Los soldados que presentaron armas al paso del cortejo permanecen aún en formación. De cuando en cuando alguno de ellos hace un pequeño baile, levantando las manos enguantadas y zapateando un instante con sus altas botas. Por lo demás, parecen inmutables. Me contaba un amigo español que durante la gran guerra, en los días de más intenso frío y justo después de un bombardeo, podía verse a los moscovitas comiendo helados en la calle. «Entonces supe que ganarían la guerra —me decía mi amigo—, cuando los vi comer helados con tanta tranquilidad en medio de una guerra espantosa y un frío bajo cero».
Los árboles de los parques, blancos de nieve, se han escarchado. Nada puede compararse a estos pétalos cristalizados de los parques en el invierno de Moscú. El sol los pone traslúcidos, les arranca llamas blancas sin que se derrita una gota de su floral estructura. Es un universo arborescente que deja entrever, através de su primavera de nieve, las antiguas torres del Kremlin, las esbeltas flechas milenarias, las cúpulas doradas de San Basilio.
Pasadas las afueras de Moscú, rumbo a otra ciudad, veo unas anchas rutas blancas. Son los ríos helados. En el cauce de esos ríos inmóviles surge de cuando en cuando, como una mosca en un mantel deslumbrante, la silueta de un pescador ensimismado. El pescador se detiene en la vasta sabana helada, escoge un punto, y perfora el hielo hasta dejar visible la corriente sepultada. En ese mismo momento no puede pescar porque los peces han huido asustados por el ruido de los hierros que abrían el agujero. Entonces el pescador esparce algunos alimentos como cebo para atraer a los fugitivos. Echa su anzuelo y espera. Espera por horas y horas en aquel frío de los diablos.
El trabajo de los escritores, digo yo, tiene mucho de común con el de aquellos pescadores árticos. El escritor tiene que buscar el río y, si lo encuentra helado, necesita perforar el hielo. Debe derrochar paciencia, soportar la temperatura y la crítica adversa, desafiar el ridículo, buscar la corriente profunda, lanzar el anzuelo justo, y después de tantos y tantos trabajos, sacar un pescadito pequeñito. Pero debe volver a pescar, contra el frío, contra el hielo, contra el agua, contra el crítico, hasta recoger cada vez una pesca mayor.
Fui invitado a un congreso de escritores. Allí estaban sentados en la presidencia los grandes pescadores, los grandes escritores de la Unión Soviética. Fadeiev con su sonrisa blanca y su pelo plateado; Fedin con su cara de pescador inglés, delgado y agudo; Ehrenburg con sus mechones turbulentos y su traje que, aunque lo esté estrenando, da la impresión de que ha dormido vestido; Tijonov.
Estaban también representados en la presidencia, con sus rostros mongálicos y sus libros recién impresos, los portavoces de las literaturas de las más lejanas repúblicas soviéticas, pueblos que antes yo no conocía ni de nombre, países nómadas que no tenían alfabeto.
En el año de 1950 tuve que viajar a la India en forma inesperada. En París me mandó llamar Joliot Curie para encargarme una misión. Se trataba de viajar a Nueva Delhi, ponerse en contacto con gente de diversas opiniones políticas, calibrar en el sitio mismo las posibilidades de fortificar el movimiento indio por la paz Joliot Curie era el presidente mundial de los Partidarios de la Paz. Hablamos extensamente. Le inquietaba que la opinión pacifista no pesara debidamente en la India, no obstante que la India siempre tuvo reputación de ser el país pacífico por excelencia. El propio primer ministro, el Pandit Nehru, tenía fama de ser un adalid de la paz, una causa tan antigua y profunda para aquella nación.
Joliot Curie me dio dos cartas: una para un investigador científico de Bombay y otra para entregársela en sus manos al primer ministro. Me pareció curioso que se me hubiera designado precisamente a mí para un viaje tan largo y una tarea al parecer tan fácil. Tal vez contaba mi amor nunca extinguido por aquel país donde pasé algunos años de mi juventud. O bien el hecho de que había recibido yo en ese mismo año el Premio de la Paz, por mi poema «Qué despierte el leñador», distinción que también le fue otorgada entonces a Pablo Picasso y a Nazim Hikmet.
Tomé el avión para Bombay. Treinta años después volvía a la India. Ahora no era una colonia que luchaba por su emancipación sino una república soberana: el sueño de Gandhi, a cuyos congresos iniciales asistí en el año 1928. Ya no quedaría vivo tal vez ninguno de mis amigos de entonces, revolucionarios estudiantiles que me confiaron fraternalmente sus historias de lucha.
Apenas bajé del avión me dirigí a la aduana. De ahí me trasladaría a un hotel cualquiera, entregaría la carta al físico Raman y continuaría mi viaje a Nueva Delhi. No contaba con la huéspeda. Mis valijas no terminaban nunca de salir del recinto. Una bandada de los que yo creía vistas aduaneros examinaban con lupa mi equipaje. Yo había visto muchas inspecciones, pero ninguna como ésta. No era crecido mi equipaje: apenas una valija mediana con mi ropa y una pequeña bolsa de cuero con mis útiles de toilette. Mis pantalones, mis calzoncillos, mis zapatos, eran levantados en el aire y fiscalizados con cinco pares de ojos. Los bolsillos y las costuras eran explorados meticulosamente. Para no ensuciar mi ropa, había envuelto en Roma mis zapatos en una hoja de periódico arrugada que encontré en la pieza de mi hotel. Creo que de L'Osservatore Romano. Extendieron esa hoja sobre una mesa, la miraron al trasluz, la doblaron cuidadosamente cual si fuera un documento secreto, y finalmente la dejaron a un lado junto con otros de mis papeles. También mis zapatos fueron estudiados por dentro y por fuera, como ejemplares únicos de fabulosos fósiles.
Dos horas duró este increíble escudriñamiento. De mis papeles (pasaporte, libreta de direcciones, la carta que debía entregar al jefe de gobierno y la hoja de L'Osservatore Romano) hicieron un prolijo atado que ceremoniosamente sellaron con lacre ante mi vista. Fue entonces cuando me dijeron que podía seguir al hotel.
Haciendo un esfuerzo chileno para no perder la paciencia les advertí que en ningún hotel me recibirían desprovisto de papeles de identidad y que el objeto de mi viaje a la India era entregar al primer ministro la carta que no podría entregarle porque ellos me la habían secuestrado.
—Hablaremos al hotel para que lo reciban. En cuanto a los papeles, se los devolveremos oportunamente.
Este es el país cuya lucha por la independencia formó parte de mi destino juvenil, pensé. Cerré mi valija y al mismo tiempo cerré la boca. Por dentro, mi pensamiento formulaba una sola palabra: Mierda!
En el hotel me encontré con el profesor Bacra, a quien conté mis percances. Era un hindú de buen humor. No dio demasiada importancia a los hechos. Era tolerante con su país, que consideraba todavía en formación. En cambio yo percibía algo malvado en aquel desorden, algo que no esperaba como acogida de una nueva nación independiente.
El amigo de Jolíot Curie, para quien traía la carta de presentación, era el director de los estudios físico-nucleares de la India. Me invitó a visitar sus instalaciones. Y añadió que estábamos convidados a almorzar ese mismo día con la hermana del primer ministro. Tal era mi suerte y tal ha seguido siéndolo toda la vida: con una mano me dan un palo en las costillas y con la otra me ofrecen un ramo de flores para desagraviarme.
El Instituto de Investigaciones Nucleares era uno de esos recintos limpios, claros, radiantes, en los cuales hombres y mujeres vestidos de blanco, transparentes, circulan como el agua que corre, atravesando corredores, sorteando instrumentales, pizarrones y cubetas. Aunque entendí muy poco de las explicaciones científicas, aquella visita me sirvió como un baño lustral que me lavaba de las manchas ocasionadas por las vejaciones de la policía. Recuerdo vagamente que vi, entre otras cosas, una especie de fuente de mercurio. Nada más sorprendente que este metal que muestra su energía como una vida animal. Siempre me ha cautivado su movilidad; su capacidad de transformación líquida, esférica, mágica.
He olvidado el nombre de la hermana de Nehru con la que almorzamos aquel día. Frente a ella concluyó mi mal humor. Era una mujer de gran belleza, maquillada y aderezada como una actriz exótica. Su sari relampagueaba de colores. El oro y las perlas realzaban su opulencia. A mí me gustó muchísimo. Era ciertamente un contraste ver a aquella mujer finísima comer con la mano, meter los largos dedos enjoyados en el arroz y la salsa de curry. Le dije que iría a Nueva Delhi, a ver a su hermano y a los amigos de la paz mundial. Me contestó que, en su opinión, toda la población de la India debería formar parte de ese movimiento.
Por la tarde me entregaron en el hotel el paquete con mis papeles. Aquellos farsantes de la policía habían roto los sellos lacrados que ellos mismos habían puesto al empaquetar los documentos en mi presencia. Seguramente habían fotografiado hasta mis cuentas de lavandería. Supe con el tiempo que fueron visitados e interrogados por la policía todas las personas cuyas direcciones aparecían en mi libreta. Entre ellas la viuda de Ricardo Güiraldes, para ese entonces cuñada mía. Esta señora era una mujer teosófica y superficial, sin otra pasión que las filosofías asiáticas, que vivía en una remota aldea de la India. La molestaron bastante por el hecho de aparecer su nombre en mi carnet de direcciones.
En Nueva Delhi vi a seis o siete personalidades de la capital India, el mismo día de mi llegada, sentado en un jardín, bajo una sombrilla que me protegía del fuego celeste. Eran escritores, filósofos, sacerdotes hindúes o budistas, de esa gente de la India tan adorablemente simple, tan desprovista de toda arrogancia. Opinaron unánimemente que los partidarios de la paz formaban un movimiento identificado con el espíritu de su viejo país, con su mantenida tradición de bondad y entendimiento. Añadieron sabiamente que juzgaban necesario que se corrigieran los defectos sectarios o hegemónicos: ni los comunistas, ni los budistas, ni los burgueses, nadie debía arrogarse el movimiento. La contribución de todas las tendencias era el aspecto principal, el nudo de la cuestión. Estuve de acuerdo con ellos.
El embajador de Chile, un viejo amigo mío, escritor y médico, el doctor Juan Marín, vino a verme durante la comida. Después de muchos circunloquios me expresó que había tenido una entrevista con el jefe de la policía. Con la característica serenidad que adoptan las autoridades para dirigirse a los diplomáticos, el jefe de los esbirros hindúes le comunicó que mis actividades le inquietaban al gobierno de la India y que ojalá abandonara pronto el país. Respondí al embajador que mis actividades no habían sido otras que entrevistarme, en el jardín del hotel, con seis o siete personas eminentes cuyo pensamiento suponía yo del conocimiento de todos. En cuanto a mí, le dije, tan pronto como entregue el mensaje de Joliot Curie para el primer ministro, no me interesará continuar en un país que, a pesar de mi comprobado sentimiento de adhesión a su causa, me trata tan descortésmente, sin ninguna justificación.
Mi embajador, aunque había sido uno de los fundadores del Partido Socialista en Chile, era un apaciguado, posiblemente por los años y por los privilegios diplomáticos. No manifestó ninguna indignación ante la estúpida actitud del gobierno hindú. Yo no le pedí ninguna solidaridad y nos despedimos amablemente, él seguramente aliviado de la pesada carga que le significaba mi visita, y yo desilusionado para siempre de su sensibilidad y de su amistad.
Nehru me había citado para la mañana siguiente en su gabinete. Se levantó y me tendió la mano sin ninguna sonrisa de bienvenida. Su casa ha sido tan fotografiada que no vale la pena describirla. Unos ojos oscuros y fríos me miraron sin ninguna emoción. Treinta años antes me lo habían presentado, a él y a su padre, en una caudalosa reunión independentista. Se lo recordé, sin que por eso se alteraran sus facciones. A cuanto yo le decía respondía con monosílabos, observándome con la invariable mirada fría.
Le alargué la carta de su amigo Joliot Curie. Me dijo que sentía por el sabio francés un gran respeto y la leyó reposadamente. En la carta le hablaba de mí y le pedía ayuda para mi misión. Terminó de leerla, la introdujo de nuevo en su sobre y me miró sin decirme nada. Pensé repentinamente que mi presencia le causaba alguna irresistible aversión. También me cruzó por la mente que aquel hombre de color bilioso, debía pasar por un mal momento físico, político o sentimental. Había cierta altivez en su conducta, algo tieso, como de persona acostumbrada a mandar, pero sin la fuerza del caudillo. Recordé que su padre, el Pandit Motilal Zemindar, hacendado de antigua raza de señores, fue el gran tesorero de Gandhi y contribuyó, no sólo por su sabiduría política, sino por su gran fortuna, al partido congresista. Pensé que tal vez el hombre que tenía silencioso frente a mí había vuelto sutilmente a ser un Zemindar y me contemplaba con la misma indiferencia y menosprecio que hubiera tenido para con uno cualquiera de sus campesinos descalzos. ¿Qué debo decirle al profesor Joliot Curie a mi regreso a París?
—Contestaré a su carta —me dijo a secas.
Guardé silencio algunos minutos que estimé larguísimos. Me parecía que Nehru no tenía ningunas ganas de decirme nada, pero no demostraba tampoco la menor impaciencia, como si yo pudiera quedarme allí sentado sin ningún objeto, apabullado por la sensación de hacerle perder el tiempo a un hombre tan importante.
Consideré imprescindible decirle algunas palabras sobre mi misión. La guerra fría amenazaba con hacerse incandescente de un momento a otro. Un nuevo abismo podía tragarse a la humanidad. Le hablé del terrible peligro de las armas nucleares. Y de la importancia de agrupar a la mayoría de los que quieren evitar la guerra.
Como si no me hubiera escuchado, continuó en su ensimismamiento. Al cabo de algunos minutos dijo:
—Sucede que los de uno y otro bando se golpean mutuamente con los argumentos de la paz.
—Para mí —respondí— todos los que hablen de paz o quieran contribuir a ella, pueden pertenecer al mismo bando, al mismo movimiento. No queremos excluir a nadie sino a los partidarios de la revancha y de la guerra.
El silencio continuó. Comprendí que la conversación había terminado. Me levanté y le alargué la mano para despedirme. Me la estrechó en silencio. Cuando ya me dirigía hacia la puerta, me preguntó con cierta amabilidad:
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿No se le ofrece nada?
Soy bastante tardío en reacciones y estoy, desgraciadamente, desprovisto de malignidad. Sin embargo, por una vez en la vida aproveché el lance: