Concierto barroco (3 page)

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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

BOOK: Concierto barroco
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iii

Nieto de gente nacida en algún lugar situado entre Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo y que, por lo mismo, habían contado maravillas de los lugares dejados atrás, imaginábase el Amo que Madrid era otra cosa. Triste, deslucida y pobre le parecía esa ciudad, después de haber crecido entre las platas y tezontles de México. Fuera de la Plaza Mayor, todo era, aquí, angosto, mugriento y esmirriado, cuando se pensaba en la anchura y el adorno de las calles de allá, con sus portadas de azulejos y balcones llevados en alas de querubines, entre cornucopias que sacaban frutas de la piedra y letras enlazadas por pámpanos y yedras que, en muestras de fina pintura, pregonaban los méritos de las joyerías. Aquí, las posadas eran malas, con el olor a aceite rancio que se colaba en los cuartos, y en muchas ventas no podía descansarse a gusto por la bulla que en los patios armaban los representantes, clamando los versos de una loa, o metidos en griterías de emperadores romanos, haciendo alternar las togas de sábana y cortina con los trajes de bobos y vizcaínos, cuyos entremeses se acompañaban de músicas que si mucho divertían al negro por la novedad, bastante disgustaban al Amo por lo destempladas. De cocina no podía hablarse: ante las albóndigas presentes, la monotonía de las merluzas, evocaba el mexicano la sutileza de los peces guachinangos y las pompas del guajolote vestido de salsas obscuras con aroma de chocolate y calores de mil pimientas; ante las berzas de cada día, las alubias desabridas, el garbanzo y la col, cantaba el negro los méritos del aguacate pescuezudo y tierno, de los bulbos de malanga que, rociados de vinagre, perejil y ajo, venían a las mesas de su país, escoltados por cangrejos cuyas bocas de carnes leonadas tenían más sustancia que los solomos de estas tierras. De día, andaban entre tabernas de buen vino y librerías, sobre todo, donde el Amo adquiría tomos antiguos, de hermosas tapas, tratados de teología, de los que siempre adornan una biblioteca, sin acabar de divertirse en nada. Una noche, fueron de putas a una casa donde los recibió un ama obesa, ñata, bizca, leporina, picada de viruelas, con el cuello envuelto en bocios, cuyo ancho trasero, movido a palmo y medio del suelo, era algo así como el de una enana gigante. Rompió la orquesta de ciegos a tocar un minué de empaque lagarterano, y, llamadas por sus nombres, aparecieron la Filis, la Cloris y la Lucinda, vestidas de pastoras, seguidas por la Isidra y la Catalana, que de prisa acababan de tragarse una colación de pan con aceite y cebolla, pasándose una bota de Valdepeñas para bajarse el último bocado. Aquella noche se bebió recio, contó el Amo sus andanzas de minero por las tierras de Taxco, y bailó Filomeno las danzas de su país a compás de una tonada, cantada por él, en cuyo estribillo se hablaba de una culebra cuyos ojos parecían candela y cuyos dientes parecían alfileres. Quedó la casa cerrada para mejor holgorio de los forasteros, y las horas del mediodía serían ya cuando ambos volvieron a su albergue, luego de almorzar alegremente con las putas. Pero, si Filomeno se relamía de gusto recordando su primer festín de carne blanca, el Amo, seguido por una chusma de mendigos apenas aparecía en calles donde ya era conocida la pinta de su jarano con recamados de plata, no cesaba en sus lamentos contra la ruindad de esta villa harto alabada —poca cosa era, en verdad, comparada con lo quedado en la otra orilla del Océano— donde un caballero de su mérito y apostura tenía que aliviarse con putas, por no hallar señora de condición que le abriera las cortinas de su alcoba. Aquí, las ferias no tenían el color ni la animación de las de Coyoacán; las tiendas eran pobres en objetos y artesanías, y los muebles que en algunas se ofrecían, eran de un estilo solemne y triste, por no decir pasado de moda, a pesar de sus buenas maderas y cueros repujados; los juegos de caña eran malos, porque faltaba coraje a los jinetes, y, al paradear en apertura de justa, no llevaban sus caballos con una ambladura pareja, ni sabían arrojarse a todo galope hacia el tablado de las tribunas, haciendo frenar el corcel por las cuatro herraduras cuando ya parecía que la desgracia de un encontronazo fuese inevitable. En cuanto a los autos sacramentales de tinglado callejero, estaban en franca decadencia, con sus diablos de cuernos gachos, sus Pilatos, afónicos, sus santos con nimbos mordidos de ratones. Pasaban los días y el Amo, con tanto dinero como traía, empezaba a aburrirse tremendamente. Y tan aburrido se sintió una mañana que resolvió acortar su estancia en Madrid para llegar cuanto antes a Italia, donde las fiestas de carnaval, que empezaban en Navidades, atraían gentes de toda Europa. Como Filomeno estaba como embrujado por los retozos de la Filis y la Lucinda que, en casa de la enana gigante, fantaseaban con él en una ancha cama rodeada de espejos, acogió con disgusto la idea del viaje. Pero tanto le dijo el Amo que estas hembras de acá eran de desecho y miseria al lado de cuanto encontraría en el ámbito de la Ciudad Pontificia, que el negro, convencido, cerró las cajas y se envolvió en la capa de cochero que acababa de comprarse. Bajando hacia el mar, en jornadas cortas que les hicieron dormir en las posadas blancas —cada vez más blancas— de Tarancón o de Minglanilla, trató el mexicano de entretener a su criado con el cuento de un hidalgo loco que había andando por estas regiones, y que, en una ocasión, había creído que unos molinos (“como aquel que ves allá”…) eran gigantes. Filomeno afirmó que tales molinos en nada parecían gigantes, y que para gigantes de verdad había unos, en África, tan grandes y poderosos, que jugaban a su antojo con rayos y terremotos… Cuando llegaron a Cuenca, el Amo observó que esa ciudad, con su calle mayor subida a lomo de una cuesta, era poca cosa al lado de Guanajuato, que también tenía una calle semejante, rematada por una iglesia. Valencia les agradó porque allí volvían a encontrar un ritmo de vida, muy despreocupado de relojes, que les recordaba el “no hagas mañana lo que puedes dejar para pasado mañana” de sus tierras de atoles y ajiacos. Y así, luego de seguir caminos de donde siempre se veía el mar, llegaron a Barcelona, alegrándose el oído con el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, gritos de “aparta”, “aparta”, de corredores que de la ciudad salían. Vieron las naves que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrían llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento, y besaban y barrían el agua. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes. —“Parecen hormigas —decía el Amo, mirando a los muelles desde la cubierta del barco que mañana navegaría hacia Italia—. Si los dejas, levantarán edificios tan altos que rascarán las nubes.” A su lado, Filomeno, en voz baja, rezaba a una Virgen de cara negra, patrona de pescadores y navegantes, para que la travesía fuese buena y se llegara con salud al puerto de Roma que, según su idea, siendo ciudad importante debía alzarse a orillas del Océano, con un buen cinturón de arrecifes para protegerla de los ciclones —ciclones que arrancarían las campanas de San Pedro, cada diez años, más o menos, como sucedía en La Habana con las iglesias de San Francisco y del Espíritu Santo.

iv

En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil, y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas. De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego artificial coronado de girándulas y meteoros… Y todo el mundo, entonces, cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en labios y dientes, de las embozadas de pie fino. En cuanto al pueblo, la marinería, las gentes de la verdura, el buñuelo y el pescado, del sable y del tintero, del remo y de la vara, fue una transfiguración general que ocultó las pieles tersas o arrugadas, la mueca del engañado, la impaciencia del engañador o las lujurias del sobador, bajo el cartón pintado de las caretas de mongol, de muerto, de Rey Ciervo, o de aquellas otras que lucían narices borrachas, bigotes a lo berebere, barbas de barbones, cuernos de cabrones. Mudando la voz, las damas decentes se libraban de cuantas obscenidades y cochinas palabras se habían guardado en el alma durante meses, en tanto que los maricones, vestidos a la mitológica o llevando basquiñas españolas, aflautaban el tono de proposiciones que no siempre caían en el vacío. Cada cual hablaba, gritaba, cantaba, pregonaba, afrentaba, ofrecía, requebraba, insinuaba, con voz que no era la suya, entre el retablo de los títeres, el escenario de los farsantes, la cátedra del astrólogo o el muestrario del vendedor de yerbas de buen querer, elixires para aliviar el dolor de ijada o devolver arrestos a los ancianos. Ahora, durante cuarenta días, quedarían abiertas las tiendas hasta la medianoche, por no hablarse de las muchas que no cerrarían sus puertas de día ni de noche; seguirían bailando los micos del organillo; seguirían meciéndose las cacatúas amaestradas en sus columpios de filigrana; seguirían cruzando la plaza, sobre un alambre, los equilibristas; seguirían en sus oficios los adivinos, las echadoras de cartas, los limosneros y las putas —únicas mujeres de rostros descubiertos, cabales, apreciables, en tales tiempos, ya que cada cual quería saber, en caso de trato, lo que habría de llevarse a las posadas cercanas en medio del universal fingimiento de personalidades, edades, ánimo y figuras. Bajo las iluminaciones se habían encendido las aguas de la ciudad, en canales grandes y canales pequeños, que ahora parecían mover en sus honduras las luces de trémulos faroles sumergidos.

Por descansar del barullo y de los empellones, de los zarandeos de la multitud, del mareo de los colores, el Amo, vestido de Montezuma, entró en la
Botteghe di Caffé
de Victoria Arduino, seguido del negro, que no había creído necesario disfrazarse al ver cuán máscara parecía su cara natural entre tantos antifaces blancos que daban, a quienes los llevaban, un medio rostro de estatua. Allí estaba sentado ya, en una mesa del fondo, el Fraile Pelirrojo, de hábito cortado en la mejor tela, adelantando su larga nariz corva entre los rizos de un peinado natural que tenía, sin embargo, como un aire de peluca llovida. —“Como he nacido con esta careta no veo la necesidad de comprarme otra” —dijo, riendo. —“¿Inca?” —preguntó después, palpando los abalorios del emperador azteca. —“Mexicano” —respondió el Amo, largándose a contar una larga historia que el fraile, ya muy metido en vinos, vio como la historia de un rey de escarabajos gigantes —algo de escarabajo tenía, en efecto, el peto verde, escamado, reluciente, del narrador—, que había vivido no hacía tanto tiempo, si se pensaba bien, entre volcanes y templos, lagos y teocallis, dueño de un imperio que le fuera arrebatado por un puñado de españoles osados, con ayuda de una india, enamorada del jefe de los invasores. —“Buen asunto; buen asunto para una ópera…” —decía el fraile, pensando, de pronto, en los escenarios de ingenio, trampas, levitaciones y
machinas
, donde las montañas humeantes, apariciones de monstruos y terremotos con desplome de edificios, serían del mejor efecto, ya que aquí se contaba con la ciencia de maestros tramoyistas capaces de remedar cualquier portento de la naturaleza, y hasta de hacer volar un elefante vivo, como se había visto recientemente en un gran espectáculo de magia. Y seguía el otro hablando de hechicerías de teules, sacrificios humanos y coros de noches tristes, cuando apareció el ocurrente sajón, amigo del fraile, vestido con sus ropas de siempre, seguido del joven napolitano, discípulo de Gasparini, que, quitándose el antifaz por harto sudado, mostró el semblante astuto y fino que siempre se le alegraba en risas cuando contemplaba la cara obscura de Filomeno: —“Hola, Yugurta…” Pero el sajón venía de pésimo humor, congestionado por el enojo —también, desde luego, por algunos tintazos de más— porque un mamarracho cubierto de cencerros le había meado las medias, huyendo a tiempo para esquivar una bofetada que, cayendo en la nalga de un marico, hubiese puesto la víctima a ofrecer la otra mejilla, creyendo que el halago le venía en serio. —“Cálmate —dijo el Fraile Pelirrojo—: Ya sé que la
Agripina
tuvo, esta noche, más éxito que nunca.” —“¡Un triunfo! —dijo el napolitano, vaciando una copa de aguardiente dentro de su café—: El Teatro Grimani estaba lleno.” Buen éxito, tal vez, por los aplausos y aclamaciones finales, pero el sajón no podía acostumbrarse a este público: “Es que aquí nadie toma nada en serio.” Entre canto de soprano y canto de
castrati
, era un ir y venir de los espectadores, comiendo naranjas, estornudando el rapé, tomando refrescos, descorchando botellas, cuando no se ponían a jugar a los naipes en lo más trabado de la tragedia. Eso, por no hablar de los que fornicaban en los palcos —palcos demasiado llenos de cojines mullidos—, tanto que, esa noche, durante el patético recitativo de Nerón, una pierna de mujer con la media rodada hasta el tobillo había aparecido sobre el terciopelo encarnado de una barandilla, largando un zapato que cayó en medio de la platea, para gran regocijo de los espectadores repentinamente olvidados de cuanto ocurría en la escena. Y, sin hacer caso de las carcajadas del napolitano, se dio Jorge Federico a alabar las gentes que, en su patria, escuchaban la música como quien estuviese en misa, emocionándose ante el noble diseño de un aria o apreciando, con seguro entendimiento, el magistral desarrollo de una fuga… Transcurrió un grato tiempo entre bromas, comentarios, hablar mal de éste y de aquél, contar la historia de cómo una cortesana, amiga de la pintora Rosalba (“yo me la tiré anoche” —dijo Montezuma), había desplumado, sin darle nada a cambio, a un rico magistrado francés; y entretanto, sobre la mesa, habían desfilado varios frascos panzones, envueltos en pajas coloreadas, de un tinto liviano, de los que no ponen costras moradas en los labios, pero se cuelan, bajan y se trepan, con regocijante facilidad. —“Este mismo vino es el que toma el Rey de Dinamarca, que se está corriendo la gran farra de carnaval, de supuesto incógnito, bajo el nombre de Conde de Olemborg” —dijo el Pelirrojo. —“No puede haber reyes en Dinamarca —dijo Montezuma que empezaba a estar seriamente pasado de copas—: No puede haber reyes en Dinamarca porque allí todo está podrido, los reyes mueren por unos venenos que les echan en los oídos, y los príncipes se vuelven locos de tantos fantasmas como aparecen en los castillos, acabando por jugar con calaveras como los chamacos mexicanos en día de Fieles Difuntos”… Y como la conversación, ahora, iba derivando hacia divagaciones hueras, cansados del estruendo de la plaza que los obligaba a hablar a gritos, aturdidos por el paso de las máscaras blancas, verdes, negras, amarillas, el ágil fraile, el sajón de cara roja, el riente napolitano, pensaron entonces en la posibilidad de aislarse de la fiesta en algún lugar donde pudiesen hacer música. Y, poniéndose en fila, llevando de rompeolas y mascarón de proa al sólido tudesco seguido de Montezuma, empezaron a surcar la agitada multitud, deteniéndose tan sólo, de trecho en trecho, para pasarse una botella del licor de cartujos que Filomeno traía colgada del cuello por una cinta de raso —arrancada, de paso, a una pescadera enfurecida que lo había insultado con tal riqueza de apóstrofes que allí los calificativos de
coglione
e hijo de la grandísima puta, venían a quedar en lo más liviano del repertorio.

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