Códex 10 (16 page)

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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

BOOK: Códex 10
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—No lo hubiera dicho jamás. La juez me preguntó si conocía a ese hombre entre otros seis en eso que llamáis rueda de reconocimiento. Al verlo, vomité en la sala. Hasta ese momento nadie me había dicho quién era el sospechoso.

—A eso se le llama causar una buena impresión. Pero dime, ¿por qué no te fuiste ayer? Ya estaba detenido y no había nada que temer. ¿Por qué te quedaste junto a mí?

—Ya te lo he dicho antes, sólo quería devolverte el favor. Discúlpame si te ha molestado encontrarme aquí, no pretendía…

—No, por Dios, para mí ha sido una sorpresa agradable, aunque lamento que sólo fuera por devolverme un favor. Yo hago mi trabajo lo mejor que puedo, no pido a la gente que me lo pague de ninguna manera. Esto es así. Unas veces se gana y otras no. Los malos suelen caer siempre, tarde o temprano. Lo que no podemos arreglar nunca es el agravio a la víctima.

—Ya. —Ella bajó la cabeza—. Soy una mujer que ha sido violada; estoy sucia y marcada por la violencia. Entiendo lo que quieres decir, pero no te preocupes, no me voy a confundir por estar aquí contigo.

—Me alegra que no te confundas. Es importante no perder de vista estas cosas, sobre todo si el policía que ha investigado un caso así se siente atraído por la víctima y aprovecha su estado de convalecencia para atreverse a invitarla a cenar, cuando salga de aquí quiero decir.

Amanda regaló a Arnau una sonrisa de melocotón y le cogió la mano.

—Gracias, estaré encantada de aceptar una cita con un hombre tan galante y apuesto como tú, cabo Rabassedas.

Arnau entrelazó los dedos con los de Amanda y se durmió acunado por el calor de una historia de amor, de amor policial.

El necrófago

A
travesar aquella puerta barata de color azul al fondo del pasillo significaba dos cosas en la comisaría de Figueres: que entrabas en un reino que parecía funcionar de forma ajena al resto del personal policial adscrito a otros servicios, y la sensación de que allí nadie pegaba golpe. El veterano sargento de turno sabía que aquellas premisas se cumplían con unos cuantos agentes del servicio de investigación, muy pocos pero suficientes para enquistar el dicho popular entre las débiles paredes de aquella caja de metal y hormigón.

Tener que desfilar ante el presuntuoso despacho del jefe de la comisaría y el del siempre estresado subjefe, ambos instalados juntos en el mismo pasillo, era un valor añadido a la negra leyenda de que allí sólo trabajaban los mismos de siempre: los patrulleros que cada día se enfrentaban a la cruda realidad de la calle en un territorio fronterizo. Cuando había que portar novedades a través de pasadizo, él asumía la función como propia. Así evitaba extender esa estúpida maldición entre sus agentes.

Una vez sorteada la «tienda del mosso» —una vitrina llena de tonterías que solían adquirir los agentes en prácticas—, se esforzó por enfocar la lastimera mirada crónica del subjefe y le comunicó el macabro hallazgo.

Ante la noticia, el subinspector cerró los ojos poco a poco y luchó con la misteriosa fuerza que lo anclaba en su silla año tras año.

—No me jodas, Joan, es la cuarta vez. —El sargento de turno infló los mofletes y arqueó las cejas en claro asentimiento. Era un gesto propio que deformaba sus gélidas facciones cortadas a cuchillo, el cuchillo de la vida—. Bueno, vamos a organizarnos: tú informa a investigación que yo hablaré con el jefe. Dile a Montagut que, después de dar las órdenes que tenga que dar, vaya al despacho del jefe.

Así fue como esa insidiosa mañana el sargento Joan Estruc abrió por primera vez la puerta azul del «otro mundo» en la comisaría.

* * *

El sargento Montagut repartía instrucciones entre sus hombres. Esa mañana culminaban una operación contra el pequeño tráfico de drogas en el negro barrio de La Marca de l’Ham; un conjunto de bloques sindicales a las afueras de Figueres, testigos silenciosos de la política social de la época franquista. Los edificios habían sobrevivido también a los obreros iniciales, conquistados, lenta pero inexorablemente, por inmigrantes subsaharianos; el barrio era caldo de cultivo para un pequeño Harlem en el corazón de la comarca ampurdanesa.

Al sargento de la unidad de investigación le gustaban las operaciones pequeñas y bien organizadas. Era lo que se podía controlar desde una ABP como la de Figueres, donde los agentes escaseaban en pro del despliegue policial del cuerpo en toda Cataluña. Sin mencionar a un par de policías que inauguraron la comisaría con él, allá por 1997, el resto de agentes estaban de paso, con lo que la Unidad nunca llegaba a ser como el reloj que en un principio se propuso hacer funcionar.

Siempre ceñido al reglamento —un montón de folios mecanografiados bajo el acrónimo PNT—, Montagut no toleraba ni una salida de renglón. Gastaba un carácter afable, alterado de vez en cuando por la desfachatez de algún que otro agente que pensaba que estar en investigación venía a ser algo así como disponer de una licencia 007 a la catalana.

Cuando el sargento Montagut vio entrar al sargento Joan, que siempre era portador de malas noticias, debió de pensar que no podría mandar directamente al grupo en aquel operativo. En el plazo máximo de una hora tenía que ordenar tirar una puerta tras la que, con toda seguridad, se hacinaban no menos de diez ciudadanos nigerianos ilegales que se dedicaban a la venta de polvos blancos también ilegales. Cosas de la vida.

Montagut solicitó un segundo de tiempo al sargento de seguridad ciudadana. Envió a los muchachos, que ya disponían de todos los detalles del operativo, a la redada. Tomarían posiciones y aguardarían su llegada para iniciar la acción. A los tres cabos les tocó esperar con él para escuchar a Joan.

* * *

—Pues ni más ni menos que más de lo mismo que en Fortià, Taravaus y Perelada —contó el sargento Joan.

—¿El necrófago? —preguntó Montagut—. ¿Otra vez?

—Me temo que sí. El mismo ritual: un nicho forzado, una sepultura profanada, huesos esparcidos y un cazo lleno de caldo con unos cuantos restos humanos en su interior.

—Y esta vez, ¿dónde ha sido? —quiso saber Casanovas, que era quien llevaba el caso.

—En Vilamalla.

—¿No me dijiste que estaba todo listo para detener a los calamares éstos? —preguntó Montagut al cabo Casanovas.

—Monti, estoy en ello. La línea de investigación que se inició en Perelada, con la hipótesis de una gamberrada, cobró mucha fuerza en su día. Más tarde, al cruzar los datos con las otras denuncias, no encontramos ninguna relación aparente entre un hecho y el otro para seguir por ahí…

—Quiero soluciones, Casanovas —sopló el sargento—. Me cansan tus excusas…

—Bueno, chicos, yo os dejo —cortó el sargento de seguridad ciudadana—. Informadme con lo que saquéis para anotarlo en las novedades de la sala policial. Monti, te esperan en el despacho del jefe: esta vez los restos pertenecían a un ilustre familiar del alcalde.

El sargento de turno dejó solos a los cuatro hombres que se suponía dotaban de prestigio y credibilidad a la comisaría.

—Venga, a por soluciones. ¿Qué les puedo decir a los jefes en este momento? —quiso saber el sargento.

—Diles que tenemos a otro cachondo mental al que se le pone dura tomándose un caldito de los huesos del cadáver corrupto de una tía; no sería el primero. Acordaros de aquel auxiliar de forense que detuvieron en Girona acusado de cepillarse el cadáver de una chavalilla de veintitantos años —terció Flores.

Montagut lo clavó con la mirada.

—Casanovas —pidió Arnau Rabassedas sin hacer caso del comentario de Flores—, ¿no me comentaste que parecía haber una línea clara con algún grupo esotérico? ¿Por qué no decirles la verdad? —propuso.

—No me liéis con temas de magia negra, que no está el horno para bollos —pidió Montagut—. Necesito cosas tangibles para explicar en ese despacho.

—Monti —empezó Casanovas—, creo que lo mejor será decir la verdad.

—Pero ¿qué verdad, Casanovas? ¿Que aún espero a que el cabo que lleva el caso me informe de una investigación de magia negra? ¿Por quién me tomas?

—Uy, Monti, que responder a eso está penado —volvió a meterse Flores.

—Flores, lárgate de una vez. Y espérame en el operativo antes de liarte a tiros con alguien.

—A sus órdenes, sargento, siempre es un placer saber que resulta uno útil en el campo de batalla.

Flores dio media vuelta y desfiló por el pasillo. Saludó con su mejor sonrisa irónica a los ocupantes del despacho del jefe.

—Flores —lo llamó Montagut en un golpe de voz desde la puerta del despacho de la unidad—, recuerda que utilizamos el indicativo especial Códex MARCA, deja el de Códex 10 para Casanovas.

—¿Me voy a saltar este operativo, Monti? —adivinó Casanovas.

—Me temo que sí. Estamos todos y no hace falta más gente. ¿Te apañas solo en el cementerio?

—¡Joder! —maldijo Casanovas—. Estoy metido hasta la médula en la investigación de la Marca de l’Ham, no puedes dejarme al margen de esas entradas.

—Otra vez me temo que sí. Estás mucho más que metido hasta el fondo en esa otra investigación del necrófago, y yo voy a tener que dar muchas explicaciones. Métete en cosas de brujas si quieres, a mí lo único que me importa es que me traigas al culpable para que no me toquen las narices ahí al lado. —Montagut señaló con el pulgar el despacho del inspector jefe—. Llévate a Grau, de científica, para que levante un acta de inspección ocular y saque algunas fotos.

Montagut salió con el cabo Rabassedas y entró con decisión en el despacho del inspector jefe de la comisaría.

—Buenos días —saludó a los dos superiores—, tengo poco tiempo. Tenemos a todos los agentes de la unidad, y otros dieciocho de la unidad de soporte regional, preparados en el operativo de la Marca de l’Ham. Acaban de contarme los detalles que se conocen del nuevo y macabro hallazgo. Lamento deciros que aún no tenemos un sospechoso claro. Casanovas está en camino del cementerio de Vilamalla con científica. Ahora, si no os importa, tengo mucho trabajo.

—Relájate, Monti —aconsejó el inspector—. Los nervios son malos consejeros.

—¿Vas a venir a la entrada y registro? —pregunto Montagut a su jefe.

—No, claro…

—Entonces, déjame a mí que decida cómo debo administrar mi dosis de estrés. Dime qué quieres para que pueda irme a cumplir con mi deber.

—Todos tenemos un deber que cumplir, Monti —terció, hastiado, el subinspector de la comisaría—. Ya lo sabes.

—Lo que yo sé es que tenemos un operativo en marcha mientras estoy aquí dando explicaciones de un loco al que le encanta el caldo de gallina aderezado con huesos putrefactos. Al grano, ¿qué queréis que os diga?

—Queremos saber lo que hacéis para solucionarlo, dentro de un rato tendré que dar explicaciones a la prensa —insistió el inspector—. Necesito saber qué les puedo decir.

—¿Quieres la versión de Casanovas o la de Flores? —respondió Montagut.

—¿Es que tenéis dos versiones en esta investigación? —El gesto de fastidio de Montagut ante un comentario tan tonto no le dejó lugar a dudas.

—Verás, si sigues el criterio de Flores, diles que en el Empordà hay un tarado sexual que se excita con esos actos. Si no te convence, diles que estamos trabajando sobre la hipótesis de un grupo totalitario vinculado al averno.

—Venga, sargento, no puedo decirles eso.

—Con todos los respetos, diles que se callen hasta que esté solucionado y que dejen de estorbar el trabajo policial…

—Monti, ya sabes que no puedo decirles eso, ¡hostia!

—Mira, jefe, necesito espacio para hacer mi trabajo. Llevo en este cuerpo más años que tú y sé perfectamente que no voy a ocupar una silla como la tuya en la vida. Tú sabes mejor que nadie qué decirles a los periodistas. Lo hiciste de puta madre cuando informaste sobre la «presunta negligencia policial» cuando Quim perdió el brazo. —El silencio establecido tras esa afirmación escondió las caras de los hombres entre las paredes de madera—. Y ahora, si no os importa, tengo que dirigir un operativo policial para atrapar a unos «peligrosos traficantes» de droga del Empordà.

Al salir del despacho, seguido por el cabo Rabassedas, el jefe de la comisaría meneó la cabeza y lo llamó desde el límite de su trinchera con la realidad de la calle.

—Montagut, espero un informe al final del día con lo que Casanovas haya averiguado.

—Claro, jefe, y otro con el resultado del operativo policial —Montagut afirmó con la cabeza, sin volverse—, en el que espero que nadie cometa ninguna negligencia de esas a las que nos tienes tan acostumbrados.

* * *

Casanovas se dirigía a Vilamalla junto al mosso de científica, el mismo que había realizado las otras inspecciones oculares en los tres cementerios profanados.

—¿Cómo ves este asunto, Casanovas?

—Sin pañitos calientes, Grau, creo que se trata de una secta satánica o algo parecido. Un tema fuera de lo común sobre el que no tengo ni idea de cómo actuar.

—El problema es que las huellas que se revelan no suelen pertenecer a nadie que conste con antecedentes policiales.

—Ya lo sé, hombre, no tengas cargo de conciencia. Tú haz tu trabajo: saca unas cuantas fotos y describe en el acta lo que veas, como siempre. Ya caerán por sí mismos.

—Esta gente, quienesquiera que sean, no cae nunca por errores propios; como dice Flores, «hay que cazarlos».

—Un día de éstos a Flores se la va a ir la mano y va a dejar de cazar para ser cazado. En fin, veamos qué encontramos esta vez, pero me da que va a ser igual que en las otras profanaciones.

Al llegar al cementerio se identificaron a la patrulla que custodiaba el lugar de los hechos. Éstos, a su vez, solicitaron permiso para retirarse y seguir su servicio ordinario. Todo el mundo quería acercarse al operativo antidroga que se llevaba a cabo en ese momento.

* * *

Casanovas paseaba entre las tumbas del pequeño campo sacramental de Vilamalla. Observaba la disposición milimétrica de los nichos, así como las fotografías y leyendas que contenían las lápidas. Grau sacaba fotografías del plano general del cementerio y de la zona en la que se encontraban los restos hallados. Comentó que, a través de la cámara, las crudas realidades que jalonaban su carrera se veían de un color pálido. Las escenas grotescas solían perder profundidad y, con ella, parecía desaparecer la tragedia. La lápida del nicho número 165 estaba en el suelo junto a los demás restos que había guardado en su interior durante los últimos quince años. Las muescas en el lateral del mármol denunciaban el uso de una palanca para arrancar la tapa del sepulcro.

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