Contra Natura (31 page)

Read Contra Natura Online

Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
8.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se encontraron, por fin, en el Retiro. Pasearon lentamente, arriba y abajo, por el Paseo de Coches. Era el crepúsculo castellano, tamizado por las arboledas, juanramoniano, malva y sepia: a ratos una fotografía envejecida, a ratos tierno y crudo, como los encuentros furtivos que menudeaban ya a aquellas horas. Salazar entró directamente en materia. Esta novedad le pareció deliciosa a Paco Allende. No podía pensar con claridad, Allende, esa tarde. Era el final glorioso de casi quince días ya de esperar y de llamar por teléfono a Salazar. En ese tiempo, Allende no había pensado en otra cosa, sólo en Javier Salazar. Y, naturalmente, el estado de ánimo resultante era un estado de sumisión, de deseo humilde, de súplica, de adoración sin más. Era muy visible la clase de sentimiento que Allende sentía: Salazar se sintió, desde un principio, irritado. En los quince días transcurridos, Salazar había acabado persuadiéndose a sí mismo de que tenía toda la razón y de que cualquier concesión que se le hiciera al enamorado Allende sólo podía conducir a una ruptura grotesca. En cualquier caso —pensaba Salazar—, entre nosotros dos no puede darse ninguna amistad, ni siquiera a corto plazo, dada la diferente naturaleza de nuestras inclinaciones. A sus veintitantos años, Javier Salazar se consideraba heterosexual a sí mismo. Pensaba que los remotos episodios de iniciación erótica de su primera juventud, allá en el pueblo, así como todo el episodio de Carlos Mansilla (más algunos otros que habían tenido lugar casi de la misma manera en estos pocos años), sólo confirmaban la exquisita naturaleza de sus inclinaciones sexuales, su natural ascetismo, su aprecio por la castidad, su aborrecimiento de toda relación carnal vulgar, como Salazar lo llamaba. Y el aspecto entregado de Allende esa tarde contribuyó a hacer que se sintiera no sólo superior, sino, sobre todo, obligado a decir la verdad: éstos fueron los términos en que se planteó para Salazar el asunto: Tengo que decirle la verdad a este desgraciado, que confunde la más vulgar concupiscencia con quién sabe qué absurdo eros platónico.

—Siento mucho, de verdad muchísimo —había comenzado Allende varias veces ya—, lamento lo de la otra noche.

—Fue lamentable, sí. Y también ridículo. Pero no te preocupes, está todo olvidado.

—Es que... yo no lo he olvidado. Yo deseaba tu cariño, tus caricias. Yo te dije la verdad. Me comporté con vulgaridad y con precipitación, lo reconozco, pero, en fin, no me avergüenzo...

—Sé que no te avergüenzas —declaró amablemente Salazar—. El que no te avergüences de algo que fue en sí mismo ridículo, muy ridículo, te convierte en un compañero problemático: ¡al no avergonzarte, todo hace suponer que volverás a repetir la escena del otro día a la primera oportunidad!

—Te prometo que no —dice Allende.

—No puedes prometer eso porque es una promesa imposible de cumplir para ti. Si no te avergüenzas de lo ocurrido volverás a repetirlo. Y no te avergüenzas porque crees que tienes razón, crees que la pasión que crees sentir por mí se justifica por sí sola: estás entontecido por la vulgar idea de que el amor todo lo justifica, cualquier ridiculez, cualquier torpeza.

—Ama y haz lo que quieras, como recordarás hay toda una tradición ética y religiosa que se apoya en esta idea —dijo Allende, todo esto en voz baja, sin ánimo de polemizar con su amigo, pero sintiéndose herido por lo que acababa de oír.

Era difícil no sentirse herido por aquella voz fría y dulce, aquella ausencia de ademanes con que Salazar emitió su declaración: Allende tenía la sensación de que la palabra vulgar, como un globo de chicle, le había explotado dos o tres o cuatro veces en la cara, dejándole una sensación pegajosa de bachiller grotesco. La inevitable imagen de Carlitos Mansilla había reaparecido mientras oía a Salazar. ¿Por qué tenía que hablarle así? Si lo que Javier Salazar deseaba y tenía intención de llevar a cabo era deshacerse de Allende, ¿a qué venía todo aquel discurso? Allende no podía librarse de la impresión de que Salazar estaba jugando con él. De que toda aquella frialdad y agresividad blanda era una actitud impostada. La actitud de alguien que, en el fondo, encuentra deleitable la situación pero o no se atreve a acceder a ella, o pretende prolongarla un poco más. Allende no podía librarse de la idea de que, si Salazar creía con sinceridad lo que acababa de decirle, tenía a mano el mejor de todos los recursos: mandarle a la mierda. No había que discursear, no había nada que hablar —decidió Allende—. Si realmente, como dice, le parezco una persona vulgar, incontinente y promiscua, un maricón, todo lo que tendría que hacer sería decírmelo a la cara. Lo único adecuado sería largarse. ¿Por qué sigue paseando conmigo? ¿Por qué me habla dulcemente? ¿Por qué juega conmigo?

—Vamos a sentarnos —dijo Allende—. Te prometo que no volveré a repetir lo de la otra noche. Pero, por favor, no me digas esas cosas horribles que no creo que sientas. Si de verdad te diera yo tanto asco como parece, por lo que dices, seguro que te irías y me dejarías. Nada te obliga a seguir aquí conmigo.

—¡Así que, encima, me estás llamando maricón a mí! ¡Encima estás creyendo que, sólo porque soy amable contigo, soy, además, cómplice de tu incontinencia! Eres incapaz de entender a una persona como yo. Eso fue lo que me pareció detestable en Carlos Mansilla, aquel soplapollas del seminario. Tú eres mejor que él, más inteligente, también más viejo, pero tu intención es la misma. Todo lo que piensas, todo lo que sientes, todo tú entero, de pies a cabeza, es concupiscencia. Sólo deseas follarme, o toquetearme o chuparme la polla. ¡Eres repugnante! Pero yo no te mando a la mierda ni te rompo la boca, como quizá mereces, porque tu caso me interesa. Tu descoordinación afectiva me fascina, tu cacao mental me parece digno de estudio. Te crees con derecho a todo porque crees que me amas.

Allende se sentía desolado. Pero se aferraba a lo que todos los amantes de este mundo, mayores y menores por igual, se han aferrado siempre: a que mientras hay vida, mientras la relación, aunque sea a trancas y barrancas, se mantiene, hay esperanza. Tenía que haber esperanza porque Salazar no le mandaba a la mierda. Esto, que era lo más simple, ¿no era también lo más profundo? A la fuerza —razonaba Allende— tenía que ser a la vez lo más profundo puesto que lo más fácil, lo más desenredado, incluso lo más humano, lo menos cruel, hubiera sido, por parte de Salazar, mandarle a la mierda. Y eso fue lo que preguntó de nuevo:

—Si me aborreces, ¿por qué no me mandas a la mierda?

—Porque yo no funciono así. Tampoco mandé a la mierda a Carlos Mansilla, a pesar de que tú creíste en ese entonces lo contrario. No recuerdo qué le dije, casi nada, posiblemente. Él tenía, este Carlos, el deseo de muerte impreso en todas las células del cuerpo. Todo lo que deseaba en este mundo, el pobre imbécil, era echárseme encima, besuquearme, toquetearme, babosearme, llorarme y morir. La destrucción o el amor. Ése era su proyecto vital. Curiosamente, por suerte para ti, ése no es tu proyecto vital, ni mucho menos. Tú no eres, tú, Paco Allende, una libélula asquerosa que aspira sólo a copular y a morir. Tú eres listo y no tienes la menor intención de morir, ¿a que no?

—No. Desde luego que no.

—¿Lo ves? Eso te salva. Tú no quieres morir. Pero el no querer morir, que te salva, te envilece a la vez. Carlos Mansilla, que era muy tontito, muchísimo más tonto que tú, era sin embargo más noble que tú, Paco Allende. Sólo quería que yo le besara, chupármela, mamármela. Yo qué sé qué hostias quería. Por muy mínimo e ínfimo que fuese, que lo era, estaba dispuesto a pagar un precio infinito. Estaba dispuesto a morir porque me amaba. ¿Has leído a Genet? No, sé que no. No sabes quién es San Genet, comediante y mártir.

—¡Sé quién es! Me fascinó ese libro. El envilecimiento, la poética de las vergas.

—Sí, anochece. Vamos a sentarnos, Paco Allende, donde tú desearías que nos sentáramos y llorarme encima de la polla y baboseármela.

—Si sólo te dejaras, yo podría hacerte feliz.

—¡Hay en ti algo muy bueno y muy hermoso, mi diminuto sarasa, mi joto de bolsillo, que me hace sentirme bien, gracias a ti siento el poder, el omnímodo poder de la indiferenciada fascinación. Vamos a sentarnos donde tú deseas!

Se habían metido ya por detrás de los bojes. Les habían arañado al pasar los recios alibustres castellano-manchegos. Estaban por donde por entonces, en aquel entonces, en el Retiro se follaba a oscuras. Los macizos redondeados, con sus huecoramas, eran cámaras que El Bosco hubiera con gusto dibujado. Allí los mariquitas blancos se bajaban los pantalones y los calzoncillos Abanderado, y se la meneaban, melancólicamente, furiosamente, velozmente. Tenía que ser todo veloz, por los grises, que andaban al rececho. Ahí se sentaron en un banco, viéndolos pasar, a sus iguales, unos tras otros, amartelados, ensimismados, erotizados por las sombras y los jugos seminales que les recorrían, glándula pineal arriba y abajo, a todos ellos, los azorados. Bujarroncitos de entonces en busca del eterno retorno de lo mismo. Pues bien, se sentaron en un banco que quedaba inclinado en cuesta, de tal manera que casi no se les veía, salvo al venírseles encima los paseantes. Entonces dijo Salazar:

—Vuélmelo a decir todo ahora, corazón. Si vuelves a repetirlo todo, palabra por palabra, con la intensidad y la melosidad de la otra noche, te dejaré que me abras la bragueta. ¿Te parece poco? ¿Te parece suficiente? ¡Qué gustirrinín!, como dice Gila...

Allende se puso de pie. Era la primera gran humillación de su vida. Era humillante aquella situación porque, hasta casi un segundo antes de ponerse de pie, habría creído que Salazar deseaba que hiciera lo que le pedía que hiciese. Fue, quizá, lo de la bragueta lo que le hirió. La frase que más le hirió fue Ábreme la bragueta. ¿Qué fue lo que más le hirió? Lo que más le hirió fue que Salazar diese por supuesto que, a cualquier precio, bajo cualquier condición, Allende haría lo que fuese por mamársela. No, eso no fue lo que más le hirió. Lo que más le hirió fue ver a Salazar sentado junto a él, rozándole. Verse ahí era rozarse sobre todo, las sombras eran dulces, la noche era tierna, una noche de ajetes y de vino tinto, de vino peleón, una noche murciana, enladrillada, de color de ladrillo, del color de la ceniza, del color de los lagartos, del color de las culebras, del color del Jardín de las Delicias de El Bosco. Lo que más le hirió fue que deseaba ardientemente hacer lo que Salazar le pedía que hiciese para burlarse. Lo que más le hirió fue que Salazar fingiese —o quizá no fingía— que no deseaba ser amado allí mismo, entre las frondas, como en un baile del candil. Se puso de pie Allende y dijo:

—Mejor me voy.

—¿Ah, sí? —musitó Salazar levemente, bajísimamente, audiblemente sin embargo—. ¿Ah, sí? ¿Te vas? Te vas a perder la mejor polla de tu vida por un tonto orgullo clerical. Por puro orgullo herido. Vas a perderte lo que más deseas. Mira, ¿quieres ver mi polla? Mírala. ¡Tócame! ¡Te lo pido por favor, hijoputa, no te vayas ahora!

Allende no podía no mirar. Se sentía de verdad humillado, confundido, utilizado. Pero, a la vez, deseaba mirar lo que Salazar le ofrecía. Deseaba la mamada aquella. Así que cayó de rodillas, delante de Salazar, y dijo:

—¡Te pido por favor que me perdones y que me dejes ir y que no me atormentes! Pido por favor que no me hagas amarte para despreciarme. Yo sé que tú no deseas nada de esto y sólo estás divirtiéndote conmigo.

—Ah, no. No, no. Nada de eso. ¡Tócame. Mírame y tócame!

Allende se puso en pie, giró sobre sí mismo y, dando la espalda a Salazar, emprendió su retirada cuesta arriba, en dirección al Parterre. Se sintió aliviado. Aceleró el paso. De pronto comprendió que jamás podría unir el deseo y la humillación. Jamás volvería a pedir a nadie lo que le había pedido a Salazar aquella noche. Apresuró el paso. Había llegado ya a la balconada del Parterre y contempló desde arriba los solemnes pliegues de los ropajes de los reyes, la graciosa escalinata. Era ya de noche, una noche tranquila. Los coches circulaban por Alfonso XII, los semáforos se encendían y apagaban. Tendría que acostumbrarse a distinguir sus urgencias genitales de sus deseos amorosos. Tendría que ser capaz, de ahora en adelante, de evitar humillaciones como aquélla. Cerró los ojos, oyó unos pasos en la grava, precipitados, que se le venían encima, se volvió y abrió los ojos y ahí tenía, frente a él, a Salazar.

—¿Vas a dejarme plantado?

—No soy masoquista. No disfruto con la humillación, que tú pareces considerar necesaria, ese trámite. ¿Tienes que someter...? ¿Crees en serio que es necesario a cualquiera que te ame, uno cualquiera que sólo desee tal vez únicamente acariciarte o besarte o chupártela, tienes que humillarle y maltratarle así? ¿Sabes, Salazar?, creo que sí, creo que te excita sólo eso: ver cómo nos retorcemos delante de ti y te suplicamos. Entonces, cuando hemos perdido toda la dignidad, tú te ofreces por lo barato, como un artículo de segunda mano, te vuelves inmediato, te vuelves accesible: ¡Ábreme la bragueta, mírame la polla!, nos dices. Si por casualidad hiciéramos lo que nos pides, y de verdad sabes que yo deseaba muchísimo esta noche hacerlo, entonces... Aquí es donde me pierdo... Entonces, ¿qué? Supongamos que esta noche, hace un rato, yo hubiera hecho lo que deseaba hacer, lo que tú por fin me ofrecías casi gratis: mamártela. Deseaba con toda mi alma tragarme tu semen cálido, sentir tu verga tiesa, sentir cómo el semen te subía a borbotones, bebérmelo, sentir en la lengua el sabor salado de tu semen blanco y joven. Ahora que tú me lo dabas gratis deseaba con toda mi alma aceptar tu regalo envenenado. Yo lo deseaba. Hasta aquí lo tengo todo claro. Yo te deseaba, y si me apuras mucho, yo te deseo ahora mismo. Has venido corriendo detrás de mí, ¿me deseas tú también a mí? Aquí es donde me pierdo. ¿He logrado por fin excitarte, hacer que me desees?, ¿o eres tú ahora más dueño de ti mismo que nunca y no quieres que me vaya porque deseas verme muerto?

—¿No te gusto ya? Seguro que te gusto ahora más que antes, más que nunca. Vámonos ahí detrás y me haces lo que quieras. Deberías pensar que eres casi la primera persona, la única persona a quien me ofrezco gratis. Yo soy lo que tú llamas bellísimo, yo soy tu maravillosa belleza, la sombra del amor que en ti existe soy yo. No te engañes, nunca me olvidarás, y si esta noche me dejas ir sin usarme, nunca me olvidarás. Te perseguirá mi recuerdo, mi imagen, mi falsa ternura, te perseguirá mi frialdad y mis burlas. Vámonos, Paco, ahí atrás, y nos lo hacemos. ¿Tú descapullas bien? ¿Sabes que a mí me operaron de fimosis? Me quedó una polla muy bien hecha, me dijo el médico-psiquiatra, dos enfermeras se reían, fue asqueroso, anduve un mes con la verga vendada, en carne viva, ¿quieres verla?, ahora está bonita, vámonos, Paco, vámonos ahí detrás. Haz lo que deseas hacer conmigo, siempre has deseado conmigo lo que yo ahora te ofrezco hacer conmigo. Haz conmigo ahora lo que siempre has deseado hacer conmigo, tócame aquí mismo, ahora nadie nos ve, estoy muy excitado por mis propias palabras excitantes. Déjame que te toque yo, por una vez en la vida voy yo a tocarte y no al contrario, deberías sentirte maravillado y honrado, como si te la mamara Jesucristo.

Other books

The Fatal Englishman by Sebastian Faulks
THE SOUND OF MURDER by Cindy Brown
All the Things We Never Knew by Sheila Hamilton
Black Diamond by Rachel Ingalls
Cup of Sugar by Karla Doyle
Audition by Barbara Walters