Congo (2 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Congo
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Pero no cualquier clase de diamantes. Los geólogos buscaban lo que llamaban diamantes del tipo IIb. Cada nueva muestra era sometida inmediatamente a una prueba eléctrica. Las conversaciones resultantes eran ininteligibles para Kruger; versaban acerca de intervalos dieléctricos, iones de reticulado, resistividad. Pero dedujo que eran las propiedades eléctricas de los diamantes lo que les importaba. Por cierto, las muestras eran inútiles como piedras preciosas. Kruger examinó varias, y todas eran impuras.

Durante diez días, la expedición había estado localizando depósitos superficiales. Éste era un procedimiento común: si se encontraba oro o diamantes en el lecho de un río, se avanzaba corriente arriba hasta la presunta fuente erosiva de los minerales. La expedición había avanzado hacia terrenos más altos a lo largo de las laderas occidentales de la cadena volcánica de Virunga. Todo era rutinario hasta que un día, alrededor del mediodía, los porteadores se rehusaron lisa y llanamente a continuar.

Esta parte de Virunga, dijeron, se llamaba
kanyamagufa
, que quería decir «el lugar de los huesos». Los porteadores decían que el que insistiera en seguir adelante, terminaría con los huesos rotos, particularmente el cráneo. No hacían más que tocarse los pómulos, repitiendo que les aplastarían el cráneo.

Los porteadores eran arawanis que hablaban bantú, provenientes de la ciudad cercana más importante, Kisangani. Como la mayoría de los nativos habitantes de ciudades, tenían toda clase de supersticiones acerca de la jungla del Congo. Kruger llamó al jefe.

—¿Qué tribus hay aquí? —preguntó, señalando la jungla que tenían delante.

—No hay tribus —contestó el jefe.

—¿Ninguna tribu? ¿Ni siquiera bambutis? —preguntó, refiriéndose al grupo de pigmeos más próximo.

—Ningún hombre viene aquí —dijo el jefe—. Esto es
kanyamagufa
.

—¿Quién aplasta los cráneos, entonces?


Dawa
—repuso ominosamente el jefe, usando el término bantú para referirse a las fuerzas mágicas—.
Dawa
fuerte aquí. Los hombres no se acercan.

Kruger suspiró. Como muchos blancos, estaba harto de oír hablar del
dawa
. El
dawa
estaba en todas partes, en plantas y rocas y tormentas y enemigos de todas clases. Pero la creencia en el
dawa
prevalecía en gran parte de África, y en el Congo se creía firmemente en él.

Kruger se vio obligado a perder el resto del día en tediosas negociaciones. Finalmente, les dobló el jornal y les prometió rifles cuando regresaran a Kisangani, con lo que los porteadores aceptaron continuar. Kruger consideró el incidente como una irritante maniobra nativa. Era sabido que, por lo general, una vez que la expedición había llegado a un punto tal que se dependía de ellos, los porteadores invocaban alguna superstición local para obtener un aumento del jornal. Él ya había previsto esa eventualidad en el presupuesto y, una vez aceptadas las exigencias, no pensó más en el asunto.

Incluso cuando llegaron a varias áreas cubiertas de fragmentos despedazados de huesos —que los porteadores hallaron alarmantes— Kruger no se preocupó. Al examinarlos, descubrió que no eran huesos humanos sino delicados huecesillos de monos colobos, esas hermosas criaturas hirsutas, blancas y negras, que habitaban en lo alto de los árboles. Era verdad que había muchos huesos, y Kruger no tenía idea de por qué habían sido despedazados, pero hacía mucho tiempo que vivía en África y había visto muchas cosas inexplicables.

Tampoco le impresionaron los grandes fragmentos de piedra que sugerían que alguna vez en el lugar había habido una ciudad. Kruger había encontrado más de una vez ruinas inexploradas. En Zimbabwe, en Broken Huí, en Maniliwi existían restos de ciudades y templos que ningún científico del siglo XX había visto o estudiado.

La primera noche acampó cerca de las ruinas.

Los porteadores estaban aterrorizados e insistían en que las fuerzas del mal los atacarían mientras dormían. Contagiaron el miedo a los geólogos estadounidenses. Para apaciguarlos, Kruger apostó dos guardias, él y el porteador más confiable, Misulu. Kruger pensaba que era una estupidez, pero parecía lo más atinado que podía hacer en esas circunstancias.

Y tal como esperaba, la noche transcurrió con tranquilidad. Alrededor de la medianoche hubo cierto movimiento en el matorral, y se oyeron unos sonidos bajos, como jadeos, que debían provenir de un leopardo. Los grandes felinos con frecuencia tenían problemas respiratorios, particularmente en la jungla. Aparte de eso, todo estuvo en calma, y ahora ya amanecía: la noche había concluido.

Un suave sonido corto y agudo le llamó la atención. Misulu lo oyó también, y miró, intrigado, a Kruger. Una luz roja comenzó a brillar de modo intermitente en el transmisor. Kruger se puso de pie y cruzó el campamento hasta llegar al equipo. Sabía operarlo. Los norteamericanos habían insistido en que aprendiera, como «procedimiento de emergencia». Se agazapó sobre la caja negra del transmisor, con su rectángulo verde.

Oprimió unas teclas y en la pantalla aparecieron las letras TX HX, lo que significaba que había una transmisión desde Houston. Apretó el código de respuesta, y la pantalla imprimió CAMLOK. Eso significaba que Houston pedía una transmisión por cámara de vídeo. Echó un vistazo a la cámara sobre un trípode, y vio que la luz roja estaba encendida. Apretó el botón portador y en la pantalla apareció SATLOK, que significaba que seguía una transmisión por satélite. Habría una demora de seis minutos, el tiempo necesario para trabar la señal de transmisión por satélite. Pensó que lo mejor sería despertar a Driscoll, el jefe de los geólogos. Driscoll necesitaría unos pocos minutos antes de que llegara la trasmisión. A Kruger le divertía que los norteamericanos se pusieran una camisa limpia y se peinaran antes de situarse frente a la cámara. Igual que los reporteros de televisión.

Arriba, en los árboles, los monos colobo chillaban y sacudían las ramas. Kruger miró hacia arriba, intrigado por la causa que los había alarmado, aunque era normal que por las mañanas los monos colobo pelearan entre ellos.

Algo lo golpeó ligeramente en el pecho. Al principio creyó que era un insecto, pero miró su camisa caqui y vio una mancha roja, y la pulpa de un fruto rojo que se deslizaba por su camisa al suelo fangoso. Los malditos monos estaban tirando bayas. Se inclinó para levantarla. Y entonces se dio cuenta de que no era un fruto. Entre los dedos se le deslizó un ojo humano, aplastado, de un blanco rosáceo, con un pedazo del blanco nervio óptico todavía unido en la parte de atrás.

Giró rápidamente el rifle y miró en dirección al lugar donde debía estar sentado Misulu, sobre la piedra. Allí no había nadie.

Kruger cruzó el campamento. Arriba, en los árboles, los monos hicieron silencio. Oía cómo sus botas chapoteaban en el barro a medida que pasaba junto a las tiendas. Y luego volvió a oír el sonido resollante. Era un sonido suave y extraño, en medio de la bruma matinal. Kruger pensó si realmente sería un leopardo o si se habría equivocado.

Entonces, vio a Misulu; yacía de espaldas, en medio de lo que parecía un charco de sangre. Le habían aplastado el cráneo astillándole los huesos faciales, de modo que la cara se le había angostado; tenía la boca abierta en un bostezo obsceno. El ojo que le quedaba estaba abierto y medio salido. El otro ojo había sido despedido por la fuerza del impacto.

A Kruger le latió con fuerza el corazón al inclinarse a examinar el cuerpo. Se preguntaba qué podría haber causado tales heridas. Y entonces volvió a oír el jadeo, y esta vez estuvo seguro de que no se trataba de un leopardo. Luego los monos colobo volvieron a chillar. Kruger se puso en pie de un salto y lanzó un alarido.

DÍA 1
HOUSTON

13 de junio de 1979

1
STRT Houston

A dieciséis mil kilómetros de distancia, en la fría sala de datos de Servicios Tecnológicos para los Recursos Terrestres, S. A., de Houston, Karen Ross estaba sentada, inclinada sobre una taza de café, frente a la terminal de computación, revisando las últimas imágenes provenientes de África. Ross era la supervisora del Proyecto Congo de STRT, y mientras operaba los controles de las imágenes enviadas por satélite, de colores artificiales contrastantes, azul, púrpura y verde, miraba su reloj con impaciencia. Estaba esperando la siguiente transmisión de campo desde África.

Eran las 22.15, hora de Houston, pero en la sala que carecía de ventanas, no había indicación de tiempo o de lugar. Día y noche, la sala de datos de STRT permanecía igual. Bajo hileras de luces fluorescentes especiales de kalon, los miembros del equipo de programación trabajaban ante largas filas de terminales, proporcionando entradas a los grupos de campo que mantenía STRT en todo el mundo. Esta carencia de limitación temporal se consideraba necesaria para los ordenadores, que requerían una temperatura constante de dieciséis grados centígrados, líneas eléctricas exclusivas, luces especiales, de color corregido, que no interfirieran con el sistema de circuitos. Era un ambiente hecho para las máquinas; las necesidades de la gente eran secundarias.

Pero existía otra razón para el diseño de la instalación principal. STRT exigía que los programadores de Houston se identificaran con los grupos de campo y, de ser posible, vivieran de acuerdo con sus horarios. Se prohibía dar entrada a partidos de béisbol u otros acontecimientos locales; no había un reloj que indicara la hora de Houston; si bien en la pared más lejana ocho grandes relojes digitales registraban la hora local de los diversos grupos de campo.

El reloj con la leyenda GRUPO DE CAMPO DEL CONGO indicaba las 6.15 cuando el intercomunicador dijo: «Doctora Ross, cea».

Ella dejó la consola después de marcar la contraseña digital. Todas las terminales de STRT tenían un control de contraseña, como una cerradura con combinación. Era parte de un complicado sistema para impedir que fuentes exteriores se apoderaran de las informaciones contenidas en su enorme base de datos. STRT se ocupaba de informaciones, y como decía R. B. Travis, el director de STRT, la forma más fácil de obtener información era robándola.

Cruzó el cuarto a grandes pasos. Karen Ross medía casi un metro ochenta de estatura, y era una muchacha atractiva, aunque desmañada. De sólo veinticuatro años, era más joven que la mayoría de los programadores, pero, a pesar de su juventud, tenía una seguridad que la gente encontraba sorprendente, y hasta inquietante. Karen Ross era un verdadero prodigio en matemáticas.

A los dos años, mientras acompañaba a su madre al supermercado, había calculado mentalmente si una lata de diez onzas a diecinueve centavos resultaba más barata que otra de un libra y doce onzas a setenta y nueve centavos. A los tres, sorprendió a su padre al observar que, a diferencia de otros números, el cero significaba cosas distintas en posiciones distintas. A los ocho dominaba álgebra y geometría; a los diez, había aprendido cálculo matemático sin ayuda; entró en el Instituto Tecnológico de Massachusetts a los trece y procedió a hacer una serie de descubrimientos brillantes en matemática abstracta, culminando con la redacción de un tratado, Predicción topológica en el Espacio n, que resultaba útil para matrices de decisión, análisis de trayectoria crítica y planimetría multidimensional. Este interés despertó la atención del STRT, donde la nombraron supervisora de campo de la compañía. Era la más joven del personal.

No todos la apreciaban. Los años de aislamiento, de ser la persona más joven del lugar, la habían hecho reservada y un tanto distante. Uno de sus compañeros de trabajo la describió como «exageradamente lógica». Su frío comportamiento le valió el mote de Glaciar Ross.

La juventud seguía siendo un impedimento para ella. Fue, al menos, la excusa que dio Travis para no permitirle dirigir la expedición al Congo, aun cuando ella había derivado la base de datos del Congo en su totalidad, y por derecho debía haber sido la jefa en el campo.

—Lo siento —había dicho Travis—, pero este contacto es demasiado importante y no puedo dárselo, simplemente.

Ella insistió, recordándole sus éxitos como jefa de equipo en Pahang y Zambia, el año anterior. Finalmente, él le dijo:

—Mire, Karen, este sitio está a dieciséis mil kilómetros de distancia. Allí necesitamos algo más que una programadora de consola.

A ella le molestó que le dijeran que no era más que una programadora de consola, rápida con las teclas, buena para jugar con los chismes de Travis. Quería probar su capacidad en un grupo de campo. Y la próxima vez estaba decidida a convencer a Travis para que la dejara ir.

Karen Ross llamó el ascensor que iba al tercer piso, marcado «Acceso CX Solamente». Mientras esperaba, advirtió la mirada de envidia que le lanzó uno de los programadores. Dentro de STRT el estatus no estaba determinado por salario, título, tamaño del despacho, ni ninguno de los otros indicadores de poder típicos en cualquier empresa. En STRT el estatus se medía según el acceso a la información que se tenía, y Karen Ross era una de las ocho personas en la compañía que podía acceder al tercer piso en cualquier momento.

Entró en el ascensor y miró la lente de la cámara exploradora electrónica montada sobre la puerta. En STRT los ascensores sólo viajaban un piso, y todos estaban equipados con lentes exploradoras; ésta era una de las formas que STRT utilizaba para vigilar los movimientos del personal dentro del edificio. Dijo «Karen Ross» para los monitores de voz, y se volvió hacia la lente exploradora. Se oyó un sonido electrónico suave, y la puerta se abrió en el tercer piso.

Emergió a un pequeño recinto cuadrado con un monitor de vídeo en el techo, y enfrentó la puerta exterior, sin denominación, la sala de control de comunicaciones. Repitió «Karen Ross» e insertó su tarjeta de identificación electrónica en la ranura, apoyando los dedos sobre el borde metálico de la tarjeta para que la computadora pudiera registrar los potenciales galvánicos de la piel. Se trataba de un refinamiento instituido hacía tres meses, después de que Travis se enterara de que los experimentos del ejército en cirugía de las cuerdas vocales habían logrado alterar las características de la voz para engañar a los detectores. Un momento después, la puerta se abrió con un zumbido. Karen entró.

Con sus rojas luces nocturnas, la sala de control de comunicaciones era como un suave y tibio útero, impresión que se veía realzada por la sensación de estrechez, casi claustrofóbica, del recinto, atestado de equipos electrónicos. Docenas de transmisores y monitores de vídeo, que ocupaban desde el suelo hasta el techo, titilaban y brillaban, mientras los técnicos hablaban en voz baja, moviendo los diales y haciendo girar los botones. La sala de control de comunicaciones era el centro nervioso electrónico de STRT: todas las comunicaciones provenientes de los grupos de campo de todo el mundo convergían allí. Todo en ese lugar se grababa, no sólo los datos que entraban, sino también las respuestas; así es como se conoce la conversación exacta de la noche del 13 de junio de 1979.

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