El Gran Rey y yo trabajamos durante tres días y tres noches para redactar la autobiografía oficial. Cuando terminamos, se enviaron copias a todas las ciudades del imperio, como expresión visible de la voluntad y el carácter del soberano. Jerjes describía en primera persona su progenie, sus logros y sus intenciones. Esa parte final revestía particular importancia, puesto que el testamento personal del Gran Rey se podía usar en la corte como un complemento del código oficial.
La forma de trabajar era la siguiente: Jerjes me explicaba qué quería decir. Yo tomaba notas. Cuando estaba listo para dictar, llamaba a mis secretarios. Yo dictaba en persa, pero mis palabras eran traducidas simultáneamente al elamita, al acadio y al arameo, las tres lenguas escritas de la cancillería. Siempre me ha maravillado la rapidez con que los secretarios de la cancillería podían traducir frases persas a otras lenguas. En aquellos tiempos, rara vez se escribía en persa. Y posteriormente se harían traducciones al griego, al egipcio y al indio.
Una vez terminada la obra, se la leían a Jerjes en las tres lenguas. Él escuchaba atentamente y luego introducía cambios y aclaraciones. En última instancia, la tarea más importante de un Gran Rey consiste en escuchar cada palabra de un texto de la cancillería. Al comienzo de su reinado, Jerjes examinaba cuidadosamente todo texto redactado en su nombre para asegurarse de que reproducía fielmente su pensamiento. Al final, sólo oía música y los chismes del harén.
La noche del tercer día, los secretarios leyeron la versión corregida, y Jerjes aplicó personalmente su sello al texto en tres lenguas. Creo que, en general, nuestro trabajo era superior al informe vanidoso y poco exacto de Darío sobre su usurpación.
Cuando Aspamitres y los secretarios se retiraron, Jerjes dio una palmada. El copero apareció como un fugaz fantasma. Sirvió el vino, bebió de la copa de Jerjes, y partió tan raudamente como había venido. A Jerjes siempre le divertía este ritual.
—Todo el mundo piensa que si el vino está emponzoñado, el copero caerá muerto en el acto. ¿Y si fuera un veneno lento? Tanto él como yo podríamos tardar meses en morir.
—¿Eso se hace para evitar que el copero envenene al soberano?
—Sí, si no dispone de un antídoto. Pero un asesino hábil podría matarnos sin que nadie se enterara. —Jerjes sonrió—. Recuerda cómo puede matar Lais con sus pociones tracias.
Me embarazaban las referencias a la reputación de Lais como bruja y envenenadora. No sé de nadie a quien haya matado personalmente. Pero sé que preparaba compuestos para Atosa, y no es un secreto que si una dama del harén disgustaba a la reina, más tarde o más temprano sufría alguna misteriosa enfermedad mortal.
—Es extraño estar aquí. —Jerjes parecía inesperadamente melancólico—. Nunca creí que llegara a ocurrir.
—Pero era evidente que Darío se estaba muriendo.
—Por supuesto. No creía, sin embargo, que él… —Jerjes hacia girar su copa roja y negra entre las manos, como un alfarero de Samos—. Soy demasiado viejo.
Lo miré sorprendido, sin poder contestar.
Jerjes se quitó su pesado collar de oro y lo dejó caer sobre la mesa de cedro. Ociosamente se rascó.
—Soy demasiado viejo para… —Se interrumpió. No hablaba conmigo sino consigo mismo—. No he tenido victorias. Es decir, victorias reales. —Hizo tamborilear los dedos sobre su copia de nuestra obra—. He reprimido revueltas. Pero no he agregado un solo puñado de tierra al reino de mi padre. Todo lo que he hecho ha sido construir.
—Eres el constructor más grande que ha existido —dije. No era exagerado. Creo que Jerjes es… fue… no; es el más importante creador de edificios y ciudades que haya habido nunca, aun recordando a esos provincianos que construyeron hace tantos años los aburridos obeliscos y pirámides de Egipto.
—¿Tiene eso alguna importancia? —Nunca había visto a Jerjes tan desanimado. Era como si la posesión de todas esas tierras no le inspirara alegría, sino dolor y preocupación—. Tengo la sensación de haber dilapidado totalmente mi vida. Me he limitado a esperar y esperar, y ahora tengo treinta y cinco años y…
—Eso no es ser viejo. Y piensa en Mardonio.
—Ya lo he hecho. —Jerjes sonrió—. Vacila, como un anciano. No; esto… —con un rápido gesto Jerjes dibujó en el aire la corona— debería haber llegado hace diez años, cuando tenía la misma edad de Darío en el momento en que mató al Gran Rey.
—¿Al Gran Rey? —Miré con sorpresa a Jerjes—. ¿Quieres decir al usurpador Gaumata?
—Quiero decir al Gran Rey. —Jerjes concluyó su copa de vino y secó sus labios con la manga bordada—. ¿No lo sabías?
Negué con la cabeza.
—Pensaba que sí. Creía que Atosa se lo había dicho a Lais. Sin duda, tu madre es más discreta que la mía. De todos modos, ya es hora de que conozcas el sangriento secreto de la familia.
Con frecuencia, el príncipe que confía un secreto decreta simultáneamente la pena de muerte a quien lo escucha. Sentí frío. No quería escuchar lo que escuché. Pero no podía evitarlo. Jerjes estaba ansioso por que yo supiera lo que, en aquel momento, apenas un puñado de personas conocía.
—Darío no fue nunca un aqueménida. Estaba emparentado lejanamente con la familia, como todos los jefes de clan. Cuando Cambises se dirigió a Egipto, designó regente a su hermano Mardos. Se resolvió que, si a Cambises le ocurría algo, Mardos sería el Gran Rey. Cambises fue envenenado en Egipto. No sé por quién. Cambises mismo creyó que los responsables eran los sacerdotes locales. El veneno era de acción lenta. Sufrió terriblemente. A veces parecía trastornado, pero luego volvía en sí y estaba totalmente lúcido. —Jerjes se detuvo. Frotaba ociosamente el collar de oro con el pulgar—. A pesar de lo que nos han enseñado, Cambises fue un soberano tan grande como su padre Ciro.
Escuché, sin poder casi respirar.
—Cuando llegó a Susa la noticia de que Cambises estaba enfermo, Mardos se consagró Gran Rey. Cambises se enteró, denunció a su hermano e inició el regreso. En el camino, Cambises fue nuevamente envenenado, esta vez por alguien muy próximo. Se dijo, como debes recordar, que se cortó con su propia espada. Creo que esa parte de la historia oficial es cierta. Pero la espada había sido untada con el veneno fatal, y Cambises murió. Mardos pasó a ser, entonces, el legítimo Gran Rey, sin ningún rival. Era muy popular.
»Empezaron a correr rumores. Se decía que Mardos no era el verdadero Mardos; que éste había sido asesinado por un par de Magos, dos hermanos, y que uno de ellos, Gaumata, personificaba al muerto. Como todo el mundo sabe, Darío y Los Seis mataron al falso Mardos, y Darío se convirtió en Gran Rey. Luego Darío se casó con Atosa, hija de Ciro, mujer y hermana de Cambises, y también mujer y hermana del supuesto seudo-Mardos. Luego, Darío nombró legítimo sucesor de los aqueménidas a su hijo, es decir, a mí.
Jerjes dio una palmada. Apareció el copero. Si había oído algo, no lo demostró. Tampoco se habría atrevido.
Cuando se marchó, hice la pregunta obvia.
—¿A quién mató Darío?
—Mi padre mató al Gran Rey Mardos, hermano de Cambises e hijo de Ciro.
—Pero sin duda Darío creyó matar al Mago Gaumata…
Jerjes movió la cabeza.
—No había ningún Mago. Sólo estaba el Gran Rey, y Darío lo mató.
En silencio, bebimos vino.
—¿Quién —pregunté, aunque conocía la respuesta— envenenó la espada de Cambises?
—El escudero del Gran Rey —respondió Jerjes, sin particular emoción—. Darío, hijo de Hystaspes. —Jerjes se irguió—. Ahora lo sabes.
—No quería saberlo, señor.
—Pero así es. —Nuevamente percibí la tristeza de Jerjes—. Y sabes que soy quien soy porque mi padre mató a mis dos tíos.
—¿De qué otro modo se conquista el trono? —dije—. Ciro mató a su suegro y…
—Eso fue en la guerra. Pero lo que te he contado es indigno. De modo traicionero, y sin otro motivo que elevarse, un miembro de los clanes persas mata a los caudillos de su propio clan. —Jerjes sonrió con los labios cerrados—. Cuando me hablaste de esos dos reyes indios asesinados por sus hijos, pensé en mi padre. Me dije: pues bien, no somos muy distintos. También nosotros somos arios. Pero no debemos ignorar, como tampoco esos indios, que quien rompe la más sagrada de las leyes, así como sus descendientes, queda maldito.
Jerjes creía firmemente que sería castigado por las acciones de su padre. Yo no estaba de acuerdo. Le respondí que si él seguía el camino de la Verdad, al Sabio Señor no le importaría que su padre hubiese seguido a la Mentira. Pero Jerjes estaba habitado por los demonios y las oscuras potencias que mi abuelo había intentado desterrar del mundo. Jerjes pensaba que el hijo debía pagar con su sangre lo que el padre no había sido obligado a pagar. Más tarde o más temprano, creía, los viejos dioses vengarían la muerte de dos Grandes Reyes; y sólo la sangre sagrada puede lavar las manchas de sangre sagrada.
—¿Hystaspes lo sabía?
—Sí. Y estaba horrorizado. Esperaba expiar el crimen de Darío entregándose a Zoroastro. Pero eso no es posible, ¿verdad?
—No —respondí, demasiado atontado para poder ofrecer consuelo—. Sólo el mismo Darío podría haberlo hecho, con la ayuda del Sabio Señor.
—Eso me parecía.
Jerjes dio vuelta a su copa sobre la mesa. Había acabado el vino. Estaba perfectamente sobrio.
—De modo que hay sangre en mi trono. Atosa considera que es normal. Pero ella es mitad meda; no piensa como nosotros acerca de estas cosas.
—¿Cuándo has sabido todo esto?
—De niño. En el harén. Los viejos eunucos murmuraban. Yo escuchaba. Por fin, le pregunté a Atosa. Al comienzo mintió. Pero insistí. «Si no sé la verdad —le dije— ¿cómo podré apoderarme de la terrible gloria real?» Entonces me lo dijo. Es una mujer feroz. Pero no necesito decírtelo. Te ha salvado la vida. Y también me ha salvado la vida, y me ha puesto en el trono.
—¿Cómo logró salvar su propia vida? —pregunté.
—Con astucia —respondió Jerjes—. Cuando Darío mató a Mardos, en seguida hizo llamar a Atosa. Pensaba matarla, porque sólo ella sabia con certeza que la persona asesinada era realmente su esposo y hermano, el verdadero Mardos.
—¿No lo sabía también el resto del harén?
—¿Cómo hubieran podido? Cuando Cambises vivía, su hermano Mardos era el regente. Un regente no se apodera del harén de su hermano. Pero cuando se supo que Cambises había muerto, Mardos se casó de inmediato con Atosa, con gran satisfacción por parte de ella, porque Mardos era su hermano favorito. Un año más tarde, Darío llegó a Susa y difundió el rumor de que Mardos no era Mardos, sino un impostor. Mató al supuesto impostor, y sólo quedaba en la tierra una persona que sabía la verdad. Atosa.
He oído tres versiones de lo ocurrido a partir de ese momento: las de Atosa, Lais y Jerjes. Varían un poco, pero el sentido general es el siguiente:
Cuando Darío visitó a Atosa en el harén, la halló sentada ante la estatua de tamaño natural de Ciro el Grande. Ella llevaba la diadema real en la frente. Estaba por completo serena, o al menos daba esa impresión. Con un gesto, despidió a sus sirvientes. Y luego, como una cobra de la India, atacó la primera.
—Has matado a mi esposo y hermano, el Gran Rey Cambises.
Cogió a Darío totalmente por sorpresa. Él esperaba que Atosa se echara a sus pies, suplicando por su vida.
—Cambises ha muerto de una herida —respondió Darío, poniéndose a la defensiva, un error que jamás habría cometido en la guerra—. Una herida que se hizo él mismo, por accidente.
—Tú eras el amigo del rey y escudero suyo. Tú habías emponzoñado la punta de la espada.
—Que tú lo digas no lo convierte en verdad —respondió Darío, recobrándose—. Cambises ha muerto. Esto es un hecho. No es asunto tuyo cómo ha muerto.
—Lo que concierne a los aqueménidas me concierne, porque soy la última de ellos. Tengo pruebas de que has matado a mi esposo y hermano, el Gran Rey Cambises.
—¿Cuál es la prueba?
—No me interrumpas —silbó Atosa. Cuando quería, podía asumir el tono de una verdadera pitonisa—. Soy reina y aqueménida. Y sé que has matado también a mi esposo y hermano, el Gran Rey Mardos.
Darío dio un paso atrás y se detuvo.
—Era tu marido, pero no tu hermano. Era un Mago llamado Gaumata.
—Era tan Mago como tú. Era un aqueménida; tú no lo eres ni lo serás nunca.
—Soy el Gran Rey. Soy aqueménida. —Darío colocó su silla de marfil entre la reina y él, según la versión de Atosa—. He matado a un Mago, impostor y usurpador…
—Tú eres el usurpador, Darío, hijo de Hystaspes. Con una palabra mía a los clanes, toda Persia se levantará en rebeldía.
Esto devolvió la cordura a Darío. Apartó la silla y se acercó a la reina.
—No dirás esa palabra —le dijo—. ¿Comprendes? Porque si alguien prefiere creer que el Mago era en realidad Mardos, morirá.
—Sigue adelante, pequeño aventurero. Mátame y luego verás lo que ocurre. —Atosa lo miró con su sonrisa más encantadora. Debía de ser una bella sonrisa en aquel tiempo. Y en ese momento, Atosa se sintió inusitadamente atraída por el usurpador de pelo rojizo y ojos azules, según le dijo a Lais. El hecho de que Darío y ella tuvieran la misma edad acrecentaba esa inesperada lujuria.
Y Atosa hizo entonces el movimiento más osado de su vida.
—He despachado agentes a Babilonia, Sardis y Ecbatana. Si muero, revelarán a los comandantes militares de nuestras ciudades leales que Darío ha cometido dos regicidios. Cambises era admirado; Mardos, amado. Recuerda que eran los últimos hijos de Ciro el Grande. Las ciudades se rebelarán, te lo aseguro. Tú eres solamente un joven atrevido. Todavía…
Ese «todavía» fue el comienzo de un elaborado tratado de paz, cuya principal condición fue propuesta por Atosa. Si Darío se casaba con ella, y designaba heredero a su primer hijo, reconocería que el muerto era un Mago a quien se había visto forzada a aceptar como marido. Aunque hubo mutuas concesiones, el articulo principal del tratado fue respetado por ambas partes.
Demócrito quiere saber si realmente Atosa había enviado esos agentes a Babilonia y a las demás ciudades. Por supuesto que no. Atosa nunca era más espléndida que cuando improvisaba con un buen motivo. ¿Si Darío le creyó? No lo sabremos nunca. Pero, a causa de esa treta de Atosa, Darío admiró —y temió— siempre a Atosa. Durante los treinta y seis años siguientes hizo lo posible por apartarla del gobierno; en algunas ocasiones logró cierto éxito. Por su parte, Atosa fue feliz con el joven regicida. Sin duda veía en él a un magnifico administrador del imperio de su padre. El resultado de ese tratado, tan manchado de sangre, fue Jerjes. Pero, infortunadamente, él pertenecía a esa clase de hombres que percibe la necesidad del equilibrio final de las cosas: como Darío no había purgado sus crímenes, su hijo debía pagar por ellos.