Creación (3 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
5.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pericles invitó a Anaxágoras a Atenas y le concedió una pequeña pensión, con la que hoy se mantienen el sofista y su familia. Es innecesario decir que los conservadores lo odian casi tanto como a Pericles. Cada vez que desean avergonzar políticamente a Pericles, acusan a su amigo Anaxágoras de blasfemia, de impiedad, de todos los disparates habituales… no, disparates no, porque Anaxágoras es tan ateo como todos los demás griegos, aunque, a diferencia del resto, no sea un hipócrita. Es un hombre serio. Piensa mucho en la naturaleza del universo, y si no se tiene conocimiento del Sabio Señor hay que pensar verdaderamente mucho, pues de otro modo jamás nada tendrá sentido.

Anaxágoras tiene unos cincuenta años. Es un griego jonio, de una ciudad llamada Clazomene. Es bajo y gordo, o al menos eso es lo que me ha dicho Demócrito. Proviene de una familia rica. Cuando su padre murió, se negó a administrar las propiedades de sus mayores y a desempeñar cargos políticos. Sólo le interesaba observar el mundo natural. Finalmente cedió todas sus propiedades a unos parientes lejanos y abandonó el hogar. Cuando le preguntaban si su lugar de nacimiento le interesaba o no, respondía: «Oh, sí, mi país natal me interesa mucho». Y señalaba el cielo. Le perdono este gesto característicamente griego. Les encanta exhibirse.

En la primera mesa, mientras comíamos pescado fresco y no en conserva, Anaxágoras se interesó por conocer mi reacción ante los cuentos de Herodoto. Traté varias veces de responder, pero el viejo Calias se apropió de casi toda la conversación. Debo excusar a Calias porque nuestro invisible tratado de paz no es de ningún modo popular entre los atenienses. En realidad, siempre existe el riesgo de que nuestro acuerdo sea denunciado un día y de que yo me vea obligado a partir, siempre que se reconozca mi carácter de embajador y no se me condene a muerte. Los griegos no respetan a los embajadores. Mientras tanto, como coautor del tratado, Calias es mi protector.

Calias volvió a describir la batalla de Maratón. Me fatiga la versión griega de ese incidente. No es necesario decir que Calias luchó con la bravura de Hércules.

—Y no porque estuviera obligado. Quiero decir, yo soy portador de antorcha hereditario. Sirvo en los misterios de Demeter, la Gran Diosa. En Eleusis. Pero ya lo sabes, ¿no es así?

—Por supuesto, Calias. Eso es algo que tenemos en común. ¿Recuerdas? También yo soy… portador de la antorcha… hereditario.

—¿Tú? —Calias no tiene mucha memoria para las informaciones recientes—. Ah, sí. Naturalmente. ¡Adoración del fuego! Sí, todo eso es muy interesante. Debes permitirnos contemplar una de vuestras ceremonias. Me han dicho que son un espectáculo. Particularmente, esa parte en que el Gran Mago come fuego. Ese eres tú, ¿verdad?

—Sí. —Ya no me preocupo por explicar a los griegos la diferencia entre el culto de los Magos y el de Zoroastro—. Pero no nos comemos el fuego. Lo atendemos. El fuego es el mensajero entre nosotros y el Sabio Señor. El fuego nos recuerda además el día del juicio, en que cada uno de nosotros deberá atravesar un mar de metal en fusión, bastante parecido al sol real, si la teoría de Anaxágoras es cierta.

—¿Y entonces qué ocurre? —aunque Calias es sacerdote por herencia, es extremadamente supersticioso. A mí me parece curioso: normalmente, los sacerdotes hereditarios tienden al ateísmo. Saben demasiado.

Le respondí en la forma tradicional:

—Si has servido a la Verdad y rechazado la Mentira, no sentirás el metal hirviente. Podrás…

—Comprendo. —La mente de Calias revolotea como un pájaro asustado—. También nosotros tenemos algo parecido. De todos modos, me gustaría verte comer fuego uno de estos días. No podré devolver el favor, naturalmente. Nuestros misterios son muy secretos, ya sabes. No puedo decirte nada de ellos. Sólo que volverás a nacer una vez que atravieses todo aquello… si lo atraviesas. Y cuando mueras, podrás evitar… —Calias se interrumpió; el pájaro asustado se afirmó sobre un arco—. Sea como sea, he luchado en Maratón, aunque estaba obligado a vestir estas ropas sacerdotales que siempre uso, como puedes ver. Está bien, no, por supuesto, no lo puedes ver. Pero, sacerdote o no, maté mi porción de persas ese día…

—Y encontraste el oro en la zanja.

Anaxágoras encuentra exasperante a Calias, como yo. Pero él no tiene que soportarlo.

—Esa historia ha sido muy deformada. —Calias se tomó bruscamente preciso—. Yo había cogido un prisionero, y él pensó que yo era una especie de rey o un general porque llevo esta cinta en torno de la cabeza, que tú no puedes ver. Como él sólo hablaba persa y yo únicamente griego, no había forma de aclarar la cosa. No podía decirle que yo no era un hombre importante, aparte de ser el portador de la antorcha. Y además, como yo tenía entonces apenas diecisiete o dieciocho años, él debía haber comprendido que yo no era importante. Pero no comprendió. Me indicó la costa del río —¡no una zanja!— donde habían escondido ese cofre con oro. Por supuesto, lo cogí. Botín de guerra.

—¿Y qué fue del propietario?

Como todo el mundo en Atenas, Anaxágoras no ignoraba que Calias había matado al persa de inmediato. Y luego, gracias a ese cofre de oro, Calias pudo invertir en vino, aceite y barcos, y hoy es el hombre más rico de Atenas, y muy envidiado. Pero en Atenas todos son envidiados por algo, aunque sólo sea la ausencia de alguna virtud envidiable.

—Lo dejé en libertad. Por supuesto. —Calias mentía con facilidad. A sus espaldas le llamaban el magnate de la zanja—. El oro era como un rescate. Una cosa normal en la guerra. Se ve todos los días entre los griegos y los persas… o se veía. Ahora eso ha terminado, gracias a nosotros dos, Ciro Espitama. El mundo entero nos debe, a ti y a mí, gratitud eterna.

—Me bastaría con un año o dos de gratitud.

Antes de que quitaran las primeras mesas y trajeran las segundas, Elpinice se reunió con nosotros. Es la única mujer ateniense que cena con hombres cuando lo desea. Tiene ese privilegio por ser la esposa del rico Calias y la hermana del espléndido Cimón, la hermana y también la viuda. Antes de casarse con Calias, ella y su hermano vivían juntos como hombre y mujer, para escándalo de los atenienses. Los griegos no comprenden todavía, y esto revela su tosquedad esencial, que una gran familia se engrandece aún más cuando el hermano desposa a la hermana. Después de todo, cada uno es la mitad de la misma entidad: si ambas se combinan por el matrimonio, cada una es doblemente formidable.

Se dice también que Elpinice, y no Cimón, era quien dirigía realmente el partido conservador. Y en este momento tiene gran influencia sobre su sobrino Tucídides. Es admirada y temida. Su compañía es agradable. Alta como un hombre, Elpinice es hermosa pero algo estropeada… Mi informante es Demócrito, que a sus dieciocho años ve a cualquiera que tenga una sola cana como un fugitivo ilegal de la tumba. Elpinice habla con ese suave acento jonio que me gusta tanto como rechazo el duro acento dorio. Pero yo aprendí el griego de una madre jonia.

—Soy un escándalo, lo sé. No lo puedo evitar. Ceno con hombres. Sin que me esperen. Sin vergüenza. Como una compañera milesia, aunque no soy música.

Aquí se llama compañeras a las prostitutas elegantes.

Aunque las mujeres poseen escasos derechos en cualquier ciudad griega, hay diferencias tremendas. La primera vez que fui a ver los juegos en una de las ciudades jonias de Asia Menor, me asombró advertir que las jóvenes solteras eran alentadas a concurrir a los juegos y a examinar desnudos a sus maridos potenciales, en tanto que esto se prohibía a las mujeres casadas. Sin duda, por la sensata razón de que no se debe contemplar ninguna alternativa a un marido legitimo. En la conservadora Atenas, a las mujeres casadas y a las doncellas rara vez se les permite abandonar sus habitaciones, mucho menos asistir a los juegos. Excepto a Elpinice.

Pude oír cómo la mujer se acomodaba —como un hombre— en un diván, en lugar de sentarse modestamente en una silla o un taburete como se supone que deben hacer las damas griegas en las raras ocasiones en que cenan con hombres. Pero Elpinice ignora las costumbres. Hace lo que se le antoja y nadie se atreve a quejarse… en su cara. Como hermana de Cimón, esposa de Calias, tía de Tucídides, es la primera dama de Atenas. Con frecuencia carece de tacto y rara vez se molesta en disimular el desdén que siente por Calias, quien la admira extraordinariamente. Jamás he podido decidir si Calias es estúpido o no. Yo diría que se requiere algún tipo de inteligencia para enriquecerse, con o sin un tesoro encontrado en una zanja. Pero su agudeza en asuntos de negocios es puesta en entredicho por su tontería en todos los demás aspectos de la vida. Cuando su primo, el noble, honesto, desinteresado (para ser ateniense) estadista Arístides vivía en la pobreza, Calias fue muy criticado por no prestarle ayuda a él ni a su familia.

Cuando Calias comprendió que empezaba a ganar fama de tacaño, le pidió a Arístides que dijera a la asamblea con cuánta frecuencia se había negado a aceptar dinero de Calias. El noble Arístides dijo exactamente lo que deseaba Calias, quien se lo agradeció y no le dio dinero. Como resultado, Calias es considerado ahora no sólo un miserable sino un perfecto hipócrita. Arístides es conocido como el justo. No sé exactamente por qué. Hay grandes lagunas en mi conocimiento de esta ciudad y de su historia política.

Anoche Elpinice llenó rápidamente una de esas lagunas.

—Ella ha tenido un hijo. Muy temprano, esta mañana. Él está encantado.

Ella y él, pronunciados con cierto énfasis, se refieren siempre a la compañera Aspasia y a su amante, el general Pericles.

El conservador Calias parecía muy divertido.

—Entonces el niño tendrá que ser vendido como esclavo. Eso dice la ley.

—La ley no dice eso —respondió Anaxágoras—. El niño es libre porque sus padres son libres.

—No según la nueva ley que Pericles ha hecho votar a la asamblea. La ley es muy clara. Si la madre es extranjera, o si el padre es extranjero, quiero decir ateniense… —Calias estaba empantanado.

Anaxágoras le ayudó.

—Para ser ciudadano de Atenas, los dos padres deben ser atenienses.

Como Aspasia es milesia de nacimiento, el hijo de Pericles nunca podrá ser ciudadano ni funcionario. Pero no es un esclavo, como no lo es su madre ni… el resto de los extranjeros, como nosotros.

—Tienes razón, Calias se equivoca. —Elpinice habla viva y precisamente. Me recuerda a la madre de Jerjes, la vieja reina Atosa—. Aun así, me da cierto placer que sea Pericles quien ha impuesto esa ley a la asamblea. Ahora su propia ley excluirá para siempre a su hijo de la ciudadanía.

—Pero Pericles tiene otros hijos. De su mujer legítima.

Calias está todavía resentido, o eso dice, porque hace muchos años la esposa de su hijo mayor abandonó a su marido para casarse con Pericles, haciendo así desventuradas a dos familias y no a una sola.

—Las malas leyes atrapan a quien las hace —dijo Elpinice, como si citara algún proverbio familiar.

—¿Solón ha dicho eso? —pregunté.

Solón es un sabio legendario que suelen citar los atenienses.

—No —respondió Elpinice—. Lo he dicho yo. Me encanta citarme a mí misma. Y no soy modesta. Pero ¿quién será el rey de nuestra cena?

Es costumbre en Atenas el elegir, apenas se retiran las segundas mesas, un jefe, que decidirá, primero, cuánta agua debe mezclarse con el vino —muy poca implica obviamente una noche frívola— y, segundo, el tema de conversación. Luego, este rey guía, hasta cierto punto, el debate.

Elegimos reina a Elpinice, que ordenó tres partes de agua por una de vino, proponiendo una discusión seria. Y tuvimos realmente una conversación muy seria sobre la naturaleza del universo. Digo muy seria porque hay una ley local —¡qué lugar para las leyes!— que prohíbe no sólo la práctica de la astronomía sino también todo tipo de especulaciones acerca de la naturaleza del cielo, las estrellas, el sol y la luna, la creación.

La antigua religión mantiene que las dos grandes formas celestes son deidades llamadas, respectivamente, Diana y Apolo. Cada vez que Anaxágoras sugiere que el sol y la luna son sencillamente grandes piedras ardientes que giran en el cielo, corre verdadero peligro de ser denunciado por impiedad. No es necesario decir que los atenienses despiertos especulan constantemente sobre estas cosas. Pero siempre existe el riesgo de que algún enemigo lo acuse de impiedad en la asamblea, y si esa semana tiene la mala suerte de ser impopular, puede ser condenado a muerte. Los atenienses me asombran incesantemente.

Pero antes de entrar en temas peligrosos, Elpinice me interrogó acerca de la conferencia de Herodoto en el Odeón.

Tuve cuidado de no defender la política del Gran Rey Jerjes respecto de los griegos. ¿Cómo habría podido? Pero mencioné que había oído con horror los abusos de Herodoto contra nuestra reina madre. Amestris no se parece en lo más mínimo a la virago sedienta de sangre que a Herodoto le pareció bien inventar para su público. Cuando dijo que ella, recientemente, había enterrado vivos a varios jóvenes persas, el auditorio se estremeció de júbilo. Pero la verdadera historia es muy distinta. Después del asesinato de Jerjes, ciertas familias se rebelaron. Cuando se restauró el orden, los hijos de esas familias fueron ejecutados del modo habitual. El ritual de los Magos exige que el muerto quede expuesto a los elementos. Como una buena creyente en Zoroastro, Amestris desafió a los Magos y ordenó enterrar a los jóvenes muertos. Era un gesto político calculado para demostrar una vez más la victoria de Zoroastro sobre los adoradores del diablo.

Hablé de la perfecta lealtad de Amestris a su marido, el Gran Rey. De su heroica conducta cuando él fue asesinado: De la firme inteligencia que demostró al otorgar el trono a su segundo hijo.

Elpinice estaba encantada.

—Yo debía haber sido una dama persa. Es evidente que en Atenas me desperdician.

Calias estaba escandalizado.

—Ya eres libre por demás. Y estoy seguro de que ni siquiera en Persia permiten que una señora se tienda en un diván, beba vino con los hombres y diga blasfemias. Te encerrarían en un harén.

—No, conduciría ejércitos, igual que cómo-se-llama de Halicarnaso. ¿Artemisia? Debes —me dijo Elpinice— preparar una respuesta a Herodoto.

—Y hablar de tus viajes —agregó Calias—. Acerca de todos los países orientales que has visto. Las rutas comerciales… Eso sería verdaderamente útil. Quiero decir, ¿cómo se llega a la India o a Catay?

Other books

Amanda Scott by Highland Princess
The Old Wine Shades by Martha Grimes
Inner Harbor by Nora Roberts
Hogs #1: Going Deep by DeFelice, Jim
Lightning That Lingers by Sharon Curtis, Tom Curtis
Sea (A Stranded Novel) by Shaver, Theresa
Candy Apple Dead by Sammi Carter
Moonglow by Kristen Callihan
A Lady of Persuasion by Tessa Dare
Slave Girl of Gor by John Norman