baño.

—Skeeter, ¿te importaría acercar a Stuart a su casa? —me pide William cuando vuelvo a la sala—. Es que estoy hecho polvo. ¿Tú también, Hilly?

Hilly me mira intentando adivinar qué me apetece hacer. Creo que lo he dejado suficientemente claro después de pasarme diez minutos en el cuarto de baño.

—¿No... ha traído su coche? —pregunto haciéndome la tonta delante de Stuart.

—Creo que mi primo no está en condiciones de conducir —aclara William entre risas.

De nuevo se hace el silencio.

—Es que he venido en la camioneta. No creo que...

—¡Demonios! —dice William, palmeando la espalda de Stuart—. A Stuart no le importa montar en una camioneta, ¿verdad, hombre?

—William —interviene Hilly—, ¿por qué no conduces tú y que Skeeter os acompañe?

—No creo que pueda. Estoy bastante borracho yo también —dice William, aunque es él quien nos acaba de traer a casa.

Al fin salgo de su casa y Stuart me sigue. No dice nada ante el hecho de que no haya aparcado enfrente de casa de Hilly ni en su callejón. Cuando llegamos a la camioneta, nos detenemos y contemplamos el tractor de cinco metros de largo que llevo enganchado al remolque.

—¿Has traído hasta aquí esa cosa?

Suspiro. Está claro que soy muy alta y que nunca me he sentido muy femenina ni cursi, pero este tractor es demasiado.

—¡Joder! Esto es lo más divertido que he visto nunca.

Me separo de él.

—Hilly puede acercarte a casa. Que te lleve ella.

Se gira y me mira a la cara por primera vez en toda la noche. Tras un buen rato de sentirme observada, se me llenan los ojos de lágrimas. Me siento agotada.

—Oh, mierda —dice, hundiendo los hombros y acercándose a mí—. Mira, le dije a Hilly que no estaba listo para una maldita cita.

—No se te ocurra... —digo, y me aparto más de él para regresar luego a casa de Hilly.

El domingo por la mañana me levanto muy temprano, antes que Hilly y William, antes que los niños y antes de que empiece el tráfico de feligreses que se dirigen a misa. Conduzco a casa con el tractor retumbando detrás de mí. El olor del fertilizante me produce una sensación de resaca, aunque ayer sólo bebí agua.

La noche anterior regresé a casa de Hilly con Stuart arrastrándose detrás de mí. Llamé a la puerta del dormitorio de mi amiga y le pedí a William, que ya tenía la boca llena de dentífrico, si no le importaba llevar a Stuart a su casa. Antes incluso de que respondiera, subí a la habitación de invitados.

Cuando llego a casa, paso junto a los perros de Padre en el porche. Dentro, veo a Madre en la sala de estar y le doy un abrazo. Cuando intenta separarse de mis brazos, no la dejo.

—¿Qué pasa, Skeeter? Espero que Hilly no te haya pasado su dolor de estómago.

—No, estoy bien.

Me gustaría poder contarle lo que me pasó anoche. Me siento culpable por no ser más amable con ella, por no sentir que la necesito hasta que me van mal las cosas. ¡Ojalá Constantine estuviera aquí!

Madre sonríe y me retoca el pelo. El viento lo ha revuelto y debo de parecer cinco centímetros más alta.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí, mamá.

Estoy muy cansada para resistir. Me duele el estómago como si me hubieran dado una patada en la tripa, y no se me pasa.

—¿Sabes? —me comenta sonriente—, creo que esta chica va a ser la definitiva para Carlton.

—Qué bien, mamá. Me alegro por él.

El día siguiente, lunes, a las once de la mañana, suena el teléfono. Por suerte, estoy en la cocina y soy la primera en llegar al aparato.

—¿Miss Skeeter?

Me quedo helada, sin mover un músculo. Miro a Madre, que está consultando su talonario en la mesa del comedor, y a Pascagoula, que en ese momento saca un asado del horno. Me meto en la despensa y cierro la puerta.

—¿Aibileen? —susurro.

Permanece callada durante un segundo, y después me suelta de repente:

—¿Qué... qué pasaría si no le gustan las cosas que voy a contarle? Me refiero... a lo que pueda contarle sobre... sobre los blancos.

—Bueno, yo... no se trata de lo que yo opine. Lo que yo piense no importa.

—Pero ¿cómo sé que no se va a
enfadá
y va a
utilizá
lo que le cuente contra mí?

—No sé... supongo que tendrás que confiar en mí —contesto, y contengo el aliento, esperando su respuesta con esperanza.

Tras una larga pausa, Aibileen dice:

—¡Que el
Señó
se apiade de mí! Está bien, lo haré.

—Aibileen... —El corazón me late acelerado—. No te puedes imaginar lo mucho que aprecio...

—Miss Skeeter, hay que
tené
mucho
cuidao.

—Lo tendremos, te lo prometo.

—Y va a
tené
que
cambiá
mi nombre. El mío, el de Miss Leefolt y los de
tol
mundo.

—Por supuesto. —Debería habérselo propuesto antes—. ¿Cuándo podemos vernos? ¿Y dónde?

—En el barrio blanco no
pué se,
eso seguro. A ver... tendremos que hacerlo en mi casa.

—¿Sabes de otras criadas que pudieran estar interesadas? —le pregunto, aunque Miss Stein sólo me ha dicho que iba a leer una entrevista, pero debo estar preparada en caso de que le guste lo que le envíe.

—Supongo que podría preguntarle a Minny —dice Aibileen tras un momento de silencio—, aunque no le hace mucha
grasia hablá
con blancos.

—¿Minny? ¿Te refieres a... esa que servía en casa de Miss Walter? —digo, consciente de repente de lo incestuoso que se está volviendo este asunto. No sólo voy a estar fisgoneando en la vida de Elizabeth, sino también en la de Hilly.

—Minny tiene unas
güenas
historias
pa contá,
se lo aseguro.

—Aibileen, gracias, muchas gracias.

—De
na,
señorita.

—Sólo... me gustaría preguntarte una cosa: ¿qué te ha hecho cambiar de idea?

Aibileen ni tan siquiera se lo piensa y me contesta:

—Miss Hilly.

Me quedo en silencio, pensando en Hilly, en su iniciativa de los retretes para negros, en cómo acusó a su criada de robarle, en sus comentarios sobre las enfermedades de la gente de color... Repito para mis adentros el nombre de mi amiga, que me resulta desagradable y amargo como una nuez pocha.

Minny

Capítulo 10

Me dirijo al trabajo con una idea rondándome la cabeza. Hoy es 1 de diciembre y, mientras el resto de Estados Unidos se dedica a quitarle el polvo a las figuritas del belén y a sacar sus roñosos calcetines viejos del armario, yo espero la llegada de un hombre que no es Santa Claus ni el Niño Jesús. No, se trata del señor Johnny Foote Jr., quien en Nochebuena va a enterarse de que Minny Jackson trabaja de sirvienta en su casa.

Espero la llegada del día 24 como si fuera la fecha de una citación judicial. No tengo ni idea de lo que va a hacer Mister Johnny cuando descubra que estoy trabajando en su casa. Igual dice: «¡Muy bien! ¡Ven cuando quieras a limpiarnos la cocina! ¡Toma algo de dinero!». Pero no soy tan tonta, hay algo que huele mal en la forma en que su mujer mantiene en secreto mi existencia. No creo que sea un blanquito sonriente que vaya a subirme el sueldo. Lo más probable es que el día de Navidad me quede sin trabajo.

Esta incertidumbre me está matando, pero lo único que tengo seguro es que hace ya un mes decidí que hay formas más dignas de morir que de un ataque al corazón en cuclillas sobre la taza del retrete de una blanquita. Además, aquella vez ni tan siquiera era Mister Johnny el que se presentó en casa, sino el maldito cobrador de la electricidad.

Cuando se me pasó aquel susto no me sentí muy aliviada. Lo que más me preocupó fue la reacción de Miss Celia, pues cuando regresamos a la clase de cocina, la mujer aún tenía tales temblores que no era capaz de medir la sal en una cuchara.

Llega el lunes y no puedo dejar de pensar en Robert, el nieto de Louvenia Brown. El pasado fin de semana salió del hospital y, como sus padres están muertos, se ha ido a vivir con su abuela. Anoche me pasé a visitarles y les llevé una tarta de caramelo. Robert tenía el brazo escayolado y los ojos vendados. «Ay, Louvenia» es lo único que acerté a decir cuando lo vi. El muchacho estaba dormido en el sofá. Le habían afeitado media cabeza para operarlo. Louvenia, a pesar de todos sus problemas, me preguntó qué tal estaban todos y cada uno de los miembros de mi familia. Cuando su nieto empezó a desperezarse, me pidió que me marchara porque Robert suele despertarse entre gritos, asustado y recordando todo el rato que se ha quedado ciego, y quería evitarme presenciar ese momento tan duro. No puedo dejar de pensar en ello.

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