Cometas en el cielo (28 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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Hassan

Leí la carta dos veces. Doblé el papel y permanecí un minuto más contemplando la fotografía. Luego guardé ambas cosas en el bolsillo.

—¿Cómo está? —pregunté.

—La carta fue escrita hace seis meses, pocos días antes de que yo emprendiera camino hacia Peshawar —contestó Rahim Kan—. La fotografía la hice el día antes de partir. Un mes después de mi llegada a Peshawar recibí una llamada telefónica de uno de mis vecinos de Kabul. Me explicó la historia: al poco tiempo de mi marcha empezó a correr el rumor de que había una familia de hazaras que vivía sola en una gran casa de Wazir Akbar Kan. Un par de oficiales talibanes se presentaron en la casa para investigar e interrogar a Hassan. Cuando Hassan les explicó que vivía conmigo, lo acusaron de mentir, a pesar de que muchos vecinos, incluyendo el que me llamó, confirmaron su relato. Los talibanes dijeron que era un mentiroso y un ladrón como todos los hazaras y le ordenaron que abandonara la casa junto con su familia antes de la puesta de sol. Hassan protestó. Mi vecino me explicó que los talibanes inspeccionaron el caserón como, ¿cómo dijo?, sí, como «lobos en busca de un rebaño de ovejas». Le dijeron a Hassan que se quedarían allí supuestamente para mantener la casa a salvo hasta mi regreso. Hassan volvió a protestar. Así que lo sacaron a la calle...

—No —susurré.

—...y le ordenaron que se arrodillase...

—No. Dios, no.

—...y le dispararon en la nuca.

—No.

—...Farzana salió gritando a la calle y se lanzó sobre ellos...

—No.

—...le dispararon también. Defensa propia, declararon posteriormente.

Lo único que salía de mi boca era «No. No. No», una y otra vez.

Seguí pensando en aquel día de 1974, en la habitación del hospital, después de que Hassan se sometiera a la intervención del labio. Baba, Rahim Kan, Alí y yo nos congregamos alrededor de su cama y presenciamos cómo examinaba en un espejo su nuevo labio. Todos los presentes en aquella habitación habían muerto o estaban muriéndose. Todos excepto yo.

Entonces vi algo más: un hombre uniformado con un chaleco espigado presionando la boca de su Kalashnikov contra la nuca de Hassan. La onda expansiva resonando en la calle de la casa de mi padre. Hassan desplomándose en el suelo, su vida de fidelidad no correspondida escapando de él como las cometas arrastradas por el viento que solía perseguir.

—Los talibanes se trasladaron a la casa —dijo Rahim Kan—. El pretexto fue que habían desahuciado a un intruso. Los asesinos de Hassan y Farzana fueron declarados inocentes por haber actuado en defensa propia. Nadie dijo nada en contra de la sentencia. Principalmente, supongo, por miedo a los talibanes. Además, nadie iba a arriesgar nada por un par de criados hazaras.

—¿Qué hicieron con Sohrab? —le pregunté.

Me sentía cansado, consumido. Rahim Kan sufrió un ataque de tos que se prolongó durante mucho rato. Cuando finalmente levantó la vista, estaba sofocado y tenía los ojos inyectados en sangre.

—He oído decir que se encuentra en un orfanato de Kar-teh-Seh, Amir
jan
... —Volvió a toser. Cuando dejó de hacerlo, parecía más viejo que unos instantes antes, como si cada ataque de tos lo hiciese envejecer—. Amir
jan
, te he hecho venir aquí porque quería verte antes de morir, pero eso no es todo. —No dije nada. Creo que ya sabía lo que iba a decirme—. Quiero que vayas a Kabul y que regreses aquí con Sohrab —añadió. Luché por encontrar las palabras adecuadas. No había tenido tiempo de digerir el hecho de que Hassan estaba muerto—. Escúchame, por favor. Conozco a una pareja de norteamericanos que viven aquí en Peshawar, un hombre y su esposa. Se llaman Thomas y Betty Caldwell. Son cristianos. Dirigen una pequeña organización benéfica que gestionan mediante donaciones privadas. Se dedican principalmente a dar techo y comida a niños afganos que han perdido a sus padres. He visto el lugar. Es limpio y seguro, los niños están bien cuidados y el señor y la señora Caldwell son buena gente. Ya me han dicho que Sohrab sería bienvenido en su casa y...

—Rahim Kan, no puedes estar hablando en serio.

—Los niños son frágiles, Amir
jan
, se rompen como la porcelana. Kabul está ya llena de niños rotos y no quiero que Sohrab se convierta en uno de ellos.

—Rahim Kan, no quiero ir a Kabul. ¡No puedo! —exclamé.

—Sohrab es un muchacho con talento. Aquí podemos darle una nueva vida, nuevas esperanzas, con gente que lo quiera. Thomas
agha
es un buen hombre y Betty Kanum es muy amable, tendrías que ver cómo tratan a esos huérfanos.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no puedes pagar a alguien para que vaya? Si es cuestión de dinero, yo pagaré.

—¡No es cuestión de dinero, Amir! —rugió Rahim Kan—. ¡Soy un hombre moribundo y no quiero que me insulten! Para mí las cosas nunca han sido cuestión de dinero, tú lo sabes. ¿Por qué tú? Creo que los dos sabemos por qué tienes que ser tú, ¿no es así?

No deseaba comprender aquel comentario, pero lo hice. Lo comprendí a la perfección.

—Tengo una esposa en Estados Unidos, un hogar, una carrera y una familia. Kabul es un lugar peligroso, lo sabes, y quieres que lo arriesgue todo por... —Me detuve.

—Mira, recuerdo que una vez, sin que tú estuvieras presente, tu padre me dijo: «Rahim, un muchacho que no es capaz de defenderse por sí mismo se convierte en un hombre que no sabe hacer frente a nada.» Me pregunto si te has convertido en eso. —Bajé la vista—. Lo que te pido es que cumplas el último deseo de un anciano —dijo con voz grave.

Aquel comentario era un golpe bajo. Acababa de jugar su mejor carta. O eso fue lo que pensé en aquel momento. Sus palabras colgaban en un limbo que se había generado entre nosotros, pero, al menos, él había sabido qué decir. Yo seguí buscando las palabras adecuadas, y eso que era escritor. Finalmente, logré decir lo siguiente:

—Tal vez Baba tuviera razón.

—Siento que pienses eso, Amir.

No podía mirarlo.

—¿No lo crees tú?

—Si lo creyera, no te habría pedido que vinieses.

Jugué, nervioso, con mi anillo de boda.

—Siempre me has considerado en exceso, Rahim Kan.

—Y tú siempre has sido demasiado duro contigo. —Dudó—. Pero hay algo más. Algo que no sabes.

—Por favor, Rahim Kan...

—Sanaubar no fue la primera esposa de Alí. —Entonces levanté la vista—.

Él se había casado antes con una mujer hazara de Jaghori. Eso fue mucho antes de que tú nacieras. Estuvieron tres años casados.

—¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?

—Ella lo abandonó, sin hijos, después de tres años y se casó con un hombre de Khost a quien dio tres hijas. ¿Entiendes lo que intento decirte? —Empecé a ver adonde quería ir a parar. Pero no quería escuchar el resto de la historia. Yo vivía bien en California, tenía una preciosa casa victoriana con tejado a dos aguas, un matrimonio que funcionaba, una carrera prometedora como escritor y unos suegros que me querían. No necesitaba nada de aquella mierda—. Alí era estéril —me aclaró Rahim Kan.

—No, no lo era. Él y Sanaubar tuvieron a Hassan, ¿no? Tuvieron a Hassan...

—No, no fue así —dijo Rahim Kan.

—¡Sí lo fue!

—No, Amir.

—Entonces, ¿quién...?

—Creo que sabes quién.

Sentí como si estuviera cayendo por un abrupto precipicio, sujetándome a arbustos y zarzas y acabando con las manos vacías. La habitación se movía vertiginosamente arriba y abajo, se balanceaba de un lado a otro.

—¿Lo sabía Hassan? —inquirí por una boca que no me parecía mía. Rahim Kan cerró los ojos y movió la cabeza negativamente—. Bastardos —murmuré. Me puse en pie—. ¡Malditos bastardos! —grité—. ¡Sois todos un puñado de malditos bastardos mentirosos!

—Siéntate, por favor —me pidió Rahim Kan.

—¿Cómo pudisteis ocultarme eso? ¿Y ocultárselo a él? —vociferé.

—Piensa, por favor, Amir
jan
. Se trataba de algo vergonzoso. La gente hablaría. Todo lo que un hombre tenía por aquel entonces era su honor, su nombre, y si la gente hablaba... No podíamos decírselo a nadie, debes comprenderlo. —Me tendió una mano, pero la rechacé y me dirigí hacia la puerta—. Amir
jan
, por favor, no te vayas.

Abrí la puerta y me volví hacia él.

—¿Por qué? ¿Qué más puedes decirme? ¡Tengo treinta y ocho años y acabo de descubrir que mi vida entera es una maldita mentira! ¿Qué más puedes añadir para mejorar las cosas? Nada. ¡Ni una maldita palabra!

Y dicho eso, salí dando un portazo.

18

El sol casi se había puesto, dejando el cielo envuelto en matices de violeta y rojo. Bajé por la calle estrecha y transitada donde vivía Rahim Kan, una callejuela ruidosa en medio de un laberinto de ellas, todas atestadas de peatones, bicicletas y carritos. En las esquinas había carteles publicitarios que anunciaban Coca-Cola y cigarrillos; los carteles de las películas de Lollywood, la industria cinematográfica de Pakistán, exhibían actrices seductoras bailando con guapos hombres de tez oscura en campos de caléndulas.

Entré en un pequeño establecimiento de samovar, lleno de humo, y pedí una taza de té. Me columpié sobre las patas traseras de una silla plegable y me restregué la cara. La sensación de estar deslizándome hacia una caída segura empezaba a desvanecerse. En ese momento me sentía como alguien que se despierta en su propia casa y encuentra todos los muebles cambiados de lugar. Desorientado, debe reevaluar todo lo que lo rodea, reorientarse.

¿Cómo había podido estar tan ciego? Había tenido delante de mí todas las señales y ahora regresaban volando a mi mente: Baba contratando al doctor Kumar para que operara el labio leporino de Hassan. Baba, que jamás se olvidaba del cumpleaños de Hassan. Recordé el día que estábamos plantando tulipanes y yo le pregunté a Baba si alguna vez se había planteado contratar nuevos criados. «Hassan no se irá a ninguna parte —había vociferado Baba—. Se queda aquí con nosotros, en el lugar al que pertenece. Su hogar es éste y nosotros somos su familia.» Había llorado, llorado, cuando Alí anunció que Hassan y él nos abandonaban.

El camarero dejó la taza de té en la mesa. En el punto donde las patas se cruzaban formando una «X», había un anillo de bolas de latón, todas del tamaño de una nuez. Una de las bolas se había desatornillado. Me agaché y la apreté. Ojalá hubiese podido reparar mi vida con la misma facilidad. Di un sorbo al té más oscuro que había probado en muchos años e intenté pensar en Soraya, en el general, en Khala Jamila y en la novela que debía terminar. Intenté mirar el tráfico de la calle, la gente que entraba y salía de las pequeñas tiendas de dulces. Intenté escuchar la música
qawali
que sonaba en la radio de la mesa de al lado. Lo intenté todo, pero seguía viendo a Baba la noche de mi graduación, sentado en el Ford que acababa de regalarme, oliendo a cerveza y diciendo: «Me habría gustado que Hassan hubiese estado hoy con nosotros.»

¿Cómo podía haberme ocultado la verdad durante tantos años? ¿Y a Hassan? De pequeño, me sentaba en su regazo, me miraba fijamente a los ojos y me decía: «Sólo existe un pecado. Y es el robo... Cuando mientes, le robas a alguien el derecho a la verdad.» ¿No me había dicho exactamente eso? Y en ese momento, quince años después de haberlo enterrado, descubría que Baba había sido un ladrón. Y un ladrón de los peores, porque lo que había robado era sagrado: a mí, el derecho a saber que tenía un hermano; a Hassan, su identidad, y a Alí, su honor. Su
nang
. Su
namoos
.

Las preguntas seguían acosándome: ¿cómo podía ser capaz Baba de mirar a Alí a los ojos? ¿Cómo podía vivir Alí en aquella casa, día tras día, sabiendo que había sido deshonrado por su amo de la peor manera que puede ser deshonrado un afgano? ¿Y cómo reconciliaría yo esa nueva imagen de Baba con la que llevaba grabada en mi cabeza desde hacía tanto tiempo, con su viejo traje marrón, cojeando por el camino de entrada a la casa de los Taheri para pedir la mano de Soraya?

Otro cliché del que se habría mofado mi profesor de Creación Literaria: de tal palo, tal astilla. Pero era cierto, ¿o no? Ahora resultaba que Baba y yo éramos mucho más parecidos de lo que jamás hubiera imaginado. Ambos habíamos traicionado a personas que habrían dado su vida por nosotros. Y con eso, fui consciente de que Rahim Kan me había hecho viajar hasta allí no sólo para expiar mis pecados, sino también los de Baba.

Rahim Kan había dicho que yo siempre había sido demasiado duro conmigo mismo. Sin embargo, yo me hacía el siguiente planteamiento: era cierto que yo no tenía la culpa de que Alí hubiese pisado una mina, y tampoco había llamado a los talibanes para que entraran en casa y mataran a Hassan... Pero había sido mi sentimiento de culpa lo que había provocado que Hassan y Alí abandonaran la casa. ¿Tan inverosímil era imaginar que las cosas podrían haber sido de otra manera si yo hubiera obrado de otro modo? Tal vez Baba los hubiera llevado con nosotros a América. Tal vez Hassan hubiera tenido su propia casa, un trabajo, una familia, una vida en un país donde a nadie le importara que fuese un hazara, donde la mayoría de la gente ni siquiera sabe qué es un hazara. Tal vez no. Pero tal vez sí.

«No puedo ir a Kabul —le había dicho a Rahim Kan—. Tengo una esposa en América, un hogar, una carrera y una familia.» Pero ¿cómo podía hacer las maletas y volver a casa cuando había sido yo, con mi actitud, quien le había negado a Hassan la posibilidad de disfrutar de todas esas cosas?

Deseaba que Rahim Kan no me hubiese llamado. Deseaba que me hubiese permitido vivir en mi ignorancia. Pero me había llamado. Y lo que me había revelado Rahim Kan lo cambiaba todo. Me había hecho ver que toda mi vida, desde mucho antes de aquel invierno de 1975, ya desde la época en que la mujer hazara me crió, había sido un círculo de mentiras, traiciones y secretos.

«Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho.

Una forma de cerrar el círculo.

Con un pequeño. Un huérfano. El hijo de Hassan, que estaba en algún lugar de Kabul.

• • •

En el trayecto de vuelta al apartamento de Rahim Kan a bordo de un
rickshaw
me acordé de cuando Baba me decía que mi problema era que siempre había tenido a alguien que luchara por mí. Ahora tenía treinta y ocho años. El cabello empezaba a clarear y a tiznarse de gris, y me había descubierto pequeñas patas de gallo en los ojos. Era mayor, pero quizá todavía no tanto como para empezar a luchar por mi cuenta. Baba había mentido respecto a muchos asuntos, pero no acerca de ése.

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