El tema del amor era recurrente en todas las conversaciones que se producían en la intimidad de un coche patrulla. Las horas de soledad acariciaban los más nobles instintos humanos de aquéllos que habitaban ocho horas seguidas en tan minúsculo espacio. Eso no había pasado nunca entre Sonia y Flores. Él era un tipo divorciado, resentido con la vida en pareja. Ella era una mujer romántica, que daba por perdido un tercio de su vida en la búsqueda del hombre perfecto. Los dos sabían del amor lo suficiente para no tentarlo con las palabras. Flores se dijo que, esta vez, la melancolía de la niebla dotaba al vehículo de un clima poético. Aunque tal vez sólo era una excusa que el agente buscaba para no convencerse de la duda que Quim puso sobre su ánimo.
—¿Por qué no hablamos nunca del amor, Sonia?
—Porque hablar de amor enamora, Flores.
—Humm, vaya frase.
—Además, a ti esas cosas no te afectan, estás vacunado, ¿recuerdas?
Flores recordó, sí. Le vino a la memoria el dolor de una vida en pareja llena de discusiones y engaños. Una vida que no quería repetir por nada del mundo, por lo que siempre anunciaba estar vacunado contra ese microbio que atonta a las personas hasta el punto de convertirlos en invidentes que no son capaces ni de leer el braille del alma.
Flores conocía a Sonia desde hacía más de siete años. Ella sabía el episodio más lamentable de su vida: el hundimiento de un ser a manos de la agonía de un amor cruel que lo incitó a abandonarlo todo. Sonia le ofreció su apoyo y su amistad, más allá de cualquier relación laboral; él se limitó a enamorarse de ella en silencio, aunque apartaba de sí mismo cualquier vestigio de esa palabra. Llevaba cinco años viviendo solo y, ahora, un compañero y amigo le había dicho que Sonia se sentía atraída por él. ¿Hasta qué punto podía ser verdad? Creyó estar seguro de tener valor suficiente y trató de encarar el asunto como un adulto.
—Sonia…
—Dime —preguntó ella al ver que él guardaba silencio.
—¿Cómo le va a Arnau con la chica aquella que conoció hace unos meses?
—Fantásticamente. De vez en cuando nos invitan a ir a su casa a cenar, se les ve muy felices.
—¿«Nos invitan»?
—Sí, a ti no te dicen nada porque creen que no dejas de trabajar nunca y que vas a decir que no.
—¿Y por qué piensan eso de mí? Me encantaría ir alguna vez.
—Vaya, ¿quién es este Flores que tengo a mi lado?
—Quiero decir que no me importaría ir alguna vez. Rabassedas me cae de puta madre, aunque a veces me cuesta comprender ciertas actitudes. Además, si vais todos… Mira, hablaré con él.
—Le va a encantar.
—Sonia…
—Dime, ¿qué te pasa hoy, cabo?
—¿Por qué?
—No sé, te veo extraño. Primero preguntas lo del amor; luego preguntas por dos enamorados. ¿No será que estás encariñado con alguien?
—Tonterías. No tengo tiempo para esas cosas.
—¿Lo ves? Bueno, si se da el caso, dime de quién se trata, no me gustaría que te lamieras las heridas otra vez. La próxima que sea una buena chica, ¿eh?
—Claro, claro. En fin, hace frío, ¿no?
—¿Ahora tienes frío? ¿En medio de una investigación? Tú estás mal de verdad. Anda, cuéntame quién es ella.
—Que no hay nadie, mujer, déjate de tonterías. Espera, vamos a animar esto.
Flores sacó del bolsillo interior de su chaqueta un teléfono móvil con el que marcó un número.
—¿Qué hora es? —le preguntó a Sonia.
—La una de la madrugada.
—Perfecto —respondió él llevándose el dedo índice a los labios para ordenar silencio—. Hola, buenas noches. Soy un vecino de Vilafant y llamo para informarles de que desde mi casa estoy viendo a alguien que intenta entrar a robar en una caseta de huerto. Sí, es un hombre solo. Pues no veo ningún coche, a lo mejor lo han dejado en la esquina. No, no, esto es una calle con varias casas y algunos huertos. Bueno, oiga, le digo que un hombre acaba de entrar en esa caseta por una ventana, en la carretera antigua de Vilafant; no hace falta que le dé mi nombre. Adiós.
—¿Qué has hecho, Flores?
—Nada, mujer, ya verás. ¡
Joer
, qué guapa estás, chiquilla!
—Déjate de estupideces, que se lo dices a todas. Guárdate los piropos para ese amor secreto que tienes por ahí.
La radio rompió un silencio que se llenaba por momentos de cálidas miradas de complicidad.
—Códex 10 de FLUVIA 0.
—Aquí es —respondió Sonia al micrófono que los conectaba con la central.
—¿Vigilan ustedes un huerto en la carretera antigua de Vilafant, verdad? Confirmen.
—Afirmativo, PLUVIA 0. ¿Qué sucede?
—Hemos recibido una llamada anónima que informa de movimiento de personas en una caseta de campo, justo en la zona en la que están ustedes de servicio. ¿Podrían confirmar si han visto algo fuera de lo normal en su vigilancia?
—Negativo, central, hay mucha niebla, pero podemos asegurar que no ha entrado ningún vehículo en esta urbanización. Estamos en un punto en el que controlamos perfectamente la entrada y salida y no hemos visto a nadie.
—Miren, seguro que se trata de una falsa alarma, pero ¿podrían echar un vistazo? Tenemos la patrulla un poco lejos. Ellos tardarán unos quince o veinte minutos en llegar y ustedes están ahí mismo…
—Ningún problema, central, ahora nos acercamos —respondió Sonia por indicación de los ademanes afirmativos que hacía Flores—. Eres la hostia, ¿lo sabías? —le dijo al cabo.
El mosso no respondió, pero la miró encantado con el comentario. Se cambió el calzado por unas zapatillas de deporte viejas y salieron del coche. Llegaron hasta el cercado metálico que aislaba la caseta de campo y buscaron un lugar poco visible por el que saltar. Doblaron la tela metálica por la mitad superior para que quedara un indicio claro de asalto por aquel punto; alcanzaron la caseta por la parte de atrás, en la que había una ventana de pequeñas dimensiones: una tela mosquitera, sucia y oxidada impedía ver el interior. Flores hizo un corte vertical con una navaja mil usos, rompió el cristal y abrió la hoja de madera. Se coló dentro mientras Sonia le iluminaba desde afuera. Ambos se miraron satisfechos al comprobar que allí se apilaban montones de cajas de cartón idénticas a las que contenían las camisas robadas del camión. Flores abrió algunas de ellas y extrajo las camisas, realizaron varias fotografías y se retiraron.
De nuevo en el vehículo, informaron a la sala policial del hallazgo y se turnaron en el sueño. Ahora no podían abandonar sin correr el riesgo de que pudieran retirar el material en cualquier momento. Habría que vigilar la caseta hasta que se pudieran recuperar aquellas cajas con arreglo al ordenamiento jurídico, como al sargento le gustaba.
* * *
El sargento Montagut terminó de leer el informe de apenas un folio que le presentó Flores. Aún no había tenido tiempo de desayunar, así que invitó al cabo a un café en el Suprem —un bar en el que se congregaban tanto policías como funcionarios del juzgado de Figueres— para comentar lo que seguía.
—Ahora que estamos a salvo de cualquier tipo de escucha indiscreta, haz el favor de explicarme cómo se produce la entrada en una propiedad privada, en plena noche y sin una orden judicial.
—Ya lo has podido leer ahí. —Flores señaló su informe—. El jefe de sala nos pidió que comprobásemos una llamada anónima que alertaba de un posible robo.
—¿Eso es todo lo que vas a explicarme?
—Eso es todo lo que hay que explicar. Además de las putas cajas de camisas, claro, ¿qué más quieres? Nos hemos limitado a comprobar los hechos y a custodiar el lugar hasta tener la orden para entrar legalmente, como a ti te gusta.
Montagut sorbió su café sin dejar de mirar al investigador. Flores se dio cuenta de que su jefe calibraba la respuesta. Al sargento le cabreaban las actuaciones disparatadas, pero el cabo conocía a su jefe y sabía que en el fondo aceptaría las explicaciones que figuraban en su informe.
—Hay que pedir una orden para entrar ahí, aunque eso no sea el domicilio de nadie. Me voy a tragar con café y cruasán tu castaña pilonga, y reza para que el juez también se la trague. ¿A quién has puesto a vigilar la caseta?
—Están Nadal y Domènec. Sonia tenía que dormir.
—¿Te encuentras en condiciones de escribir la petición de entrada y registro ahora mismo?
—Pues claro, me pongo en cuanto volvamos. En una hora está lista. ¿A quién me vas a colgar del culo esta vez?
—A Casanovas, ¿Te parece bien?
—No, ese tío me cae fatal, pero tú mandas, jefe.
—Es un buen policía.
—Vamos a dejarlo en que es un buen tío, si te parece. Conmigo no hace falta que finjas. Bueno, oye, tú mandas, a mí me la suda. Eso sí, que se mantenga a cierta distancia, no lo quiero tocándome las narices.
—Hablaré con él, pero tienes que hacer un esfuerzo por trabajar en equipo. —Se levantaron y Montagut pagó las consumiciones. En el trayecto de vuelta, el sargento no pudo contener la curiosidad—. ¿Qué tal con Sonia?
—Bien, esa chica sí que es una buena policía. Nunca dice que no a nada y se toma su trabajo con abnegación. Y lo mejor es que no da cancha a los chismorreos de los pasillos.
—Y se lleva muy bien con los agentes de seguridad ciudadana, que siempre hace falta. Pero me refería a qué tal como persona.
—Muy buena tía.
—¿Nada más?
—Está muy buena.
—¡Joder, Flores! Me refiero a si tenéis algo más que una relación laboral.
—¿Qué coño me preguntas, casamentero con placa? —se rio el cabo.
—Hace un montón de años que nos conocemos, y sé que esa chica te atrae. ¿Por qué no la invitas a cenar o algo así?
—Déjate de mariconadas, Monti. Somos policías y punto. Yo ya suspendí en ese resbaladizo terreno. La tía está buena de cojones, para qué negarlo, pero tiene un montón de moscones y yo no merezco más carne que la de cañón. Hala, pasa para adentro.
Flores abrió la puerta de la comisaría dando por concluida la conversación.
* * *
El registro se inició sin la presencia del propietario del huerto y su caseta. El grupo de investigadores forzó el candado con una cizalla enorme, amparados por el auto del juez y acompañados del secretario judicial, que daría fe pública de cuanto se hacía y encontraba.
No faltó ni una caja de camisas. Flores pidió a Casanovas que se encargara del traslado del material a la comisaría y él ultimó los detalles del acta que levantaba el secretario. Después lo trasladaría de nuevo al juzgado. Sus agentes precintaron la entrada a la caseta cuando llegó al lugar quien se identificó como «la madre del propietario del huerto».
La señora Carmen Vargas fue informada del auto judicial, del encuentro de material procedente de un robo y de que se buscaba a su hijo por la posible autoría del mismo. Ella, que aparentaba no dar crédito a lo que sucedía, informó de que su hijo Antonio, propietario del huerto, no tenía nada que ver en las imputaciones que se le hacían. Pidió a Flores, del que conocía su reputación en el barrio gitano, unas horas para buscarse un abogado. Carmen Vargas se comprometió con el policía a acudir a la comisaría para declarar por lo que había sucedido en el tiempo que él le diera.
—Tienes dos horas, Carmen.
—Me sobran, se lo
agradesco muncho
, señor Flores.
—Carmen… No hemos acabado aquí.
—¿Qué quiere
usté desí
? Que se muera mi
mama
que ahora no
lo’ntiendo
.
—Carmen, faltan los cuadros. En dos horas los quiero en la comisaría.
—Qué susto, madre mía, qué serio se pone
usté
.
—Carmen…
—Los
cuadro
no están aquí, señor Flores, los
tenemo
en mi casa de Perpiñán.
—Tienes dos horas para arreglarlo y que te los traigan. Tú me los traes a mí y liquidamos el asunto sin más follones. Tú explicas lo que yo te diga y a dormir a casa. Pero quiero los cuadros, ¿entendido?
—
Güeno
, pero van a
tené
que traerlos
pa
España. ¿
Usté
me promete que nadie va a
detené
a mi hijo?
—Que sí, Carmen. ¿En qué furgoneta van a venir los cuadros?
—En la Vito de mi Antonio, en cuantito lo llame me los trae. Pero sepa
usté
que hemos
desmontao
los dibujos, que eran
mu
feos.
—¿Y qué coño habéis hecho con los marcos?
—Los
marco
eran
presiosos
y hemos puesto unas
afotos
de los niños y en otro una
afoto
de los
caballo
.
—Pues las quitáis y me lo traéis todo desmontado. No intentéis montarlos de nuevo, ¿vale?
—Eso cuadros no valen
pa ná
, lo que yo le diga.
—Dos horas, Carmen, y nos vemos en comisaría. Ni un minuto más.
—Tiene
usté
mi palabra, señor Flores.
* * *
La detective Paloma Izquierdo entregó a Flores los 6.000 euros que costaba la información. Flores dejó a Montagut con la mujer para que él le explicara los detalles de la operación y la noticia de que enseguida podría revisar las obras.
Los cuadros de María Blanchard llegaron a la comisaría en hora y media, acompañados de Carmen Vargas y su hijo. Flores procedió a la detención de la mujer por un presunto delito de receptación y dejó que su abogado le explicara que aquello no era hacer recetas falsas sino lucrarse con el objeto del delito; el robo en este caso. No había inconveniente en saltarse algunos formalismos, así que dejó que el abogado hablara con su cliente antes de la declaración en su presencia. Lo importante era que los tres tuvieran claro que lo que iba a suceder allí era que aquella vieja gitana iba a comerse el marrón de su hijo para evitar que él fuera a la cárcel. «Amor de madre», pensó Flores mientras escuchaba cómo el abogado seguía explicando el alcance de su autoinculpación.
—¿Cuándo pasará a disposición judicial? —preguntó el abogado.
—En cuanto tengamos las diligencias finalizadas, pero no se preocupe, que esta señora no visitará el calabozo.
—Entonces, ¿pasará hoy mismo?
—Sí, ya le he dicho que no se preocupe.
La declaración de la detenida no desveló ni una verdad a medias. Su versión de los hechos circuló por la compra de la mercancía a unos árabes a los que no conocía de nada y que se aprovecharon de su buena fe. Las camisas triplicarían el precio que había pagado. Los árabes descargaron las camisas en el huerto bajo su única supervisión y cobraron al contado. Después se marcharon en la misma furgoneta en la que habían traído las camisas.