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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (2 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Tu precaria economía de temporero sufría con el viaje anual, y quedamos en aconsejarte por correspondencia a través del médico del pueblo, «Don León», un hombre bueno y comprensivo. ¡Cuánto hubiésemos dado por que fuese distinta aquella carta!:

Estimados compañeros:

Dado el interés que siempre mostraron por Higinio Sánchez, lamento comunicarles que falleció ayer en el vuelco de un tractor. La muerte fue instantánea, nada se pudo hacer.

Deja mujer y cuatro hijos en el más completo desamparo…

2. El orinal de plata

E
l orinal no es de plata, tampoco su propietario es archiduque como pretende. Por tanto no tienen gran cosa que reprocharse. Mejor así, porque pasan juntos muchas horas.

Lleva tanto tiempo sin utilizar su nombre que quizá no lo recuerda. O piensa que es un pseudónimo empleado antes de manifestar su «auténtica» identidad: Archiduque don Ataúlfo de Betancur Ostende y Allende Austerlitz.

Dice el nombre enfáticamente, con pausa después del Ostende, acentúa la ay» recreándose luego en las dos últimas palabras como si fuesen las más importantes. Modula con voz bien impostada, consiguiendo un efecto musical rotundo.

La representación es una pequeña obra maestra de buen decir teatral. Al menor pretexto vuelvo a preguntar: Por favor, ¿me quiere recordar su nombre completo? Nunca falla. Se encampana, ladea la cabeza y mira al interlocutor entornando los párpados. A través de las pestañas la mirada se tamiza, adquiriendo dignidad y misterio, mientras desgrana solemnemente las sílabas: Archiduque don Ataúlfo… ¡y
Allende Austerlitz!
Desluce un poco que pronuncie
«auterlis»,
pero nadie es perfecto, ¡caramba!

Parece una tontería, pero es difícil en un hospital psiquiátrico acertar en el modo de llamar a un paciente que tiene lo que en lenguaje común se denomina «delirio de grandezas». El trato debe ser cortés y afectuoso. Aun con la mejor intención no siempre se consigue. Si aspira a un trato reverencial, toma la cariñosa familiaridad como una ofensa. Por otro lado la cortesía tiene sus inconvenientes. Muchos médicos se niegan a dar al paciente los títulos que pretende poseer, con el argumento de que se le refuerza el delirio. Es una precaución innecesaria. O el enfermo sana, o no se cura. En este último caso da igual, y en el primero él mismo corrige el error. A veces esta corrección lo es también para el médico. Recuerdo una enferma muy simpática y redicha que creía ser hermana del Papa, quien por aquellos días padecía una seria enfermedad, que ella seguía con angustia a través del periódico. Solía iniciar el contacto matutino con la enferma dándole las noticias escuchadas en la radio del coche, camino del hospital. Una mañana dije optimista: su hermano está fuera de peligro. La medicación había hecho efecto y la enferma respondió, en tono de melancólico reproche: «Doctor, ya sé que el Papa no es mi hermano… pero me alegro de que Su Santidad se haya curado». Todos contentos. Imagino que especialmente el Papa.

El Archiduque era incurable, con muchos años de hospitalización. En estos casos se acaba estableciendo un equilibrio entre la persona, su enfermedad, y el ambiente; que hay que tener cuidado no empeorar con los cambios de situación. El único cambio importante era yo, que acababa de llegar como director del hospital, y el Archiduque estaba pendiente del trato recíproco que debía haber entre nosotros, las dos personas que él consideraba importantes en el establecimiento. Sin herirle en su dignidad, no debía fomentar una actitud de superioridad o privilegio en relación con sus compañeros.

Las negociaciones fueron delicadas, pero cordiales. Hice lo que casi todos los españoles: Eché la culpa al gobierno: «como director de un centro oficial, había recibido instrucciones estrictas de…». El Archiduque encontró una solución diplomática, con distinto tratamiento en público y en privado. Ante los demás yo le podía llamar «simplemente don Ataúlfo», y él a mí «doctor», y cuando estuviésemos solos me dirigiría a él como «archiduque», y me contestaría como «señor director». Aceptado el acuerdo solfa aprovechar cualquier disculpa para entrar en mi despacho, con el orinal «de plata» bajo el brazo, sin duda para oírse llamar Archiduque. Esas cosas gustan.

Al principio en el «señor» del «señor director», había un acento insincero con deje guasón, que fue desapareciendo al establecerse entre los dos una relación auténticamente cariñosa.

Ataúlfo es una figura humana patética y conmovedora. En permanente lucha para mantener su dignidad emplea un lenguaje ampuloso e incisivo, con magistrales destellos arcaizantes. Uno de estos fogonazos verbales lo padecí en el único reproche que me dirigió en nuestros 15 años de convivencia. En un momento de jovialidad le saludé al pasar: «hola, Ataúlfo». Levantándose buscó el modo de tener un discreto aparte, y recibí la siguiente lección: «Doctor, precisamente por que le aprecio, a ninguno de los dos nos conviene una excesiva familiaridad. No olvide que la confianza injustificada induce al menosprecio». ¡Bravo, don Ataúlfo!

Pese al distanciamiento que su «rango» y solemnidad de expresión crean, la relación con los demás enfermos, monjas y personal sanitario es satisfactoria. Manteniendo las distancias sabe ser afable.

Igual que cuida el lenguaje lo hace con
el atuendo.
Verdaderos milagros con su exiguo guardarropa: dos trajes viejos, raídos y deformes por tantos años de uso. Cada noche los dos pantalones extendidos bajo el colchón reciben un planchado que ayuda a disimular las rodilleras. Los codos raídos, a través de los que se ve el forro, han quedado cubiertos con dos parches ovalados de cuero, cortados de unos guantes que le regaló un compañero al abandonar el hospital. En el bolsillo de la chaqueta blanquea enhiesto y arrogante un papel que ha plegado en pico para que parezca un pañuelo.

Su figurilla se vislumbra desde el otro lado del jardín, en el que gusta pasear los días soleados de invierno, combatiendo el frío con su propia apostura en el andar señorial, que acompasa con movimientos airosos de un bastón. La luz rasante destaca la blancura del papel-pañuelo, y enciende con destellos la silueta de la bacinilla.

Este recipiente suele ser motivo de fricción con otros enfermos, por las tardes, cuando juegan a las cartas o al dominó, y Ataúlfo se presenta a la partida con el cachirulo, en la misma postura con que los árbitros de fútbol traen el balón. Las quejas de los contertulios se deben a que les enfada la permanente sospecha de que se lo puedan robar, por eso no lo suelta. También a que suele llevarlo limpio… pero no siempre. Hay días en que no está uno para detalles.

¿De dónde lo sacó? Se ignora. No es de los de «reglamento» del hospital, de hierro esmaltado de blanco con sus desconchones; sino de aluminio, con sus abolladuras. En la provincia donde Ataúlfo nació se hablaba mucho, y reverencialmente, de un prócer local que tenía orinal de plata. Esta pequeña extravagancia suntuaria del ricacho provinciano quedó enclavada en la mente de Ataúlfo, que al desarrollar su delirio la integró en él. Sin parientes ni amigos, abandonado en un hospital de beneficencia, todas sus posesiones terrenas aparte el exiguo vestuario consistían en este utensilio que idealizó: «de plata peruana purísima, trabajada a mano, por eso no brilla».

Único tesoro, posesión preciada, objeto amado, pedestal para su orgullo. También fuente de angustia, por temor a la codicia ajena. Aunque dispone de armario con llave prefiere llevarlo consigo, «así estoy seguro de que no me lo roban, hay mucho desaprensivo».

Hubo un momento en que la acariciada vasija peligró, por mi culpa. Al hacerme cargo del hospital, destartalado, sin calefacción, lóbrego… su aspecto más deprimente eran las letrinas. El hospital milagrosamente estaba limpio. Los enfermos no. Hasta para los milagros hay limitaciones. Centré en este aspecto la primera reforma hotelera del hospital, luchando contra la máquina burocrática con todas mis fuerzas. Se lograron en poco tiempo cuartos de baño, duchas, lavabos ¡con calefacción! Todo esto parece obvio, pero no lo era. El hospital pasó repentinamente, en cuanto a las funciones de aseo personal, de la Edad Media a la edad turística, mientras el resto del edificio seguía cayéndose a pedazos. Arrastrado por el entusiasmo, borracho de triunfo, en esta primera victoria quise mandar al diablo todos aquellos malditos orinales, testimonio vergonzoso de nuestro reciente subdesarrollo.

Ataúlfo reclamó el suyo afirmando que era «propiedad particular». — Pero hombre, si ya no lo necesita, tiene baño, retrete con ventilación directa, bidé, todo —. La monja de la sala argumentaba queriendo eliminar aquel estorbo. Inútil, Ataúlfo no soltaba su bacinilla. Al fin expuso el motivo: «comprenda, hermana, un archiduque sólo puede usarlo de plata». Inapelable.

La monja, que era una santa, optó por transigir. En aquella comunidad de monjas había de todo. La santidad de ésta no es una frase, y este episodio lo demuestra. Para no privar al enfermo de un capricho patológico, el perico tenía que limpiarlo ella casi todos los días; y no hace ninguna gracia cuando se sabe que además no es indispensable.

Solucionado el problema; mientras el hospital se remozaba y rejuvenecía, Ataúlfo y yo envejecíamos plácidamente. En aquellos años estuve unos cursos encargado de la cátedra de Psiquiatría de Madrid y luego seguí como adjunto con López Ibor muchos años más. Necesitando los alumnos ver enfermos para aprender, a cada clase solían acompañarme dos o tres del hospital. Con la misma enfermedad unos preferían no aparecer en público, y otros lo deseaban.

Elegía siempre entre éstos. El viaje en la furgoneta a Madrid, la paradita en un café, la conversación con los alumnos… suponían una ruptura de la monotonía hospitalaria, que muchos pacientes codiciaban: ¿Doctor, cuándo me lleva usted a clase?

El Archiduque era un entusiasta de esas expediciones. Tenía ocasión de relatar ante un auditorio de varios centenares de estudiantes de Medicina sus cuitas: El atropello de que era objeto encerrado en un hospital para privarle de su fortuna y títulos, etc.

Esta descarga pasaba a segundo plano en la fase final, en la que recitaba a los alumnos alguno de sus versos. Unos ripios malísimos que los otros enfermos hacía años que se negaban a escuchar. El plato fuerte, que reservaba para rematar la actuación, era uno dedicado al amor materno de una vaca por su ternero. Los alumnos, un tanto desconcertados y sin saber qué hacer, terminaban por aplaudir calurosamente.

Ataúlfo se fue enviciando con este triunfo periódico. Una vez paladeados los aplausos en escena es difícil renunciar a ellos. A primeros de octubre empezaba a rondar el despacho. «Doctor, ¿cuándo se inauguran este año las clases?» Llegado el día solía hacer algunas peticiones: «Doctor, le importa darme un papel de su escritorio, es más sólido que el nuestro y queda mejor de pañuelo… «Doctor, se me han acabado los polvos para la dentadura postiza, y si se mueve va a estropear el recitado de las poesías… «Doctor, ¿le importa guardarme el orinal en su despacho hasta que volvamos?» Los divos acaban poniéndose imposibles.

Espectáculo enternecedor ver a Ataúlfo recibiendo los aplausos, inclinarse ceremoniosamente una y otra vez, con brillo de lágrimas contenidas en los ojos, y las mejillas arreboladas. De regreso en la furgoneta, el enfermero acompañante solía decir con sincera admiración: Don Ataúlfo, hoy ha estado usted magnífico. El Archiduque, la mirada perdida en el horizonte, condescendía: «buenos muchachos estos estudiantes… buenos muchachos. Se nota que les interesa la Literatura».

Los tiempos fueron cambiando, y con ellos el equipo que trabaja en el hospital. Un mal día llegó enviado por Sanidad y sin ningún derecho, una cataplasma humana con título de médico que proporcionó más quebraderos de cabeza que todos los enfermos juntos. Ignorante, rígido, suspicaz, pleitista, ineducado; desde el primer día se dedicó a plantear conflictos y a no resolver ninguno. Por su desconocimiento de la Psiquiatría los enfermos no le interesaban. Jamás mejoró a ninguno, pero pretendía imponerles sus criterios.

Inesperadamente el Archiduque y su orinal cortaron esta pesadilla.

Destinado en el departamento de Ataúlfo, desde el primer momento se odiaron. Aunque parezca inconcebible, a aquel cretino le molestaba que el enfermo quisiera ser archiduque. AI paciente le molestaba que al otro le molestase, y pretendió que le diese tratamiento de alteza. Mal comienzo.

La Primavera llega también a los hospitales psiquiátricos. Aquel día radiante, las ventanas y puertas abiertas dejaban pasar libremente el aire embalsamado y a los enfermos, por el jardín, pasillos y salas. Todos estábamos de buen humor menos el nuevo médico. Llevaba varios días empeñado en llamar al Archiduque por su nombre legal, Bernardo. Nadie recordaba que Ataúlfo se llama así. Por supuesto, el enfermo se negó a contestar por este nombre, respondiendo al médico con un silencio despectivo. El colega decidió aquella mañana que los enfermeros y la monja «tenían» que llamarle también Bernardo, pues los nombres utilizados eran «clínicamente inadmisibles». La monja y un enfermero que estaban hartos de él, ante la intransigencia del médico se plantaron, amparándose en ser «humanitariamente inadmisible». La violencia del médico convirtió el incidente en un altercado y vinieron todos a la dirección.

En el despacho había una reunión, que interrumpió el afectado con su cortesía habitual, exigiendo una, «solución inmediata». Pedí a los presentes que nos acompañasen, con lo que prácticamente todo el equipo del hospital en procesión malhumorada se dirigió al departamento en conflicto, en realidad sin saber para qué.

Ataúlfo, un tanto ajeno al drama que se había desencadenado en torno a su persona y nombre, estaba precisamente utilizando el orinal… en mitad del pasillo. Por lo visto se sentía especialmente sociable aquella mañana luminosa, y desde allí podía saludar a los que paseaban por el jardín. Dos pájaros de un tiro.

Así lo encontramos, de sopetón. Sentado y leyendo el periódico. El grupo paró sorprendido, y el conflictivo arremetió vociferante: «¡Guarro! ¿Qué haces aquí? ¡Vete ahora mismo de aquí!»

Ante el estupor del grupo, Ataúlfo improvisó una frase redonda y demoledora. Bajó calmosamente el periódico, y como un buen director de cine que enfoca la escena desde el ángulo adecuado, fue subiendo la vista poco a poco, despacio, hasta llegar a la cara del médico. Entonces, mirándole fijamente a los ojos, dijo con voz suave y heladora:

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