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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (40 page)

BOOK: Cormyr
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—Sí y sí —replicó el mago, haciendo un gesto de asentimiento.

—Y la princesa Alusair... vagabundea por ahí en las Tierras de Piedra, ¿me equivoco? ¿Le ha enviado un mensaje?

—Así es —respondió Vangerdahast—. ¿Por qué lo pregunta?

—No puedo hablar en representación de los míos hasta que disponga de las respuestas adecuadas, ya sabe, para no quedar como un idiota de tomo y lomo —replicó Giogi—. ¿Y cuál ha sido la respuesta de Alusair?

—No ha habido respuesta —respondió serio Vangerdahast.

—Creo que hay algo al respecto que no me habéis explicado... ¿de qué se trata? —preguntó el Wyvernspur, frunciendo el entrecejo.

Las cejas de Vangerdahast se unieron a medida que él también fruncía el ceño.

—Muchos de los nobles de Cormyr, gentes de buena cuna, con reputaciones honorables que se remontan a varias generaciones, han ofrecido despreocupadamente su apoyo a mi regencia sin hacer una sola pregunta al respecto, cuando tan necesarias son. —Se levantó lentamente, con cierto brillo en la mirada—. Si no se siente capacitado para apoyarme, dígamelo... pero si quiere que Cormyr siga siendo en el futuro un hogar para usted y los suyos, quizá lo mejor sería que no dejara escapar esta oportunidad, antes de que la oportunidad lo rehúya a usted.

La espada enjoyada de fino acero abandonó su refugio en la vaina.

—Los Wyvernspur, al menos que yo recuerde, siempre han sido leales a la corona —dijo fríamente—, y eso no va a cambiar mientras yo esté en pie para defender el reino. ¡Yo lo desafío, mago, en nombre de Azoun, legítimo rey de Cormyr! Lucharé con usted aquí y ahora, a menos que me prometa que hará todo cuanto obre en su poder para mantener con vida al rey... y si fracasa, ¡a apoyar a una Obarskyr para que suba al trono, y obedecerla con tanta lealtad y diligencia como hizo con su padre!

El anciano de la túnica lo miró fijamente con el gesto torcido.

—¿Acaso todos los idiotas tienen el cerebro enfundado en una vaina? ¿Y de qué servirá desafiarme? No soy de los que hacen promesas bajo coacción, y si usted es de los que creen en quienes sí lo hacen, entonces no hará sino demostrar que realmente es un idiota, tal y como afirman por ahí. —Adoptó la postura del enfadado noble, con las manos vacías, y añadió—: Además, yo lucho con magia, no con el acero.

De pronto una súbita luz parpadeó alrededor de uno de sus brazos, que recorrió de arriba abajo hasta adoptar la morfología de una llamarada de fuego.

Giogi tragó saliva, arrojó la espada al suelo y de pronto se convirtió en una cosa más alta cubierta de escamas rojas. Sus ojos adormilados se volvieron grandes y dorados, y sus brazos empezaron a tornarse alas. El don de los Wyvernspur, tachado a menudo de maldición, era la habilidad de transformarse en la bestia alada draconiana de la que habían adoptado su nombre. Pese a lo evidente de su precipitación, el joven lord Wyvernspur sabía de qué era capaz en calidad de wyvern.

—Oh, no, no y no —dijo Vangerdahast—. ¡Hoy no estoy de humor para jugar a las batallitas mágicas, gracias!

La luz llameante que envolvía su brazo se fundió en uno de sus guantes y tocó una varilla que guardaba medio oculta. La varilla despidió un destello, tembló y escupió un torrente de luz dorada con tintes verdosos que envolvieron la forma del wyvern en pleno proceso de transformación. Al cabo de un momento pareció desdibujarse y se oyó un sonido extraño, como el de una canción, y Giogioni Wyvernspur volvió a ser él mismo, que observaba pestañeando al mago.

—Antes de que todo esto continúe y cualquiera de nosotros haga algo de lo que pueda arrepentirse o salga herido —dijo Vangerdahast—, mejor será que...

El mago supremo de Cormyr no era precisamente joven, y había visto lo suyo en cuestión de hechizos de combate. Es más, era muy rápido y esperaba tener problemas, algo a lo que la experiencia lo había acostumbrado. Por tanto, cuando oyó susurrar la primera sílaba, procedente de la escalinata a su derecha, formuló un hechizo de protección que había preparado.

El hechizo que de otra forma lo hubiera derribado y arrastrado hasta las mismísimas puertas del castillo Piedra Roja, chocó contra el escudo mágico y se limitó a extenderse alrededor del mago para dar forma a una serie de impotentes flujos luminosos y parpadeantes, antes de difuminarse en el aire.

—Bienvenida, Cat —se limitó a saludar, apartando la mirada del atontado Giogi, para enfrentarse a la mujer furiosa de pelo cobrizo que lo observaba desde las puertas del castillo—. Giogioni y yo estábamos conversando acerca de...

—¿Conversando? —inquirió Cat, cuya mirada verde parecía brillar febril. «Dioses, qué guapa es», pensó el mago. ¿Por qué sería el único mago feúcho que formulaba hechizos en todo el reino?—. ¿Ése es el modo que tiene el mago de la corte de mantener una conversación?

Vangerdahast hizo un gesto que devolvió suavemente la espada de Giogi a las manos de su dueño. Pese a seguir algo atontado y conmocionado, Giogi devolvió la espada a la vaina. El mago hizo un gesto de asentimiento.

—Bien. Odio tener que hablar con quienes intentan matarme.

—¿Qué está ocurriendo, señor mago? —exigió saber Cat, con los puños en las caderas—. Se presenta usted aquí y la emprende con mi Giogi en las mismas escalinatas del castillo...

Vangerdahast levantó una mano para impedir que siguiera con el listado de sucesos bochornosos que acababan de protagonizar.

—Por favor, basta. Acepte mis disculpas. Tiene todo el derecho del mundo a estar furiosa. El mago supremo de la corte de Cormyr se inclina humildemente ante usted para pedirle disculpas.

—Pero no demasiado —añadió Giogi, que logró acompañar sus palabras de una sonrisa. El rostro del mago dibujó también el contorno de una sonrisa, la más sincera en lo que iba de día, dando una palmada en la espalda del noble y animándolo a subir los escalones, para reunirse con Cat, que los esperaba enfadada.

—Si usted me protege de las iras de su buena esposa —dijo Vangerdahast, serio—, hablaré con los dos por el bien del reino.

—¿Intentará convencernos de su capacidad para la regencia? —preguntó hosco Giogi, pero sin rechazar la ayuda del mago para subir las escaleras.

Vangerdahast negó con la cabeza.

—Yo diría que usted ha tomado ya una decisión, cuando la mayoría de los nobles de Cormyr siguen midiendo la capacidad de los contendientes —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto de negación—. Mientras usted planteaba sus dudas, otros se apresuraban a arrojarse a los pies del primero que pasaba. Es necesario que hablemos, joven Wyvernspur.

—¿No pretenderá usted mantenerme en Babia? —preguntó Cat en un tono de voz tan peligroso como suave.

—Señora —replicó el mago con toda la solemnidad de la que fue capaz, mientras los tres se dirigían a los salones del castillo Piedra Roja—, créame, no me atrevería a hacer nada parecido.

En alguna otra parte, un hombre se agitaba nervioso en una habitación oculta, esperando una cita, frotándose las manos con ansiedad mientras recorría la habitación de un lado a otro. ¡No podía pasar toda la noche en aquel mísero cuartucho, lleno de fregonas! ¿Dónde se había metido?

El cuarto de la limpieza en cuestión era una cámara oculta, que no se había utilizado hacía muchos años. Tanto el banco bajo de piedra como la mesita de madera pulida acumulaban un dedo de polvo, eso era lo único que había en ella. Un par de pasajes estrechos, tan estrechos que sólo un niño podría moverse cómodamente por ellos, conducían al otro lado.

La luz de la vela que llevaba el hombre tembló, y en aquel momento tuvo la sensación de que estaba a punto de llegar. El aire que había sobre la mesa se espesó, se condensó, volviéndose una bola de humo serpenteante. En medio de la bola había un par de ojos, de un color negro azabache... negro con puntos rojizos que danzaban juguetones en el iris.

—Saludos, cormyta —saludaron los ojos, con una voz ronroneante.

—Brantarra —dijo el hombre a modo de respuesta. Estaba convencido de que aquél no era su verdadero nombre, de igual modo que aquélla no era su verdadera forma.

—Confío en que todo ha ido como la seda.

—No lo suficiente —replicó él—. El rey sigue con vida, al igual que uno de sus condenados primos. Su juguete mecánico no resultó tan eficaz como esperábamos.

—No era mi juguete —dijo aquella niebla cambiante, con voz suave—. Sólo mi veneno, portador de una enfermedad mortífera. La criatura dorada es cosa conocida en Cormyr, aunque quizá no para los actuales gobernantes. Creo que ha sido una broma muy divertida. ¿Cómo se las apaña el rey?

—Mal —respondió el hombre—. Hay pocas esperanzas de que salga con vida, aunque por ahora no hay modo de acercarse a él. Está rodeado día y noche por guardias, clérigos y nobles.

—Si pretendes matar a un rey, no puedes errar el primer golpe —dijo la suave voz femenina.

—Suponía que su veneno bastaría para ello —susurró el hombre.

—Un obrero mediocre culpa a sus herramientas del resultado de su trabajo —repuso la voz, a quien el hombre estuvo seguro de poder atribuir una sonrisa en los labios que pronunciaban aquellas palabras.

—Sea como fuere, el que Azoun yazca en su lecho de muerte no favorece en nada a nuestra causa. El mago del rey ya está haciendo de las suyas. ¿No hay nada que pueda hacer al respecto?

—¿Hacer algo? —rió abiertamente la voz—. ¿Como por ejemplo teletransportarme mágicamente a la enfermería, arrojar unas cuantas bolas de fuego y proyectiles mágicos? Si tuviera poder suficiente para destruir a Vangerdahast y a sus magos guerreros, ¿no crees que ya lo habría utilizado? No. Paciencia, paciencia es lo que nos conviene tener en este momento.

—Brantarra... —empezó a decir él, pero la voz lo interrumpió chistando con apremio.

—Paciencia —repitió—. Los dos obtendremos todo lo que nos hemos propuesto. Entretanto, tengo otro juguete para ti. —Un tentáculo de niebla surgió de entre la columna humeante hasta posarse sobre la mesa. Al retirarse, había dejado un enorme rubí que brillaba recortado sobre la superficie de madera.

—La primera vez que activaste el abraxus, sacrificaste a uno de tus sirvientes para proporcionarle la vida —recordó la voz—. Este rubí te permitirá otro sacrificio a distancia.

—Pero el abraxus está desmontado —objetó él—. Han guardado bajo siete llaves las piezas sobrantes.

—Silencio —pidió la voz—. Da la piedra a otro. No a un miembro de la realeza, ni a un mago. A alguien que esté a tu lado cuando llegue el momento de celebrar la última confrontación con ese gusano gordo de mago. Cuando llegue ese momento, sabrás cómo utilizarlo.

El hombre cogió la piedra, volviéndola con cierto temor de un lado a otro con su mano enfundada en un guante negro, como si pudiera explotar en cualquier momento.

—No me fío de ti —confesó finalmente.

—Yo tampoco. Al menos, no del todo —dijo la bruma—. Pero es necesario que confiemos el uno en el otro en pro de nuestros intereses comunes. ¡Siga actuando, su señoría, y todo saldrá como está planeado!

Tras pronunciar estas palabras, las luces violentas perfiladas en el interior de la niebla se apagaron paulatinamente, indicando que la audiencia había terminado. El hombre volvió a mirar aquella gema que parecía teñida de sangre, y la guardó en su bolsillo. Entonces, cuidadosamente, gracias a la ayuda de su candelabro, se introdujo por el pasaje angosto en dirección a alguna de las partes más concurridas del castillo. Después de irse, las luces neblinosas centellearon fugazmente, y aquellos ojos llameantes volvieron a abrirse.

—Ése tiene arrestos —dijeron los ojos, cuya luz ahuyentó la oscuridad—, y ahora cuenta con cierta protección mágica. Quizás haya llegado el momento de tirar de los hilos de otras marionetas, si quiero hacerme con el trono de Cormyr.

18
De magos y felinos

Año de la Chimenea Vacía

(629 del Calendario de los Valles)

Thanderahast, el miembro más reciente de la Hermandad de los magos guerreros, se afianzó cuidadosamente a la repisa. Podría haber empleado un hechizo sencillo que le permitiera trepar por el costado del edificio, pero confiaba en que Luthax habría establecido un entramado de encantamientos a modo de defensa no sólo contra la magia, sino también contra quienes hicieran uso de ella. De modo que tuvo que volver, aunque fuera por unos momentos, a la infancia.

El frío viento otoñal azotó su rostro y todo su cuerpo de tal forma que deseó haberse puesto algo más abrigado que la camisa oscura y los calzones de cuero. Una capa lo hubiera zarandeado como un trueno incesante a merced de aquella brisa entablada, mientras el conjunto completo de mago habría bastado para enviarlo de forma descontrolada por los tejados de Suzail, como si fuera un gato extraviado.

A Luthax le encantaría saberlo, claro que Luthax disfrutaba con cualquier cosa relacionada con el zarandeo de sus subordinados.

—Escucha, engendro de orco —había dicho Luthax el primer día a Thanderahast—, la única razón que justifica tu presencia aquí es que tu tía Amedahast es la hechicera suprema. Sin embargo, eso a mí no me basta, voy a resoplar en tu cogote igual que la vara del cabrero con sus cabras, hasta que decidas dedicarte a otra cosa.

Su relación con Amedahast era tan distante como inequívoca, aunque entre medio hubiera pocos magos. Por supuesto Thanderahast hubiera preferido vagar por las ruinas de la antigua Asram y Hlondath o estudiar en las bibliotecas élficas de Myth Drannor a jugar a los espías en los solitarios tejados de Suzail.

Al principio Thanderahast creyó que Luthax lo veía como a un competidor. Baerauble el Venerable había elegido a uno de su propia sangre como sucesor, y posiblemente a Luthax le preocupaba que Thanderahast supusiera un reemplazo similar para la anciana hechicera de Cormyr. No obstante, había algo más. Luthax era transparente como el cristal, y resultaba obvio que disfrutaba enormemente asignando al mago las tareas más desagradables y difíciles, para después comentar con los demás, Amedahast incluida, todos sus fracasos. Buena parte de la corte, gracias a la lengua viperina de Luthax, daba por sentado que Thanderahast era un imbécil.

Oyó algunos pasos sobre los guijarros del suelo, abajo, y Thanderahast permaneció inmóvil sin respirar siquiera. Una pareja de los Dragones Púrpura, la elite del rey, patrullaba el barrio. Sus capas de color violeta oscuro ondeaban a su paso, y no miraron ni a izquierda ni a derecha al pasar junto a las casas de piedra.

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