cosas por las que llorar cien veces (14 page)

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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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Derramé una lágrima sobre el papel y se corrieron las letras escritas con lápiz 4B. «Lo prometo», habíamos dicho, y habíamos pensado cómo sería todo un año después. Un año después. Habría sido un 7 de julio que ya no viviríamos jamás.

Recordé los granos de arroz que se habían diluido en el cielo de julio. Los granos de arroz que habíamos arrojado juntos. Una lluvia de arroz. Una clara figura geométrica.

«Tal vez queden granos de arroz en el balcón —pensé de pronto—. Tengo que buscarlos.» Con piernas temblorosas, fui a coger una linterna y salí al balcón.

«Tiene que haber alguno», me dije.

Dirigí el haz de luz hacia una esquina del balcón y me agaché. «Seguro que cayó alguno por aquí», pensé.

Me puse a buscar un grano de arroz y pensé que lo metería dentro de la caja. Podía hacerlo si practicaba un agujero en un costado con un taladro. Una vez estuviera dentro, taparía de nuevo el agujero. Gateaba por el balcón forzando la vista. Ida y vuelta a gatas de un extremo a otro. Pero, por más que buscaba, no encontraba ningún grano de arroz.

Volví a la habitación y bebí más aguardiente.

Tenía las manos y las rodillas negras de suciedad y, frente a mis ojos, permanecía, inalterada, la caja que no se podía abrir.

¿Cuándo había salido al balcón con la linterna por última vez? Para esa pregunta sí tenía respuesta correcta. Había sido el 11 de junio de hacía dos años. «A partir de ahora, Fujii-kun, tendrás que acordarte tú de todo.» Desde el fondo del corazón me salió una voz que se compadecía de mí mismo.

Había sido un tonto. Ella había dicho que quería una caja que no pudiera abrirse. Una caja que no pudiera abrirse seguro. Ahí estaba su significado. Una caja impenetrable, que siguiera cerrada hasta el infinito, eso era lo que ella deseaba. No estaba bien meter granos de arroz en su interior, ni practicarle agujeros.

Me serví aguardiente de nuevo y me lo tomé de un trago.

Encima de la mesa también estaba la libreta roja del banco. Desde entonces, se habían ido añadiendo líneas y, un año después, se habían detenido. «¿Quiere una libreta de algún personaje o prefiere una normal?» Las preguntas de la empleada revivían en mi cabeza. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, habría escogido una con un personaje. Si lo hubiera hecho así, quizá ella no habría muerto. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas constantemente a lo mismo. «Ojalá hubiera bailado mejor la danza para bajar la fiebre. Ojalá hubiera dado más vueltas. Debería haberla llevado antes a la sala de judo. Ojalá me hubiera derribado una y otra vez». Aunque lo desmontara, lo limpiara y lo montara de nuevo, lo que se había perdido ya no se podía recuperar.

Sinceramente, ¿qué podría haber hecho yo desde que supe que estaba enferma? Al fin y al cabo, yo no era médico y no podía hacer nada. Cuando ella me dijo, llorando, «Quiero ponerme buena», yo le respondí: «Todo irá bien.» No hice más que repetir como un tonto «Seguro que irá bien». ¿Qué iba a ir bien? Ella no estaba bien, y por eso lloraba. Del mismo modo que tuve tiempo para decir eso, debería haber llorado con ella. Ojalá hubiera llorado con ella, con la intención de morir con ella. Tal vez, de esa forma, su tristeza se habría reducido a la mitad.

Sin darme cuenta, el cartón de aguardiente se había vaciado. Lo tiré al suelo y me dirigí, dando tumbos, hacia el baño. Al moverme, mi mente se oscureció, como si hubieran bajado un telón negro, y mis piernas flaquearon. Me agarré al retrete y vomité lágrimas y jugos gástricos. Lo saqué todo, como si me estuvieran exprimiendo.

Así la cadena y respiré profundamente. Los vómitos se marcharon con estruendo. Me apoyé en la pared y me di cuenta de que mi corazón también hacía ruido.

«¿Qué estoy haciendo? —pensé—. Compro alcohol barato, me emborracho todas las noches, solo con mi tristeza. ¿Qué estoy haciendo?», me dije de nuevo.

«¿Por qué tienen que existir la enfermedad y la muerte?» Mi pensamiento volvía a pasar por ahí. Ella nació, cultivó el amor y tuvo bendiciones a rebosar. O debería haberlas tenido. Pero murió. Ahí no había más que una tristeza infinita. No había salvación posible ni tampoco consuelo. Lamento y arrepentimiento. Desesperación y sensación de impotencia. Un dolor y una pérdida imposible de compensar. Sólo eso.

«¿Que eso era una compensación?», pensé. Me irritaba la predeterminación y la imperfección de la vida. Me irritaba la perfecta contradicción de ese sistema llamado vida.

Si era así, ¿qué sentido había tenido su vida? ¿Qué sentido había tenido la mía? Yo, que había pedido poder vivir junto a ella... ¿Quería preguntárselo a alguien? La cabeza todavía me daba vueltas. En ese estado, me dormí como si me desmayara.

Treinta

Fuera del apartamento era ya junio.

El jueves, en el camino de vuelta en el tren, vi pasar un mosquito volando.

«¿Por qué está volando en este lugar?...» Como si fuera una revelación de algo, el mosquito volaba. Al cabo de poco, cambió de rumbo, se fundió en el aire y dejé de verlo.

Caminando por nuestra ruta noté algo distinto, como si fuera un estado de ánimo diferente que brotara. El mosquito había tardado unos dos segundos en sobrevolar una distancia de, más o menos, un metro. Mientras caminaba hacia el apartamento, lo repetí. El mosquito había recorrido un metro en dos segundos. Había recorrido un metro en dos segundos.

Llegué a casa y abrí el bloc de dibujo. Saqué una calculadora, un lápiz y el libro de diseño de máquinas, y cogí el lápiz 4B.

«Un mosquito, 0,00147 Mach», murmuré mirando al infinito.

¿Qué diría ella si viera esa operación? Recordé el contorno de su rostro al sonreír.

«Un mosquito, 0,00147 Mach», murmuré de nuevo.

¿Me había legado ella sus ideas? Pero... ella ya no estaba. De nuevo, dejé escapar una lágrima.

Pasé hacia atrás las páginas del cuaderno. El cálculo que había hecho ella de la potencia del topo, los dibujos de las vacas, los caballos, el plano del apartamento. El dibujo imaginario de un
namaneko
, el dibujo de un castillo, las palabras del juramento. Mis lágrimas iban cayendo, una a una, sobre el papel. La fecha del 7 de julio. Las pequeñas letras que decían «Lo prometo». El dibujo de
Book
. El Bulto Dorado.

Ella había añadido notas aquí y allá: «¡Lento!» «Lo que soñé ayer.» «Competición del hombre forzudo.» «Cumpleaños.» «Hawai.» «Feúcho.» «Un diseño elegante.» «Cavernaria.» «Ebisu.» «No inquietarse.»

«¡No te inquietes, hombre!»

«Vale, ya lo sé», pensé.

Llorar por ella, no llorar por ella. Lo único que podía hacer yo, que seguía vivo, era una de esas dos cosas. «Ya lo sé.» Ya iba siendo hora de dejar de llorar, y también de dejar de beber.

«Vale, ya lo sé», le dije a ella.

Pero, al día siguiente, volvía a estar bebiendo y derramando lágrimas. Y, al otro, lo mismo.

«No voy a llorar más, lo haré por ella», decidí. Se suponía que así lo había decidido. Pero ¿qué importaba eso? Lo había decidido, ¿y qué? Al final, que fuera fuerte o amable ya no tenía ninguna importancia. Que fuera lógico, que generalizara o que hablara con frases hechas, no servía para nada.

Que alguien se muera. Que alguien se muera del todo.

Una fuerza gigantesca me había arrebatado a mi novia, me la había robado, y la había separado del mundo. El espacio y el tiempo que habíamos compartido habían desaparecido. Se habían extinguido de forma desesperantemente irreversible. De todos los fenómenos posibles, sólo la muerte se había producido de manera perfecta.

¿Eran perfectos el amor y la vida? ¿Eran la fe, la voluntad y el sentimiento perfectos? ¿Eran la luna, el sol, las montañas y el aire perfectos?

Me di cuenta. El tiempo. Lo único que corría en ese mundo rebosante de imperfección que se pareciera a la muerte era el tiempo.

En el dolor, corría despacio. Un tiempo distinto del que había corrido hasta entonces corría a la misma velocidad que hasta entonces. El tiempo que había pasado sin ella se sedimentaba en el fondo de mi corazón. Se hundía y se estancaba. Pasaban las estaciones, corrían los años, y era como la nieve que se derrite en el momento de caer sobre el mar.

Yo iba bebiendo sorbo a sorbo.

La noche de junio avanzaba con lentitud. Pasaron las dos y las tres. Yo tomaba alcohol como si fuera agua, y suspiraba. Fuera estaba la noche, vagamente luminosa y tranquila.

Al cabo de un rato, atrapado por el entumecimiento de la borrachera, me dormí. Se apagó el ruido, se apagó la temperatura y caí, como si me hundiera, en un mar profundo. Las lágrimas que derramaba en el fondo del mar no me parecían lágrimas. A medida que caían de mis ojos, se fundían con el mar y me envolvían como si fueran líquido amniótico.

Lo pensé en el fondo de una conciencia vaga. Pensé que era bueno llorar si tenía ganas de llorar.

«Sí, ¿verdad?... —le dije a ella—. Es así, ¿verdad?... Ya estamos en junio... —No obtuve respuesta—. Hoy es 11 de junio... —Me dio la sensación de volver a oír su voz—. ¡Que ya lo sé...! Puedes estar tranquila, que yo me acuerdo...

»¿Oyes...? —seguí hablando con ella—. La vida sin ti... Creo que voy a empezar ya la vida sin ti... Dormiré una noche como un tronco y luego saldré a la superficie... y empezaré en serio... Eso está bien, ¿verdad?... ¿Oyes?... Está bien así, ¿verdad?... ¿Vale?... ¿Está bien?... Está bien así, ¿verdad?...»

Cuando me desperté, ya era pasado el mediodía.

De pie en la cocina, después de mucho rato, calenté agua. Puse la taza y el colador en la bandeja y vertí el agua caliente con solemnidad. Mezcla de estilos de Oriente y Occidente, el vapor iba subiendo y era absorbido por el extractor.

Saqué el café del congelador y abrí el precinto. Puse la cantidad justa en el filtro de papel y, poco a poco, vertí el agua caliente. Pensé que, desde que supe de su enfermedad, no había hecho todo eso ni una sola vez.

Mirando afuera por la ventana, me tomé el café. «Delicioso», pensé en lugar de ella. Cuando terminé, me levanté y me fui a un supermercado cercano.

Coloqué las cajas de cartón que me dieron en el centro de la habitación.

Ropa, ropa interior, pañuelos, toallas, el cepillo de dientes. Metí todas sus cosas en las cajas. Bolsos, zapatos, almohadas, zapatillas, el sombrero. Pondría allí todas las cosas que tenían relación con ella. El material de escritorio, las cosas del trabajo, la mochila, la vajilla, la cartilla del banco, los libros, los lápices, los cojines, la taza del gato
Félix
. Llené hasta cinco cajas.

Ya no quedaba nada por meter. Hojeé, de nuevo, el bloc de dibujo desde la primera página y, después de dudar un poco, lo metí también en una de las cajas. Las cerré con cinta adhesiva y las metí en un armario.

El apartamento volvía a estar como antes de que ella se mudara. Sólo dejé, encima de la cómoda, la caja que no se podía abrir.

Treinta y uno

Llegó el verano y luego el otoño. Hubo días despejados y días nublados.

Pasó el invierno y llegó la primavera. Los días fríos, me cargaba de ropa, y cuando el sol era intenso me ponía una gorra.

De nuevo llegó el verano y luego otra vez el otoño. Faltaba poco para que se cumplieran dos años de su muerte.

Las circunstancias que me rodeaban parecían haber cambiado ligeramente, pero al mismo tiempo parecían no haber cambiado en nada.

En la empresa, había empezado el desarrollo de la Kestrel IV y, en el apartamento, había algunas cosas nuevas. Pero, sobre la cómoda, seguía la caja que permanecería cerrada para toda la eternidad.

Sólo una vez, me había atrevido a pelar una manzana. Y eso que había aprendido a hacerlo lo suficientemente bien como para poder pelarlas en cualquier parte sin pasar vergüenza.

Mientras mordía la manzana, recordé las palabras del entrenador del equipo de fútbol de secundaria: «La fuerza física se pierde en seguida —había dicho—. Las habilidades, una vez aprendidas, no se olvidan jamás. Seguro.»

Empecé a sopesar la idea de mudarme.

«Con la caja que permanecerá cerrada por toda la eternidad, puedo ir a cualquier parte», pensé.

Treinta y dos

Fue un día festivo por la mañana.

De improviso, me llamaron de casa. Era para decirme que
Book
había muerto.

—Creo que ha muerto de vieja.

Mi madre hablaba con voz calma. Al final, desde aquella vez,
Book
había vivido tres años más.

Book
había vivido tranquila tres años. Se movía sólo un poquito cada día, comía un poquito y dormía mucho.

Esa mañana, sobre el regazo de mi madre, que la acariciaba,
Book
había muerto de manera apacible. Sin sufrimiento, se había marchado como si durmiera.

—Voy para allá.

Después de decirlo, colgué.

Fui hasta el parking y saqué la moto. Como describiendo una uve, cambié de dirección y la empujé hasta la calle.

Desde aquella vez, le había hecho varias revisiones periódicas. Montado en la moto, pateé el pedal. Arrancó con facilidad. El tubo de escape soltó una gran humareda blanca.

Despacio, apreté el embrague.

Tomé la carretera nacional hacia el norte y fui hasta la gasolinera. Se me acercó un joven que parecía un empleado a tiempo parcial y llenó el depósito de mi moto. En el pecho llevaba una placa en la que se leía «Empleado de servicio Ishikawa».

Cuando terminó de abastecerme, Ishikawa dijo en tono monótono: «Son 980 yenes.» El señor Kato ya no estaba. De aquello hacía ya más de tres años.

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