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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (45 page)

BOOK: Creación
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Hubo una pausa. Debo confesar que la sangre ardía de repente en mis mejillas, y me sentía como febril. Deseaba desesperadamente conocer la respuesta, o la no respuesta.

—El Buda está libre de todas las teorías. —La voz era suave. Los ojos parecían fijos, no en nosotros, sino en el mundo o no mundo que era imposible comprender—. Hay cosas que sé, por supuesto. Conozco la naturaleza de la materia. Sé cómo llegan a ser las cosas y cómo perecen. Conozco la naturaleza de la sensación. Sé cómo llega la sensación, y cómo desaparece. Sé cómo son el principio y el fin de la percepción. Cómo surge la conciencia, sólo para detenerse. Porque sé estas cosas, he logrado liberarme de toda atadura. El yo se ha ido, ha sido descartado, abandonado.

—Pero Tathagata, tú… un sacerdote que se encuentra en un estado como el tuyo, ¿ha renacido?

—Decir que ha renacido no es exacto.

—¿Significa eso que no ha renacido?

—Tampoco eso es exacto.

—Entonces, ¿al mismo tiempo ha renacido y no ha renacido?

—No. La simultaneidad no es una respuesta adecuada.

—Estoy confundido, Tathagata. O una cosa, o la otra, o ambas a la vez, pero…

—Está bien, hijo. Estás confundido porque muchas veces no es posible ver lo que se tiene al frente por mirar en la dirección equivocada. Permíteme que te haga una pregunta. Si hubiese un fuego ardiendo delante de ti, ¿lo advertirías?

—Sí, Tathagata.

—Si se apagara, ¿lo advertirías?

—Sí, Tathagata.

—Entonces, cuando el fuego se apaga, ¿a dónde va? ¿Hacia el este, el oeste, el norte o el sur?

—Pero esa pregunta no tiene sentido, Tathagata. Cuando un fuego se apaga por falta de combustible, pues… se acaba, se extingue.

—Has contestado a tu propia pregunta sobre si un hombre santo ha renacido o no. Esa pregunta no tiene sentido. Como el fuego que se extingue por falta de combustible que quemar, se acaba, se extingue.

—Ah —dijo el joven—, comprendo.

—Quizá comiences a comprender.

El Buda miró en mi dirección. No puedo decir que en ningún momento me mirara.

—Muchas veces hemos tenido esta discusión —dijo—. Siempre empleo la imagen del fuego porque parece fácil de entender.

Hubo un largo silencio.

Bruscamente, Sariputra anuncio:

—Todo lo que está sometido a causas es un espejismo. —Se creó otro silencio. Para ese momento, yo había olvidado las preguntas que me proponía formular. Como ese fuego proverbial, mi mente se había apagado.

El príncipe Jeta habló por mí.

—Tathagata, el embajador del Gran Rey de Persia siente curiosidad por saber cómo ha sido creado el mundo.

El Buda volvió hacia mí sus extraños ojos ciegos. Sonrió.

—Tal vez —dijo— quieras decírmelo tú. —Sus dientes eran amarillentos, estaban manchados, y recordaban, de modo desconcertante, unos colmillos.

No sé qué dije. Supongo que describí la creación simultánea del bien y del mal. Que repetí las doctrinas de mi abuelo. Observaba esos ojos estrechos apuntados —no puedo usar otra expresión— hacia mí.

Cuando terminé, el Buda dio una respuesta cortés.

—Como nadie puede saber con seguridad si su idea de la creación es correcta, también es absolutamente imposible saber si la de otra persona es equivocada.

Así dejó de lado el único tema importante que existe.

El silencio siguiente fue el más largo. Escuché el ruido de la lluvia sobre el techado de paja, el viento en los árboles, el canturreo de los monjes en el monasterio cercano.

Finalmente, recordé una de las muchas preguntas que había previsto.

—Dime, Buda, si la vida de este mundo es un mal, ¿para qué existe el mundo?

El Buda me miró. Creo que en aquel momento pudo verme, aunque la luz era tan verde y opaca como la de una laguna cuando uno abre los ojos bajo la superficie.

—El mundo está lleno de dolor, sufrimiento y mal. Ésa es la primera verdad —dijo—. Si comprendes esta primera verdad, las demás serán evidentes. Si sigues el óctuple camino…

—… el nirvana podrá o no extinguir el yo. —Algunos abrieron levemente la boca, asombrados: había interrumpido al Buda. Con todo, persistí en mi actitud áspera—. Pero mi pregunta es ésta: ¿Quién o qué ha creado un mundo cuyo único sentido, para ti, es que causa dolor porque sí?

El Buda se mostró bondadoso.

—Hijo mío, imagina que hayas luchado en un combate. Has sido herido por una flecha envenenada. Sufres. Tienes fiebre. Temes a la muerte, y a la próxima encarnación. Yo estoy cerca. Soy un hábil cirujano. Vienes a mí. ¿Qué me pides que haga?

—Que me quites la flecha.

—¿De inmediato?

—De inmediato.

—¿No quieres saber qué arco lanzó esa flecha?

—Tendría curiosidad, por supuesto. —Vi en qué dirección iba.

—¿Acaso querrías saber si el arquero era alto o bajo, un guerrero o un esclavo, hermoso o feo, antes de que te quitara la flecha?

—No, pero…

—Pues eso es todo lo que te puede ofrecer el óctuple camino. La supresión del dolor del flechazo y un antídoto para el veneno, que es este mundo.

—Sin embargo, una vez arrancada la flecha, todavía podría querer saber quién me había herido.

—Si has seguido verdaderamente el camino, la pregunta es irrelevante. Habrás visto que esta vida es un sueño, un espejismo, algo creado por el yo. Cuando el yo se va, ella se va.

—Tú eres Tathagata, el que ha venido, se ha ido y ha vuelto. Cuando estás aquí, estás aquí. Y cuando te marchas, ¿dónde estás?

—Donde está el fuego cuando se apaga. Hijo mío, no hay palabras para definir el nirvana. No intentes coger con una red de frases familiares lo que es y no es. Contemplar solamente la idea del nirvana demuestra que uno está todavía en la parte más próxima del río. Quienes han logrado este estado no intentan nombrar lo innombrable. Mientras tanto, arranquemos la flecha. Subamos a la barca que va hasta el lado opuesto. Así seguiremos el camino intermedio. ¿Es esto lo justo? —La sonrisa del Buda era apenas visible en el ocaso. Luego agregó—: Así como el espacio está lleno de incontables ruedas de ardientes estrellas, la sabiduría que trasciende de esta vida es abismalmente profunda.

—Y difícil de comprender, Tathagata —dijo Sariputra—, aun para quienes están despiertos.

—Y por eso, Sariputra, nadie puede comprenderla por medio del despertar.

Los dos ancianos rieron de lo que obviamente era una broma habitual.

No recuerdo nada más de ese encuentro con el Buda. Creo que antes de salir del parque visitamos el monasterio. Y creo que allí vi a Ananda por primera vez. Era un hombre pequeño. El trabajo de toda su vida consistía en aprender de memoria lo que el Buda había dicho y hecho.

Pregunté al príncipe Jeta si el Buda me había dicho alguna cosa que no hubiera dicho mil veces anteriormente.

—No. Usa la misma imagen una y otra vez. Lo único nuevo, para mí, fue la paradoja del despertar.

—Pero no era nueva para Sariputra.

—Sariputra lo ve más que ninguna otra persona, y suelen hacerse bromas muy complejas. Se ríen mucho juntos. No sé de qué. Aunque he progresado lo suficiente para sonreír ante el mundo, aún no me puedo reír.

—¿Por qué es tan indiferente a la idea de la creación?

—Porque la considera literalmente irrelevante. La tarea humana definitiva es la desmaterialización del yo. En su propio caso, ha tenido éxito. Ahora ha puesto en marcha la rueda de la doctrina para que los demás la hagan girar tan bien como puedan. Él mismo ha venido… y se ha ido.

Para Demócrito, estas ideas son más fáciles de comprender que para mí. Puede aceptar algunas nociones: toda la creación está en movimiento; lo que tomamos por mundo real es una especie de sueño que fluye y que cada uno percibe de manera diferente, y diferente también de la realidad misma. Pero la ausencia de una deidad, de un origen, de un final, del bien en conflicto con el mal… La carencia de finalidad hace que las verdades del Buda sean demasiado extrañas para que yo pueda aceptarlas.

12

En la última semana de la estación lluviosa, el río se desbordó. Las aguas amarillentas se elevaron, cubrieron los embarcaderos, rebasaron la estacada, dejaron semisumergida la ciudad.

Los que tenían casas altas, como el príncipe Jeta, se limitaron a subir a los pisos superiores. Pero los que tenían casas de un solo piso se vieron obligados a instalarse en el techado. Afortunadamente, el palacio se encontraba en terrenos levemente más altos que el resto de la ciudad, y mis habitaciones sólo se anegaron hasta la altura del tobillo.

El segundo día de la inundación yo estaba cenando con Caraka y Fan Ch'ih. El vigoroso sonido de las caracolas interrumpió bruscamente nuestra comida, seguido por el entrechocar de los hierros, cargado de malos presagios. Como en la India las inundaciones y la desobediencia civil suelen aparecer juntas, todos pensamos que las personas desposeídas por el río habían atacado súbitamente el palacio.

Acompañados por los guardias persas, corrimos hacia él. Recuerdo que el aire caliente arrojaba la lluvia contra nuestros ojos. Recuerdo la viscosidad del fango bajo nuestros pies. Recuerdo nuestra sorpresa cuando vimos que la entrada al palacio del lado del jardín estaba desguarnecida.

Con las espadas desenvainadas entramos en el vestíbulo, con el agua hasta la cintura. Aunque no había gente a la vista, alcanzábamos a oír gritos en otros puntos del edificio. En la puerta del salón de recepción vimos algo sorprendente. Los guardias del rey peleaban unos contra otros, aunque muy lentamente, porque el agua obstaculizaba sus movimientos. Mientras contemplábamos esa curiosa batalla que parecía soñada, las puertas se abrieron de par en par y apareció una línea de lanceros con armas listas para el ataque. Al verlos, los guardias envainaron sus espadas. En silencio, la lucha concluyó. En silencio, apareció en la puerta el rey Pasenadi: traía al cuello una larga cadena cuyo extremo opuesto retenía en la mano un oficial de su propia guardia. En aquel anegado silencio, el rítmico entrechocar de los eslabones generaba ese tipo de disonancia que tanto agrada a los dioses védicos.

Me incliné cuando el rey pasó ante nosotros. Pero no me vio. En realidad, nadie prestaba la menor atención a la embajada persa. Una vez que el rey desapareció, fui andando por el agua hasta la puerta del salón y vi una docena de soldados muertos que flotaban en el agua amarillenta listada de rojo. En el otro extremo, el trono había sido derribado. Varios hombres trataban de ponerlo sobre el estrado. Uno de esos hombres era Virudhaka.

Cuando Virudhaka me vio, abandonó a los demás la tarea de restablecer la silla de plata en su sitio. Se acercó lentamente a mí, mientras se secaba el rostro con un extremo del chal mojado. Pensé, recuerdo, qué extraño era que un hombre empapado en sangre y agua de río intentara secar su cara sudorosa con una tela mojada.

—Como ves, embajador, estamos poco preparados para una ceremonia.

Me dejé caer sobre una rodilla, en el agua. Había visto lo suficiente para saber qué se esperaba de mí.

—Que los dioses otorguen larga vida al rey Virudhaka.

Caraka y Fan Ch'ih repitieron esa piadosa esperanza.

La respuesta de Virudhaka fue solemne:

—Haré todo lo posible por ser digno de lo que hoy me han concedido los dioses.

El trono volvió a caer del estrado ruidosamente. En conjunto, no era el mejor principio posible para un reinado.

—Mi padre deseaba abdicar desde hacia varios años —agregó suavemente Virudhaka—. Esta mañana me llamó y me pidió que le permitiera declinar el peso de este mundo. Por lo tanto, ante su insistencia, he aceptado su deseo como un buen hijo, ocupando su lugar.

Evidentemente, la insistencia budista en el carácter onírico del mundo no sólo afectaba a Virudhaka, sino a toda la corte. Nadie se refirió jamás, al menos en mi presencia, al sangriento derrocamiento de Pasenadi. En las raras ocasiones en que oí mencionar su nombre, se decía que había partido a un largamente anhelado retiro en los bosques. Y también que era absolutamente feliz; y hasta se rumoreaba que había alcanzado el nirvana.

En realidad, aquel mismo día, más tarde, Pasenadi fue finamente troceado y ofrecido en sacrificio al dios del río. Como el río retornó rápidamente a su cauce, el sacrificio fue, sin duda, aceptado.

Poco después, el príncipe Jeta y yo nos encontramos en una calle colmada de gente. El aire estaba tan impregnado de polvo proveniente del fango seco, que debíamos respirar poco a poco y a través de una tela húmeda.

Mientras nos dirigíamos hacia la plaza de las caravanas el príncipe dijo:

—Pasenadi prometía constantemente que se iría, pero siempre, a último momento, cambiaba de idea y decía: «El mes próximo». Es evidente que se quedó un mes de más.

—Sin duda. Pero era tan viejo… ¿Por qué él no esperó?

En la India siempre es una buena idea reemplazar los grandes nombres por un pronombre.

—Por temor. Él es un hombre piadoso; y aunque sabía que su padre estaba destruyendo Koshala, estaba decidido a esperar. Pero cuando Ajatashatru se apoderó del poder en Magadha, comprendió que habría guerra. Cumplió entonces con lo que era su deber: salvar lo que resta del reino.

Nos detuvimos ante una mesa cargada de cerámica vidriada, de extraño aspecto, traída de Catay poco antes por Fan Ch'ih.

—¿Apruebas lo que ha hecho? —pregunte.

El príncipe Jeta suspiró.

—¿Cómo podría? Yo soy budista. Creo que no se debe hacer daño a ningún ser viviente. Y además… el rey muerto era mi viejo amigo. Pero —ociosamente, el príncipe señaló un jarrón con una cabeza de dragón—… Me han dicho que en Catay abundan esas criaturas.

—Eso dice Fan Ch'ih. La mejor medicina se hace con huesos de dragón. —Yo esperaba una respuesta.

El príncipe Jeta compró el jarrón.

—Si alguien puede salvar de Ajatashatru este país, es el nuevo rey —declaró.

—¿Cuál fue la reacción del Buda?

—Se echó a reír como un león.

—No es muy compasivo.

—¿Cómo podría? Él ha venido y se ha ido. Los reyes son simplemente personajes de ese teatrillo de títeres que tanta distracción crea y que el perfecto ya no contempla.

Durante la estación seca, Ambalika llegó de Rajagriha con nuestro hijo. El príncipe Jeta ofreció a su nieta y a su bisnieto un ala de su mansión sobre el río, y allí me instalé con ellos. Mientras tanto, había llegado de Susa, a través de Taxila, un mensaje. El Gran Rey me acusaba de haber pagado demasiado por el cargamento de hierro; pero, como yo había reabierto la vieja ruta comercial entre Persia y Magadha, estaba más satisfecho que enfadado con su esclavo. Y yo era el héroe de la corte, o eso dejaba suponer la carta del canciller del oriente. Decía que regresase de inmediato.

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