Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—No sé de qué me sirve si cada semana me protestan una letra —gruñó Becerrita, sin modestia —. Preferiría que no me alabaran tanto y me subieran el sueldo.
—Veinticinco años corriéndose gratis a las putas más caras, emborrachándose gratis en los mejores bulines y todavía se queja, mi señor —dijo Arispe —. Qué nos toca a los que tenemos que bailar con nuestro pañuelo cada vez que nos tomamos un trago o nos tiramos una hembra.
Había cesado el tableteo de las máquinas, cabezas risueñas seguían desde los escritorios el diálogo de Arispe y Becerrita, que había comenzado a sonreír híbridamente, a soltar pequeños espasmos de esa risa ronca y antipática que se convertía en trueno de hipos, eructos e invectivas cuando estaba borracho, piensa.
—Ya estoy viejo —dijo, por fin —. Ya no chupo, ya no me gustan las mujeres.
—Cambiaste de gustos a la vejez —dijo Arispe, y miró a Santiago —. Cuídese, ya veo por qué lo pidió Becerrita para su página.
—Qué buen humor se gastan los jefes de redacción —gruñó Becerrita —. ¿Qué hay de lo otro? ¿Me das la página del centro y a Periquito?
—Te los doy, pero trátamelos bien —dijo Arispe —. Quiero que me sacudas a la gente y me subas el tiraje. Esto es mermelada fina, mi señor.
Becerrita asintió, dio media vuelta, las máquinas comenzaron a teclear de nuevo, y seguido por Santiago se encaminó hacia su escritorio. Estaba al fondo, desde allí observaba las espaldas de todos, piensa, era uno de sus temas. Venía borracho y se plantaba en el centro de la redacción, se abría el saco, y, los puños en las rechonchas caderas, a mí siempre me mandan al culo de todo! Los redactores se encogían en sus asientos, hundían las narices en las máquinas, ni Arispe se atrevía a mirarlo piensa, mientras Becerrita pasaba revista con lentos ojos enfurecidos a los atareados reporteros, ¿despreciaban su página y lo despreciaban a él, no?, a los reconcentrados correctores, ¿por eso lo habían arrinconado en el culo de la redacción?, al absorto cabecero Hernández, ¿para que les viera el culo a los señores de locales, el culo a los señores de cables?, paseándose de un lado a otro como un desasosegado general antes de la batalla, ¿para que recibiera en la jeta los pedos de los señores redactores?, y aventando al techo de rato en rato su carcajada tormentosa. Pero una vez que Arispe le propuso cambiar de escritorio se indignó, piensa: de mi rincón sólo me sacan muerto, carajo. Su escritorio era bajito y un poco contrahecho, como él piensa, pringoso como el terno platinado que solía llevar adornado con lamparones de grasa. Se había sentado, encendía un cigarrillo enclenque, Santiago esperaba de pie, emocionado de que te hubiera pedido a ti, Zavalita, excitado ya por los artículos que escribirías: al matadero como quien se va a una fiesta, Carlitos.
—Bueno, ya nos la metieron y hay que moverse —Becerrita levantó el teléfono, marcó un número, habló con la agria boca pegada al aparato, su mano regordeta de uñas negruzcas borroneaba una carilla.
—Siempre andabas buscando emociones fuertes —dijo Carlitos —. En cierta forma, te dieron gusto.
—Sí, en el Porvenir, váyase ahora mismo con Periquito —Becerrita colgó el aparato, posó sus ojitos legañosos en Santiago —. Ahí cantó esa mujer hace tiempo. La dueña me conoce. Sáquele datos, fotos. Sus amigas, sus amigos, direcciones, qué vida llevaba. Que Periquito fotografíe el local.
Santiago se fue poniendo el saco mientras bajaba la escalera. Becerrita había avisado a Darío y la camioneta, cuadrada en la puerta, obstruía el tránsito; los automovilistas tocaban la bocina. Un momento después apareció Periquito, furioso.
—Le había advertido a Arispe que no trabajaría más con ese negrero y ahora me regala a Becerrita por una semana —iba cargando la cámara, vociferando —. Nos va a hacer polvo, Zavalita.
—Tendrá un humor de perro, pero se bate como un león por sus redactores —dijo Darío —. Si no fuera por él, al borracho de Carlitos ya lo habrían despedido. No rajes de Becerrita.
—Voy a dejar el periodismo, ya basta —dijo Periquito —. Voy a dedicarme a la fotografía comercial. Una semana con Becerrita es peor que coger un chancro.
La camioneta subió por la Colmena hasta el Parque Universitario, bajó por Azángaro, pasó a los pies pétreos y blancuzcos del Palacio de Justicia, enfiló en el atardecer lluvioso por República, y al aparecer, a la derecha, en medio del parque oscuro, el local de la Cabaña, con sus ventanas iluminadas y el aviso chisporroteante de la fachada, Periquito se echó a reír, intempestivamente aplacado: no quería ni mirar esa pocilga, Zavalita, todavía tenía el hígado llagado con la tranca del domingo.
—Con un suelto en su página puede hundir a cualquier mambera, cerrar cualquier bulín, desprestigiar cualquier boite —dijo Darío —. Becerrita es un dios de la Lima bohemia. Y ningún jefe de página se porta como él con su gente. Los lleva a bulines, les convida trago, les consigue mujeres. No sé cómo te puedes quejar de él, Periquito.
—Está bien —admitió Periquito —. Al mal tiempo buena cara. Si hay que trabajar con él, en vez de amargarnos tratemos de explotar su punto débil.
Los bulines, las cantinas hediondas, los barcitos promiscuos de aserrín vomitado, la fauna de las tres de la mañana. Piensa: su punto débil. Ahí se volvía humano, piensa, ahí se hacía querer. Darío frenó: una masa sin facciones circulaba por las aceras en penumbra de 28 de Julio, sobre las siluetas sombrías languidecía la menuda, rancia luz de los faroles del Porvenir. Había neblina, la noche estaba muy húmeda. La puerta de "Monmartre" estaba cerrada.
—Toquemos, la Paqueta debe estar adentro —dijo Periquito —. Este antro se abre tardísimo, aquí se desaguan las boites.
Tocaron los cristales de la puerta —un pianista en la claridad rosada de la vitrina, piensa, su dentadura tan blanca como el teclado de su piano, dos bailarinas con plumajes en el rabo y en la cabeza —, se oyeron pasos, abrió un muchacho escuálido de chaleco blanco y corbatita de fantasía que los miró con aprensión: de
La Crónica
, ¿no? Adelante, la señora los estaba esperando. Un bar cuajado de botellas, un cielo raso con estrellitas de platino, una minúscula pista de baile con un micrófono de pie, mesitas y sillas vacías. Se abrió una puertecilla disimulada detrás del bar, buenas noches dijo Periquito, y ahí estaba la Paqueta, Zavalita: sus ojos de largas pestañas postizas y redondas aureolas de hollín, sus mejillas encarnadas, sus nalgas protuberantes asfixiadas en los ajustados pantalones, sus pasitos de equilibrista.
—¿Le habló el señor Becerra? —dijo Santiago —. Es sobre el crimen de Jesús María.
—Me prometió que no me hará figurar para nada, me lo juró y espero que cumpla —su mano esponjosa, su sonrisa estereotipada, su voz melosa con un dejo remoto de alarma y de odio —. Si hay escándalo, el perjudicado será el local ¿ve usted?
—Sólo necesitamos algunos datos —dijo Santiago —. Saber quién era, qué hacía.
—La conocí apenas, no sé casi nada —las rígidas pestañas que aleteaban evasivamente, Zavalita, la gruesa boca granate que se fruncía como una mimosa —. Hace seis meses que dejó de cantar aquí. Más, ocho meses. Estaba casi sin voz, la contraté por compasión, cantaba tres o cuatro canciones y se iba. Antes estuvo en La Laguna.
Calló al estallar el primer arcoiris y se quedó mirando, boquiabierta: Periquito, tranquilamente, fotografiaba el bar, la pista de baile, el micrófono.
—Para qué esas fotos —dijo, de mal modo, señalando —. Becerrita me juró que no me nombrarían.
—Para mostrar uno de los sitios donde cantó, a usted no la vamos a nombrar —dijo Santiago —. Quisiera saber algo de la vida privada de la Musa. Alguna anécdota, cualquier cosa.
—No sé casi nada, ya le he dicho —murmuró la Paqueta, siguiendo a Periquito con los ojos —. Fuera de la que sabe todo el mundo. Que hace muchos años fue bastante conocida, que cantó en el "Embassy", que después fue amiga de ya saben quien. Pero supongo que eso no lo van a decir.
—¿Por qué no, señora? —se rió Periquito. Ya no está Odría de Presidente, sino Manuel Prado, y
La Crónica
es de los Prado. Podemos decir lo que nos dé la gana.
—Y yo creí que se iba a poder y lo dije en la primera crónica, Carlitos —se rió Santiago —. Ex amante de Cayo Bermúdez asesinada a chavetazos.
—Creo que está usted un poco cojudo, Zavalita —gruñó Becerrita, contemplando las carillas con maldad —. En fin, vamos a ver qué piensa el mandamás.
—Estrella de la Farándula asesinada a chavetazos causará más impacto —dijo Arispe —. Y, además, son las órdenes de arriba, mi señor.
—¿Fue o no fue la querida de ese pendejo? —dijo Becerrita —. Y si lo fue y el pendejo ya ni está en el Gobierno y ni siquiera en el país ¿por qué no se puede decir?
—Porque al Directorio le da en los huevos que no se diga, mi señor —dijo Arispe.
—Está bien, ese argumento siempre me convence —dijo Becerrita —. Corríjase toda la crónica, Zavalita. Donde puso ex amante de Cayo Bermúdez métale ex reina de la Farándula.
—Y después Bermúdez la abandonó y se fue del país, en los últimos tiempos de Odría —la Paqueta dio un respingo: acababa de estallar otro flash —. Usted se acordará, cuando los líos de la Coalición en Arequipa. Ella volvió a cantar, pero ya no era la de antes. Ni su físico, ni su voz. Tomaba mucho, una vez trató de suicidarse. No conseguía trabajo. La pobre las pasó muy mal.
—¿En todo el tiempo que estuviste con él no le conociste ninguna mujer? —dice Santiago —. Sería marica, entonces.
—¿Qué vida llevaba? —dijo la Paqueta —. Mala vida, ya le conté. Tomaba, los amigos no le duraban, siempre con apuros de plata. La contraté por compasión, y la tuve poco, unos dos meses, quizás ni eso. Los clientes se aburrían. Sus canciones habían pasado de moda. Trató de ponerse al día, pero los nuevos ritmos no le iban.
—No le conocí queridas, pero sí mujeres —dice Ambrosio —. Es decir polillas, niño.
—Y cómo fue el lío ése de las drogas, señora —dijo Santiago.
—¿Drogas? —dijo la Paqueta, estupefacta —. ¿Qué drogas?
—Iba a bulines, lo llevé muchas veces —dice Ambrosio —. A ése que usted recordaba antes. Ivonne, ése. Muchas veces.
—Pero si también la complicaron a usted, señora, si la detuvieron junto con ella —dijo Santiago —. Y gracias al señor Becerra no se publicó nada en los periódicos ¿no se acuerda?
Un temblor rapidísimo animó la cara carnosa, las inflexibles pestañas vibraron con indignación, pero luego una sonrisa porfiada, reminiscente, fue suavizando la expresión de la Paqueta. Cerró los ojos como para mirar adentro y localizar entre los recuerdos ese episodio extraviado: ah sí, ah eso.
—Y Ludovico, ése que ya le conté, el que me ensartó mandándome a Pucallpa, el que me reemplazó como chofer de don Cayo, también lo llevaba todo el tiempo al bulín —dice Ambrosio —. No, niño, no era maricón.
—No hubo drogas ni muchísimo menos, fue una equivocación que se aclaró ahí mismo —dijo la Paqueta —. La policía detuvo a uno que venía aquí de vez en cuando, traficaba cocaína parece, y a ella y a mí nos citaron como testigos. No sabíamos nada y nos soltaron.
—¿Con quién andaba la Musa cuando trabajaba aquí? —dijo Santiago.
—¿Qué amante tenía? —sus dientes montados y disparejos, Zavalita, sus ojos chismosos —. No tenía uno, sino varios.
—Aunque no me dé los nombres —dijo Santiago —. Por lo menos, qué clase de tipos eran.
—Tenía sus aventuras, pero no conozco los detalles, no era mi amiga —dijo la Paqueta —. Sé lo que todo el mundo, que se había dado a la mala vida y nada más.
—¿No sabe si tenía familia aquí? —dijo Santiago —. ¿O alguna amiga que pudiera darnos más información sobre ella?
—No creo que tuviera familia —dijo la Paqueta —. Ella decía que era peruana, pero algunos pensaban que era extranjera. Decían que su pasaporte de peruana se lo hizo dar quien se imaginan, cuando era su amante.
—El señor Becerra quería algunas fotos de la Musa, cuando cantaba aquí —dijo Santiago.
—Se las voy a dar, pero, por favor, no me mezclen en esto, no me nombren —dijo la Paqueta —. Los ayudo con esa condición. Becerrita me ha prometido.
—Y vamos a cumplir, señora —dijo Santiago —. ¿No conoce a nadie que pueda darnos más datos sobre ella? Es lo último, y la dejamos, tranquila.
—Cuando dejó de cantar aquí no la vi más —la Paqueta suspiró, súbitamente adoptó un aire misterioso y delator —. Pero se oían cosas de ella. Que se había ido a una casa de ésas. A mí no me consta. Sólo sé que vivió con una mujer de mala fama, una que trabaja donde la francesa.
—¿La Musa vivía con una de las mujeres de donde Ivonne? —dijo Santiago.
—A la francesa sí la pueden nombrar —se rió la Paqueta, y su voz dulzona se había empañado de odio —. Nómbrenla, que la policía la cite a declarar. Esa vieja sabe muchas cosas.
—¿Cómo se llamaba esa amiga con la que vivió? —dijo Santiago.
—¿Queta? —dice Ambrosio, y unos segundos después, atontado —: ¿Queta, niño?
—Si dicen que yo les di el dato me arruinan, la francesa es la peor enemiga que existe —la Paqueta dulcificó la voz —. El nombre de veras no lo sé. Queta es su nombre de guerra.
—¿Nunca la viste? —dice Santiago —. ¿Nunca se la oíste nombrar a Bermúdez?
—Vivían juntas y decían muchas cosas de ellas —susurró la Paqueta, pestañeando —. Que eran más que amigas. A lo mejor eran chismes, claro.
—Nunca la oí, nunca la vi —dice Ambrosio —. A mí no me iba a hablar don Cayo de sus polillas, yo era su chofer, niño.
Salieron a la neblina, la humedad y la penumbra del Porvenir; Darío cabeceaba. recostado sobre el volante de la camioneta. Al encenderse el motor, un perro ladró desde la vereda lúgubremente.
—Se había olvidado de la pichicata, de que la metieron presa con la Musa —se rió Periquito —. Qué gran conchuda ¿no?
—Está feliz de que la hayan matado, se nota que la odiaba —dijo Santiago —. ¿Te fijaste, Periquito? Que era borracha, que había perdido la voz, que era tortillera.
—Pero le sacaste buenos datos —dijo Periquito —. No te puedes quejar.
—Todo esto es basura —dijo Becerrita —. Hay que seguir escarbando hasta que salte la pus.
Habían sido unos días agitados y laboriosos, Zavalita, te sentías interesado, desasosegado, piensa: vivo otra vez. Un infatigable trajín: subir y bajar de la camioneta, entrar y salir de cabarets, radios, pensiones, bulines, un incesante ir y venir entre la mustia fauna noctámbula de la ciudad.