Creación (56 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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Mardonio quería una última guerra griega; Jerjes, una victoria en cualquier parte. Mardonio tentaba a Jerjes con la gloria. Juntos conquistarían Grecia. Jerjes sería el comandante en jefe, Mardonio el segundo. Como no se hablaba de la India, yo estaba excluido de los consejos. No me disgustaba. Yo siempre había desaprobado las guerras griegas, porque conocía a los griegos. Jerjes no los conocía.

Tengo la impresión de que Darío deseaba la paz. Aunque en su momento se había enfadado con Datis por su fracaso en Atenas, ciertamente no volvió a pensar en el asunto. En realidad, Darío jamás tomó en serio a Atenas ni a ninguna otra ciudad griega. Era natural: los líderes griegos venían a Susa constantemente a pedir ayuda para traicionar a sus ciudades nativas. Darío admiraba a los griegos como soldados, pero le hartaban sus disputas internas. Finalmente dijo:

—Dos campañas son suficientes.

La primera había sido un éxito poco importante; la segunda no había arrojado un resultado concreto y, además, había costado mucho. No hacía falta una tercera campaña.

Eso no detuvo a Mardonio. Presionó a todo el mundo, incluida Atosa, quien finalmente aceptó que había llegado el momento de que Jerjes saliera al campo de batalla. El retiro de Artobazanes hizo mucho por aplacar sus temores; Jerjes, al parecer, no tenía rivales. Estas presiones combinadas sobre Darío estaban destinadas a tener un desastroso éxito.

El Gran Rey nos reunió en el salón de las setenta y dos columnas, en Susa. Aunque yo no presentía que aquélla pudiera ser la última aparición de Darío en público, recuerdo haber reflexionado acerca del cambio experimentado por el joven y vigoroso conquistador que yo había visto por vez primera en el mismo lugar. Allí donde un león se había movido entre nosotros, un frágil anciano trepaba ahora al trono. El Gran Rey tenía sesenta y cuatro años.

Demócrito quiere saber qué edad tenía Jerjes en aquel momento. Jerjes, Mardonio y yo teníamos treinta y cuatro años. Herodoto afirma que Jerjes sólo tenía dieciocho. Esto es lo que se llama historia. Aunque nuestra juventud nos había abandonado, la ancianidad estaba tan lejos de nosotros como la infancia.

Mientras Jerjes ayudaba a su padre a subir al alto trono de oro, todas las miradas estaban clavadas en el desfalleciente soberano y en el sucesor. Darío llevaba la puntiaguda corona de guerra. Con la mano derecha aferraba el cetro de oro. Con toda la discreción posible, Jerjes cogió el brazo inútil de su padre y lo apoyó en el brazo del trono.

Jerjes descendió.

—¡El rey de reyes! —exclamó, en una voz que recorrió todo el salón—. ¡El Aqueménida!

Todos permanecíamos de pie, con las manos en las mangas. Mirando la primera fila de jóvenes príncipes y nobles, pensé en Jerjes, en Mardonio, en Milo, en mí mismo, años atrás. Ahora un nuevo grupo de nobles nos reemplazaba, así como Jerjes reemplazaría en breve a la disminuida figura del trono. Nada recuerda tanto el paso imparcial del tiempo como la inmutable corte de Persia.

Cuando Darío habló, la voz sonó débil pero bien timbrada.

—El Sabio Señor exige el castigo de los atenienses que han incendiado nuestros templos sagrados en Sardis.

Era la fórmula que usaba la cancillería para justificar una expedición contra los griegos occidentales. Discutí más de una vez con el chambelán por este motivo. También hablé con Jerjes. Hice todo lo posible para conseguir que se modificara la fórmula, pero la cancillería es como esa montaña del proverbio, que no se mueve. Cuando dije que al Sabio Señor seguramente le encantaba que esos templos hubiesen sido destruidos, por los griegos o por quien fuese, nadie prestó la más mínima atención. Tampoco tuve el apoyo de la comunidad zoroastriana. Para no perder sus privilegios en la corte, preferían, y aún hoy prefieren, ser los más ignorados. Hace largo tiempo que olvidaron la orden de convertir a todos aquellos que siguen a la Mentira. Para ser honesto, también yo lo he hecho. Sólo la comunidad de Bactra es todavía relativamente pura y militante.

—Hemos ordenado la construcción de seiscientas trirremes. Hemos levado tropas en todos los puntos del imperio. Hemos aumentado el tributo que deben pagar las satrapías.

Darío señaló con el cetro a Baradkama, que leyó la lista de los nuevos impuestos. Había suaves suspiros en el salón, cuando los allí presentes escuchaban los aumentos que afectaban a sus propiedades. Aunque los clanes persas están exentos de toda clase de impuestos, se espera que proporcionen el núcleo del ejército persa. En cierto sentido, quienes pagan más caro cuando el Gran Rey marcha a la guerra son los persas.

Una vez que el tesorero hubo concluido, Darío agregó:

—Nuestro hijo y heredero Jerjes mandará la expedición.

Jerjes había esperado toda su vida esa orden, pero su rostro no cambió de expresión.

—Nuestro sobrino Mardonio mandará la flota.

Esto era una sorpresa. Todo el mundo esperaba que Mardonio fuera designado segundo. Quizás el cargo de almirante implicase lo mismo, quizá no. El Gran Rey prefirió no dar más explicaciones. Yo miré a Mardonio, situado a la derecha del trono, con los labios curvados debajo de la cuidada barba. Mardonio estaba feliz. Yo no. Iría a Grecia con Jerjes. Si sobrevivía, quizás un día pudiera regresar a la India para ver a Ambalika y a nuestros hijos. Confieso que me sentía profundamente deprimido. No veía ningún futuro para Persia en el oeste. Y, más precisamente, sólo veía un futuro para mí en el oriente. El fracaso de mi matrimonio con Parmys hacía que Ambalika me pareciera doblemente deseable. Demócrito quiere saber por qué no tomé otras esposas. La respuesta es simple: no tenía bastante dinero. Y, en el fondo de mi mente, siempre había pensado que un día me establecería con Ambalika en Shravasti, o la traería a Persia, con mis hijos.

Al concluir la audiencia, Darío usó el brazo derecho para incorporarse. Durante un instante, se mantuvo inmóvil, vacilando un poco.

El peso del Gran Rey descansaba completamente sobre la pierna derecha. Cuando Jerjes hizo el gesto de ayudarle, Darío le indicó que no se moviera, y comenzó su lento, penoso, titubeante descenso del trono.

Cerca del suelo, adelantó su debilitada pierna izquierda pero no calculó bien. Había un peldaño más. Como una alta puerta dorada que se cierra, el Gran Rey giró sobre la pierna derecha y cayó muy lentamente, o esa fue la impresión de la asombrada corte, de cara contra el suelo. Aún sostenía el cetro, pero la corona cayó y vi, con horror, que el círculo de oro letal rodaba hacia mí.

Me arrojé al suelo sobre el vientre. Como no había precedentes de lo que acababa de ocurrir, todos nos fingimos muertos mientras Jerjes y el chambelán de la corte auxiliaban a Darío.

Mientras lo llevaban, medio a rastras, escuché la fatigosa respiración y vi unas gotitas de sangre sobre el suelo rojizo y opaco. Se había cortado el labio; se había lastimado el brazo bueno. El Gran Rey había empezado a morir.

No hubo guerra griega aquel año ni el siguiente. La postergación no se debió a la enfermedad de Darío, sino a que Egipto se rebeló para no pagar los nuevos impuestos. El ejército reunido para la conquista de Grecia fue utilizado para la pacificación y castigo de Egipto. Desde un extremo a otro de la tierra, los heraldos proclamaron que Darío conduciría el ejército en la primavera y que Egipto sería destruido.

Pero tres meses más tarde, mientras la corte estaba en la cálida Babilonia, y Susa sepultada bajo la peor nevada que nadie recordara, murió el Gran Rey, a los sesenta y cuatro años de edad. Había reinado durante treinta y seis.

La muerte acaeció —precisamente en ése, de todos los lugares— en el dormitorio de Atosa. Después de una disputa. Había ido a discutir con ella, o eso era lo que Atosa decía.

—Yo traté de serenarlo, como siempre.

Estábamos en sus apartamentos privados en Babilonia. Era la víspera del día en que debíamos partir hacia Pasargada para el funeral de Darío y la coronación de Jerjes.

—Yo sabía que estaba muy enfermo. También él lo sabía. Pero estaba enfurecido, no tanto conmigo cuanto consigo mismo. No podía soportar su propia debilidad, y no se lo reprocho. Tampoco yo puedo soportar la mía. Pero vino, secretamente, en una litera de mujer, con las cortinas corridas. No podía caminar. Sufría de incontinencia. Estaba dolorido. Allí. —Atosa señaló un lugar situado entre su silla y yo—. Yo sabía que se estaba muriendo. No creo que él lo supiera. Uno no lo sabe. En cierto momento, cuando se está enfermo, toda noción del tiempo se detiene y uno cree que nunca morirá, porque aún está aquí y no está muerto. Pero sí lo está, y eso es todo. Y nada lo cambiará.

»Traté de entretenerlo. Cuando éramos jóvenes jugábamos a charadas y juegos de palabras. Le gustaban, ¿no es raro?, y cuanto más complicados, mejor. Así que traté de distraerlo, y le propuse varios juegos. Pero no se dejaba distraer. Censuró a Jerjes. No dije nada. Me censuró. No dije nada. Yo sé cuál es mi lugar. —Atosa era proclive a exagerar cuando buscaba producir algún efecto—. Luego Darío elogió a nuestro hijo Ariamenes… «Es el mejor de todos mis sátrapas —dijo—. Gracias a él hemos expulsado de Bactra a las tribus del norte.» Ya sabes cómo le gustaba hablar a Darío de esos salvajes. «Quiero que Ariamenes conduzca el ejército a Egipto. Lo he mandado llamar» —agregó Darío—. Y en ese punto creo que no pude guardar silencio. «Le has prometido a Jerjes el mando esta primavera —le dije—: Y Jerjes es tu heredero.»

Darío empezó a toser. Aún puedo oír ese terrible ruido.

Para mi sorpresa, vi correr las lágrimas sobre el rostro de Atosa. Su voz, sin embargo, era perfectamente firme.

—Me gustaría poder decir que nuestro último encuentro fue apacible —continuó Atosa—. Pero no lo fue. Darío jamás pudo olvidar que recibió de mí la única legitimidad que poseía en este mundo, y odiaba esa dependencia. No sé por qué. Quizás haya ganado su corona con astucia; pero junto con la corona me recibió a mí, y por mí llegó a ser el padre del nieto de Ciro. ¿Qué más podía desear? No comprendo. Siempre me resultó difícil comprenderlo. Aunque en estos últimos años lo había visto muy poco. Y, por supuesto, su mente estaba trastornada por la enfermedad. Eso era visible. Pero jamás pude pensar que se le ocurriera llamar a Ariamenes. «Iniciarás una guerra civil —le dije—. Ariamenes querrá ser tu sucesor. Pero nunca lo permitiremos. Te lo aseguro.» Sí, me mostré muy dura. Y Darío estaba furioso. Trató de amenazarme, pero no pudo. La tos lo había dejado sin aliento. Me miró con rabia e hizo el gesto de un cuchillo que corta una garganta. Y eso me irritó tanto que yo lo amenacé. «Si llamas a Ariamenes —dije— te juro que iré en persona a Pasargada. Elevaré con mis propias manos el estandarte de los aqueménidas. Convocaré a los clanes y designaremos Gran Rey al nieto mayor de Ciro.» Y entonces…

Atosa se echó hacia atrás en su silla.

—Darío alzó el brazo derecho, con el puño en alto. Luego, el brazo cayó a su lado. Abrió mucho los ojos. Me miraba como solía mirar a los extraños. ¿Recuerdas? Con cortesía y distancia. Y dejó de respirar, sin dejar de mirarme, casi amablemente.

Atosa parpadeó. Sus ojos estaban secos ahora. Y ella misma era pura decisión.

—Ariamenes está en marcha hacia Susa. Habrá guerra civil.

Pero, gracias a Jerjes, no fue así. Al día siguiente al de la muerte de Darío, Jerjes salió de Babilonia a la cabeza de los diez mil inmortales. Ocupó el palacio de Susa y el tesoro. Desde Susa, envió a su suegro Otanes a parlamentar con Ariamenes. Nunca llegué a conocer todos los detalles de la reunión. Sé que hizo innecesario el derramamiento de sangre. Supongo que habrá recibido una gran compensación en dinero. De todos modos, como prueba de buena voluntad, Ariamenes concordó en acudir a la coronación de Jerjes en Pasargada. Debo elogiar a Jerjes por no haber condenado a muerte a su presuntuoso hermano. En estos asuntos, la benevolencia suele ser un error; es raro que un hombre perdone a quien lo ha perdonado. Pero Ariamenes, como se comprobó, fue una excepción a esta regla. Fue siempre leal a su hermano, y más tarde murió como un héroe en las guerras griegas.

En los comienzos, Jerjes comprendía a los hombres; y su vanidad.

6

Un día claro y frío, el cuerpo de Darío fue colocado en la tumba de roca, junto al viejo Hystaspes y a la infortunada Parmys —cuyos restos serían trasladados en breve por exigencia de Atosa.

Vestido como un simple guerrero, Jerjes entró en el pequeño templo del fuego situado frente a la tumba de Ciro. Los demás aguardamos afuera. Jamás he sentido tanto frío. Era ese tipo de día helado que congela los pelillos de la nariz, mientras el sol brilla con una intensa luz que no calienta. Recuerdo que el cielo estaba totalmente despejado, excepto por los blancos penachos de las hogueras donde pronto se sacrificarían mil bueyes al Sabio Señor.

Dentro del templo, los Magos ofrecieron a Jerjes un plato de leche cuajada, dátiles, hierbas. Después de probar esos alimentos tradicionales, vistió el manto bordado de oro de Ciro. Ariamenes le tendió la corona de guerra de Ciro; Jerjes la sostuvo en la mano hasta que el Archimago indicó el momento exacto del solsticio de invierno. En ese instante propicio, Jerjes colocó la corona sobre su cabeza y se convirtió en Gran Rey. En realidad, el solsticio de invierno ya había ocurrido, más temprano; pero los Magos, desgraciadamente, no suelen ser demasiado precisos en esas cosas.

Cuando Jerjes apareció en la puerta del templo, lo vitoreamos hasta quedar sin voz. Nunca me he sentido más conmovido que aquel día invernal, mientras mi amigo de toda la vida, vestido con el manto de Ciro, sostenía en alto el cetro y el loto. Pensé entonces, lo recuerdo, que la corona de Jerjes, con sus torrecillas de oro, parecía un fragmento terrenal, o mejor extraterrenal, del mismo sol. Y así empezó el reinado.

La corte permaneció un mes en Persépolis. En ese tiempo redacté la primera proclama. Está grabada en una alta roca, cerca de la tumba de Darío. Jerjes deseaba comenzar con el elogio de sí mismo, imitando a los antiguos reyes elamitas, que siempre amenazan al lector con su tremendo poder. Pero lo convencí de que imitara a su padre, que había iniciado su primera proclama alabando al Sabio Señor. No es necesario decir que toda la comunidad zoroastriana ejercía gran presión sobre mí.

Cuando, finalmente, Jerjes aceptó reconocer la primacía del Sabio Señor, por primera y única vez en la vida adquirí popularidad entre mis numerosos tíos, primos y sobrinos. Años más tarde se sintieron aún más complacidos, cuando logré convencer a Jerjes de que abandonara toda pretensión de gobernar Egipto y Babilonia con el favor de los dioses locales.

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