Como una novela (4 page)

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Authors: Daniel Pennac

BOOK: Como una novela
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Es posible que, bajo el choque, se duerma ya en los primeros minutos..., el alivio.

La noche siguiente, idénticos reencuentros. E idéntica lectura, probablemente. Sí, es posible que nos reclame el mismo cuento, para demostrarse que la víspera no se trató de un sueño, y que nos plantee las mismas preguntas, en los mismos lugares, justo por la alegría de oírnos darle las mismas respuestas. La repetición tranquiliza. Es prueba de intimidad. Es su misma respiración. Necesita recuperar aquel aliento:

-¡Más!

«Más, más...» quiere decir, grosso modo: «¡Tenemos que querernos mucho, tú y yo, para contentarnos con esta única historia, infinitamente repetida!» Releer no es repetirse, es ofrecer una prueba siempre nueva de un amor infatigable.

Así que releemos.

Su jornada queda atrás. Estamos aquí, al fin juntos, al fin en otra parte. Ha recuperado el misterio de la Trinidad: él, el texto, y nosotros (¡en el orden que se quiera pues toda la dicha procede precisamente de que no consigamos ordenar los elementos de esta fusión!).

Hasta que se permite el último placer del lector, que es cansarse del texto, y nos pide que pasemos a otro.

¿Cuántas veladas hemos perdido así desbloqueando las puertas de lo imaginario? Unas pocas, no muchas más. Bueno, unas cuantas más, aceptémoslo. Pero el resultado valía la pena. Ya está de nuevo abierto a todos los relatos posibles.

Mientras tanto, la escuela prosigue su enseñanza. Si no realiza progresos en el balbuceo de sus lecturas escolares, no nos asustemos, el tiempo corre a nuestro favor a partir del momento en que hemos renunciado a hacérselo ganar.

El progreso, el famoso «progreso», se manifestará en otro terreno, en un momento inesperado.

Una noche, porque nos habremos saltado una línea, le oiremos gritar:

-¡Te has comido un trozo!

-¿Perdón?

-¡Te has saltado, te has comido un trozo!

-No, te lo aseguro...

-¡Dame!

Nos arrebatará el libro de las manos, y, con un dedo victorioso, designará la línea comida. Que él leerá en voz alta.

Es el primer signo.

Seguirán los demás. Tomará la costumbre de interrumpir nuestra lectura:

-¿Cómo se escribe eso?

-¿Qué?

-Prehistórico.

-P.R.E.I.S...

-¡Déjame ver!

No nos hagamos ilusiones, esta brusca curiosidad tiene algo que ver con su recentísima vocación de alquimista, es cierto, pero sobre todo con su deseo de prolongar la velada.

(Prolonguémosla, prolonguémosla...)

Otra noche, decidirá:

-¡Leo contigo!

Con su cabeza por encima de nuestro hombro, seguirá por un momento con los ojos las líneas que le leemos.

O bien:

-¡Comienzo yo!

y se lanzará al asalto del primer párrafo.

Lectura costosa, de acuerdo, atropelladamente jadeante, vale... No importa, recuperada la paz, lee sin miedo. Y leerá cada vez mejor, cada vez con más ganas.

-¡Esta noche leo yo!

El mismo párrafo, evidentemente -virtudes de la repetición-, luego otro, su «trozo preferido», y luego textos enteros. Unos textos que se sabe casi de memoria, que reconoce más que lee, pero que en cualquier caso lee por la alegría de reconocerlos. Ya no está lejos ahora el momento en que lo sorprenderemos, en un instante u otro del día, con Los cuentos del gato en el tejado sobre las rodillas, y pintando con Delphine y Marinette los animales de la granja.

Hace unos pocos meses no salía de su asombro al reconocer «mamá»; hoy, es un relato entero el que emerge de la lluvia de las palabras. Se ha convertido en el héroe de sus lecturas, aquel en quien el autor había delegado desde la eternidad para liberar a los personajes atrapados en la trama del texto a fin de que ellos mismos le arrancaran de las contingencias del día.

Bien. Hemos ganado.

Y si queremos darle un último gusto, bastará con que nos durmamos mientras nos lee.

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«Jamás le haremos entender a un muchacho que, por la noche, está metido de lleno en una historia cautivadora, jamás le haremos entender mediante una demostración limitada a sí mismo, que debe interrumpir su lectura e ir a acostarse.»

Es Kafka quien dice eso en su diario, el pequeño Franz, cuyo padre hubiera preferido que pasara todas las noches de su vida haciendo números.

Hay que leer (el dogma)
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Sigue el problema del mayor, arriba, en su habitación.

¡Él también necesitaría reconciliarse con «los libros»!

Casa vacía, padres acostados, televisión apagada, sigue estando solo... delante de la página 48 y la «ficha de lectura» que tiene que entregar mañana...

Mañana...

Breve cálculo mental:

446 - 48 = 398.

¡Trescientas noventa y ocho páginas que tragarse en una noche!

Se entrega a ello valientemente. Una página empuja a la otra. Las palabras del «libro» bailan entre los auriculares de su walkman. Sin alegría. Las palabras tienen pies de plomo. Caen una tras otra, como caballos rematados. Ni siquiera el solo de batería consigue resucitarlas. (¡Un buen batería, sin embargo, Kendall!) Prosigue su lectura sin volverse a mirar los cadáveres de las palabras. Las palabras han entregado su sentido, descansen sus letras en paz. Esta hecatombe no le asusta. Lee como quien avanza. El deber lo empuja. Página 62, página 63.

Lee.

¿Qué lee?

La historia de Emma Bovary.

La historia de una joven que había leído mucho:

"Emma había leído Pablo y Virginia y había soñado con la casita de bambú, con el negro Domingo, con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún hermanito, que subiera a buscar para ella frutas rojas a los grandes árboles, más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena, llevándole un nido de pájaros.»

Lo mejor es telefonear a Thierry, o a Stéphanie, para que mañana por la mañana le pasen su ficha de lectura, y la copia en un periquete, antes de entrar en clase, dicho y hecho, se lo deben de sobras.

"Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un internado. Se alojaron en una fonda del barrio de Saint Gervais, donde les pusieron para la cena unos platos pintados que representaban la historia de la señorita de La Valliere. Las leyendas explicativas, cortadas aquí y allí por los rasguños de los cuchillos, glorificaban todas ellas la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la Corte.»

La fórmula:
"Les pusieron para la cena unos platos pintados...»
le arranca una sonrisa fatigada: …¿Les dieron para cenar unos platos vacíos? ¿Les hicieron papear la historia de esa La Valliere?» Se las da de listo. Se cree al margen de su lectura. Error, su ironía ha dado en el clavo. Porque sus desdichas simétricas proceden de ahí: Emma es capaz de ver su plato como un libro, y él su libro como un plato.

26

Mientras tanto, en el instituto (como decían en cursiva los tebeos belgas de su generación), los padres:

-Sabe, mi hijo..., mi hija..., los libros...

El profesor de lengua ha entendido: al alumno en cuestión «no le gusta leer».

- y lo más extraño es que de niño leía mucho..., devoraba incluso, ¿verdad, cariño, que se puede decir que devoraba?

Cariño opina: devoraba.

- ¡Hay que decir que le hemos prohibido la televisión! (Otra versión posible: la prohibición absoluta de la tele. Resolver el problema suprimiendo su enunciado, ¡un conocido truco pedagógico!)

- Es verdad, nada de televisión durante el año escolar, ¡es un principio sobre el que jamás hemos transigido!

Nada de televisión, pero piano de cinco a seis, guitarra de seis a siete, danza el miércoles, judo, tenis, esgrima el sábado, esquí de fondo desde los primeros copos, curso de vela desde los primeros rayos, modelado los días de lluvia, viaje a Inglaterra, gimnasia rítmica...

Ni la menor posibilidad ofrecida al más mínimo cuarto de hora de reencuentro consigo mismo.

¡Alto a los sueños!

¡Abajo el aburrimiento!

El bonito aburrimiento...

El largo aburrimiento...

Que permite cualquier creación...

- Procuramos que jamás se aburra.

(Pobre de él...)

-Intentamos, ¿cómo le diría?, intentamos proporcionarle una formación completa...

- Eficaz, sobre todo, cariño, yo diría más bien eficaz. -Si no, no estaríamos aquí.

-Por suerte, sus notas en matemáticas no son malas... -Claro que la lengua...

Oh, el pobre, el triste, el patético esfuerzo que imponemos a nuestro orgullo yendo así, burgueses de Calais y de aquí, con las claves de nuestro fracaso por delante, a visitar al profesor de lengua... que escucha, y que dice sí-sí, y al que le gustaría hacerse una ilusión, por una sola vez en su larga vida de profe, hacerse una diminuta ilusión..., pero no:

-¿Cree que un suspenso en francés puede ser motivo de que repita?

27

Así discurre nuestra existencia: él en el bisnés de las fichas de lectura, nosotros ante el espectro de que repita, el profesor de lengua en su materia vilipendiada... ¡Y viva el libro!

28

Un profesor tarda muy poco en convertirse en un viejo profesor. No es que el oficio desgaste más que otro, no..., es por oír a tantos padres hablarle de tantos hijos -y, haciéndolo, hablar de ellos mismos- y por escuchar tantos relatos de vidas, tantos divorcios, tantas historias de familia: enfermedades infantiles, adolescentes a los que ya no se domina, hijas queridas cuyo afecto se nos escapa, tantos fracasos llorados, tantos éxitos pregonados, tantas opiniones sobre tantos temas, y sobre la necesidad de leer, en especial, la absoluta necesidad de leer, que consigue la unanimidad.

El dogma.

Están los que jamás han leído y se avergüenzan de ello, los que ya no tienen tiempo de leer y lo lamentan, los que no leen novelas, sino libros útiles, ensayos, obras técnicas, biografías, libros de historia, están los que leen todo sin fijarse en qué, los que «devoran» y cuyos ojos brillan, están los que sólo leen los clásicos, amigo mío, «porque no hay mejor crítico que el tamiz del tiempo», los que pasan su madurez «releyendo», y los que han leído el último tal y el último cual, porque, amigo mío, hay que estar al día.

Pero todos, todos, en nombre de la necesidad de leer. El dogma.

Incluido aquel que, si bien ya no lee ahora, afirma que es por haber leído mucho antes, sólo que ahora ya ha terminado su carrera, y tiene la vida «montada», gracias a él, claro (es de los «que no deben nada a nadie»), pero reconoce gustosamente que esos libros, que ahora ya no necesita, le han sido muy útiles..., indispensables, incluso, sí, ¡in-dis-pen-sa-bles!

-¡Convendrá, por consiguiente, que el chaval se meta eso en la cabeza!

El dogma.

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Pues bien, «el chaval» tiene eso en la cabeza. Ni por un segundo pone el dogma en cuestión. Eso es, por lo menos, lo que se desprende claramente de su redacción:

Tema: ¿Qué piensas del consejo de Gustave Flaubert a su amiga Louise Collet: «¡Lee para vivir!»?

El chaval está de acuerdo con Flaubert, el chaval y sus compañeros, y sus compañeras, todos de acuerdo: «¡Flaubert tenía razón!» Una unanimidad de treinta y cinco trabajos: hay que leer, hay que leer para vivir, y eso es incluso -esta absoluta necesidad de la lectura- lo que nos distingue de la bestia, del bárbaro, del bruto ignorante, del sectario histérico, del dictador triunfante, del materialista bulímico, ¡hay que leer!, ¡hay que leer!

  • Para aprender.
  • Para sacar adelante nuestros estudios.
  • Para informarnos.
  • Para saber de dónde venimos.
  • Para saber quiénes somos.
  • Para conocer mejor a los demás.
  • Para saber adónde vamos.
  • Para conservar la memoria del pasado.
  • Para iluminar nuestro presente.
  • Para aprovechar las experiencias anteriores.
  • Para no repetir las tonterías de nuestros antepasados.
  • Para ganar tiempo.
  • Para evadirnos.
  • Para buscar un sentido a la vida.
  • Para comprender los fundamentos de nuestra civilización.
  • Para satisfacer nuestra curiosidad.
  • Para distraernos.
  • Para informarnos.
  • Para cultivarnos.
  • Para comunicar.
  • Para ejercer nuestro espíritu crítico.

y el profesor aprueba al margen: «¡sí, sí, B, MB!, BB, exacto, interesante, en efecto, muy correcto», y tiene que contenerse para no exclamar: «¡Más! ¡Más!», él, que en el pasillo del instituto ha visto esta mañana al «chaval» copiar a toda velocidad su ficha de lectura de la de Stéphanie, él, que sabe por experiencia propia que la mayoría de las citas encontradas en esas sensatas redacciones salen de un diccionario especial, él, que sabe a la primera hojeada que los ejemplos elegidos («citad ejemplos sacados de nuestra experiencia personal») proceden de lecturas hechas por otros, él, en cuyos oídos siguen resonando los aullidos que desencadenó al imponer la lectura de la siguiente novela:

-¿Cómo? ¡Cuatrocientas páginas en quince días! ¡Pero no lo terminaremos nunca, señor!

-¡Hay un examen de mates!

-¡Y la semana próxima hay que entregar la redacción de economía!

Y aunque conozca el papel que ha desempeñado la televisión en la adolescencia de Mathieu, de LeIla, de Brigitte, de Camelo de Cédric, el profesor sigue aprobando, con todo el rojo de su estilográfica, cuando Cédric, Camel, Brigitte, LeIla o Mathieu afirman que la tele («¡no quiero abreviaturas en vuestros trabajos!») es la enemiga Número Uno del libro, y también el cine si se piensa bien, pues uno y otro suponen la pasividad más amorfa, cuando leer depende de un acto responsable. (¡MB!)

Aquí, sin embargo, el profesor deja su pluma, alza la mirada como un alumno ensimismado, y se pregunta -¡oh, sólo para sus adentros!- si determinadas películas, de todos modos, no le han dejado recuerdos de libros. «¿Cuántas veces ha «releído» La noche del cazador, Amarcord, Manhattan, Habitación con vistas, El festín de Babette, Fanny y Alexander? Sus imágenes le parecían portadoras del misterio de los signos. Claro está que no son frases de especialista -no sabe nada de la sintaxis cinematográfica y no entiende el léxico de los cinéfilos-, sólo son frases de sus ojos, pero sus ojos le dicen que hay imágenes cuyo sentido no se agota y cuya traducción renueva cada vez la emoción, e incluso imágenes de televisión, sí: la cara del abuelo Bachelard, hace tiempo, en Lectures pour tous..., el mechón de Jankélévitch en Apostrophes aquel gol de Papin contra los milaneses de Berlusconi...

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