»Jonatan apenas podía contener el sueño cuando le di un besito en la puntita de la nariz y me despedí de él. Fue entonces cuando me pidió que no lo abandonara nunca en el cielo con los ángeles. Lo tranquilicé recordándole que allí estaría con el niño bueno y que podría asomarse a las nubes para verme sonreír de la mano de papá. Nos dijimos que nos queríamos y se durmió.
»La imagen de Antonio retozando con la puta, quienquiera que fuese, me levantó de la silla para mirar el pasillo. Estaba vacío, como en una película de terror en el momento en que el asesino está a punto de aparecer. Era la una y media de la madrugada del día de los Inocentes. Hacía poco que la enfermera había tomado la temperatura a los niños y ya descansaba en su cuarto de enfermería. Me la imaginé fumando un cigarrillo a escondidas, expulsando el humo por la ventana y maldiciendo su suerte por estar de guardia aquella noche. Al llegar a la altura del servicio la vi en su silla, fumando, y sonreí. Ella, con toda seguridad, pensó que la saludaba y me levantó la mano al tiempo que me preguntó si necesitaba algo. Recuerdo que le respondí que sólo estaba estirando las piernas, aprovechando que Jonatan dormía tranquilo.
»De regreso a la habitación nada había cambiado: los niños dormían. Jonatan se había movido, se había puesto boca arriba. Antonio, por su parte, seguía en mi cabeza revolcándose otra vez con la puta esa. Me acerqué a la cama de mi hijo y lo miré sonriendo; nunca más volvería a ser un niño desgraciado. Tenía los labios un poco separados, así que hacía ruiditos al respirar. Mi niño. Le aparté el pelito de la frente y le acaricié los mofletitos que me había comido tantas veces. Lo besé en los labios y en la barbilla. Antonio había apartado a la puta y me miraba, sorprendido por lo que sabía que iba a hacer. Me dijo que me quería y que pronto volveríamos a ser felices. Me pidió que lo perdonara y juró que esa mujer no significaba nada para él. Yo le entendí. Mi hombre necesitaba espacio, los dos necesitábamos estar solos para comernos el mundo.
»Levanté la cabecita de Jonatan y saqué la almohada de debajo. No se despertó. Volví a besarlo de nuevo en los labios y le puse el cojín en la cara, sin apretar. Le toqué el pecho con la mano izquierda y busqué la forma de su carita por encima de la almohada. Entonces sí apreté. Jonatan se despertó y se dio cuenta de que lo llevaba al cielo. Se enrabió y pataleó; no podía hacer nada más porque su cabecita no podía moverse y mi mano en su pecho le impedía mover el cuerpo. No quería quedarse en el cielo a jugar con los ángeles, no entendía que eso era lo mejor para todos. Apreté más fuerte la almohada en la cara. La presión en el cuerpo estaba bien, su pecho no podía subir y bajar. Jonatan estaba enfadado conmigo, lo presentí por su pataleta.
»De pronto se convenció de lo bien que estaría con los ángeles, o tal vez se encontró al niño bueno del cielo, porque sus pataditas al colchón fueron más suaves y poco a poco se relajó. Al poco, mi niño ya jugaba entre las nubes. Aguanté la almohada y la presión un rato más, mucho más. Me lo decía Antonio desde el otro lado de mi ser. La puta aún seguía por ahí, podía oírla llorar porque Antonio ya no sería nunca más para ella. Miré por encima del hombro para ver si Óscar se había despertado, pero no, sólo había suspirado en su sueño. Al final no sé cuánto tiempo estuve aguantando la almohada sobre la carita de Jonatan, mi Jonatan. Cuando retiré la mano de su pecho y aparté la almohada, él parecía seguir dormido. Levanté su cabecita y volví a poner el cojín por debajo. Lo coloqué de lado y lo arrullé con la sábana. Me senté en la butaca que tenía junto a la cabecera de la cama y lo miré durante todo el tiempo del mundo.
»Estaba un poco azul y tenía las manitas un tanto frías, así que decidí que había llegado el momento de avisar a la enfermera. Besé los labios de mi pequeño una vez más y me despedí definitivamente él.
»Primero fui a la ventana para ver si las nubes se juntaban en montoncitos, pero era noche sin luna y no vi más que un cielo negro como boca de lobo. Hasta el día siguiente no podría observar a mi niño jugar allí arriba.
»La enfermera vino a la habitación y trató de tranquilizar mi aparente susto por encontrar al niño frío. Alegó que en el hospital solía hacer calor y que, tal vez, se había excedido en apurar la ropa de cama. Pensó que todo se arreglaría con una mantita, pero al llegar hasta Jonatan apartó la sábana de un manotazo y se lo llevó en brazos. Mientras, llamó por teléfono y le gritó a alguien que «tenía una parada cardiorrespiratoria en pediatría». No oí nada más, me quedé en la habitación mirando la manchita de sangre que había en la almohada. No me fijé en que Jonatan había sangrado, tal vez le había hecho daño… Enseguida aparté esa idea de mi cabeza, era sólo una gotita de nada. La idea de haber producido dolor a mi niño me atormentó hasta que la enfermera vino a buscarme y me dijo que Jonatan había muerto. Me echó el brazo por encima y me aseguró que la criatura no se había enterado de nada, que había muerto mientras dormía. Había que pensar que, dentro del dolor tan grande que produce una muerte, siempre había que alegrarse de que ésta no se hubiera producido con sufrimiento para quien se iba. Eso me tranquilizó.
»Me condujo hasta un despacho en el que me esperaba la doctora Fernández. Me preguntó cuanto pudiera saber sobre lo sucedido los momentos antes de que descubriera la frialdad de mi hijo. Parecía buscar una explicación lógica, así que le conté que unos pocos meses atrás mi hijo José también murió del mismo modo. Eso pareció hacerle pensar que se trataba de algún problema habitual en la familia. Ella lo llamó muerte súbita, pero no lo pudo certificar por ignorar los motivos que la producían. Le pedí una autopsia para conocer esas causas y me informó de que ya habían llamado a la policía para que se hiciera cargo de llamar al forense.
»Eso era cosa de ustedes, inspector —terminó confesando Nieves— ¿Qué he hecho mal?
—Pues todo, Nieves, todo —respondió un Montagut visiblemente afectado por la confesión que acababa de escuchar—. Pero ¿por qué pediste una autopsia?
—Para alejar las sospechas de mí. En Vigo me fue bien.
Montagut movió la cabeza de lado a lado, lentamente.
—¿Y José?
—José, ¿qué? —preguntó ella con el semblante torcido.
—Quiero saber cómo murió tu otro hijo, Nieves.
La mujer miró fijamente a los ojos del sargento Montagut y se tomó un momento de aliento.
—Con José la primera historia fue suficiente, por eso no entiendo qué he hecho mal esta vez.
Nieves fue juzgada y condenada por dos jurados populares. Toda su pena se redujo a la pérdida de libertad por un espacio de cinco años y tres meses por el asesinato de José y otros veinte años, que se quedaron en diecisiete, por el asesinato de Jonatan. El jurado de Girona no estimó que la rea padeciera ningún tipo de enfermedad mental, como esgrimió para su defensa.
Desde la cárcel de Vigo podía mirar al cielo para imaginarse que sus hijos jugaban a hacer montones con las nubes de Galicia.
Antonio siguió su vida, a quién le importa dónde, con quién o de qué modo.
En un acto especial de la Generalitat de Cataluña se repartieron medallas meritorias por el resultado de la investigación. Como sucede siempre en estos casos, para el mosso d’esquadra Quim Lloveras no hubo más que el reconocimiento profesional del sargento Montagut.
L
a vio al paso de las calles Ample con Narcís Monturiol, y supo que esa mujer tenía algo que él quería para sí mismo. Se había dicho millones de veces que todo aquello no podía traerle nada bueno, pero no podía sustraerse a esa persistente necesidad.
Todo empezó como un juego, y así le gustaba calificarlo desde entonces. Al principio se abandonaba a los seguimientos de aquellas mujeres por las que se sentía atraído. Pronto descubrió que aquella poderosa fuerza surgía de lo más hondo de su ser y no le daba respiro para pensar en las repercusiones. Una vez que el juego empezaba, ya no podía parar.
Al acecho silencioso, que podía durar entre uno y diez días, le seguía irremediablemente el acceso a la morada de su víctima. Todo el plan se trazaba solo, dentro de él. Algo alimentaba todos los datos que memorizaba y le impulsaba en el momento oportuno. A veces ese algo le sorprendía durmiendo junto a su esposa; en otras ocasiones jugando con sus hijas. Cualquier momento era bueno para dejarlo todo y salir corriendo a cumplir su cometido.
Aquella mujer caminaba con un movimiento de caderas muy sensual, enfundada en una falda tan corta que le hacía sudar. Imaginaba la entrepierna de aquella ampulosa hembra como un volcán de lava blanquecina; su mente recreaba el olor de la tela de unas braguitas de algodón verde oscuro. Caminaba unos cien pasos por delante de él en dirección al Museu del Joguet, sorteando a la gente que, de vez en cuando, le importunaba la vista. En esos flases en los que perdía la imagen de ella conseguía recuperar cierto control y se detenía, asqueado de sí mismo. Pero aquella fuerza ingobernable que palpitaba en su interior le dominaba y empujaba en cuanto aquellas piernas aparecían de nuevo entre la gente. No podía hacer nada por detenerse ante esa energía misteriosa que lo atontaba entre gemidos ahogados de pasión. Ansiaba tener el olor de aquella intimidad recorriéndolo como una descarga eléctrica en sus sentidos y aceleró el paso para no perderla. Ella, ajena al acecho del que era objeto, siguió siendo mujer, esposa y madre mientras la dejaran serlo.
* * *
Flores hilvanaba un atestado sumido en el silencio que le caracterizaba. Sus chicos, como él llamaba a los agentes asignados a su grupo, habían ido tras la pista de un robo con violencia de corte curioso que se había producido el día anterior. Los atracadores escondían su identidad tras unas máscaras del monstruo de Frankenstein, detenían a las víctimas en un carretera secundaria y les sustraían cuanto llevaran encima, al más puro estilo del bandolerismo del siglo XIX. A Flores le encantaba dejar que los muchachos se estrujaran las meninges en las primeras pesquisas. Esa era la única forma de tenerlos motivados en una comisaría en la que primaba la sed por las menciones honoríficas y las carreras meteóricas. Además, el jefe de la unidad, el sargento Francesc Montagut, pensaba que el peso de los diferentes grupos de investigación debía descansar en hombres y mujeres jóvenes, que necesitaban madurar a fuerza de pequeños retos diarios. En eso Flores estaba de acuerdo con él, como en casi todo lo demás. La investigación de un atraco siempre era motivo de alborozo y celo profesional; el atraco en sí mismo sólo daba para un diarreico zafarrancho entre todos los servicios disponibles para dar caza a los autores. El aspaviento policial solía quedar en el despliegue de la infantería y poco más. A los atracadores era difícil cogerlos con las manos en la masa; las soluciones venían siempre de una buena investigación posterior.
El caso que Flores se traía entre manos nada tenía que ver con atracos y esas pijotadas; era una mierda de caso, de aquéllos que muchos llamaban un marrón: la víctima debía ser un amigo, amigo de un amigo o simple conocido del jefe de la comisaría; fuera lo que fuese eso siempre era sinónimo de inversión de recursos innecesariamente. Había empezado como un caso que no quería nadie en la unidad y eso significaba un reto a su orgullo de zorro viejo; se había obstinado en perder algo de tiempo en aquello tan rocambolesco. Las denuncias, que se acumulaban sobre su mesa como las diligencias previas en los lavabos de un juzgado, le arrancaban más de una sonrisa cada día que pasaba sin resolución. Al final había resultado ser una interesante investigación analítica. El atacante serial, de tebeo, estaba al acecho por Figueres, pero tenía los días contados.
* * *
Una semana después de seguir a aquella hembra, Félix estaba preparado para actuar. Se sabía de memoria los movimientos que ella y su marido ejecutaban desde la mañana hasta la noche. Era verano, no soplaba tramontana y la luna estaba en su fase nueva; todos esos detalles le invitaban a invadir por primera vez la intimidad de aquella pareja. El único peligro lo ocasionaba la hechura del marido, aunque confiaba en su propio instinto de supervivencia. Conocía muy bien la distribución del piso en el que vivían: las vigas que sostenían el edificio habían salido de la fábrica en la que trabajaba.
Apenas consiguió dormir, se debatía en la cama con la pesadumbre que le producía estar a punto de violentar una morada ajena. Luchó contra la voz de su conciencia, que le instaba a desoír esa fuerza que lo empujaba a actuar mal. Se revolvió con suavidad para no despertar a Nieves, su mujer, estiró la pierna hasta tocar el pie de ella. Su calor le calmaba. El fuego que sentía crecer en su interior le hinchaba el escroto y le impedía conciliar el sueño. Sabía que dentro de pocas horas culminaría el deseo de poseer la intimidad de ella. En su sueño inocente, Nieves posó una mano sobre el muslo desnudo de él. Félix tuvo un orgasmo al instante, acompañado de silentes lágrimas de culpa. Se limpió con la sábana y se volvió de espaldas a su mujer. Por fin cayó dormido.
Fueron cuatro horas de sueño, suficiente para que la fuerza en él lo sacase de la cama. Nieves no se despertó, estaba acostumbrada a los madrugones de su marido. Félix se adecentó lo justo para ir al trabajo y, antes de salir, echó un vistazo al sueño de las niñas. Cogió la bicicleta con la que se conducía por la ciudad, apoyada en la entradita del exiguo domicilio y salió.
Pedaleó directo hacia su objetivo. Dejó la bici apoyada entre dos vehículos y caminó los escasos pasos que lo separaban del portal. Las cerraduras no tenían secreto para Félix, que se ganaba la vida en el mundo de la mecánica metalúrgica desde hacía más de diez años. La de aquella puerta era una cerradura simple de tambor para llaves en forma de sierra. Extrajo del bolsillo trasero del pantalón un pequeño destornillador plano y una ganzúa larga y fina, de metal, que se curvaba hacia arriba en su extremo, parecida a una herramienta para examinar de un dentista. Se la había fabricado él mismo en la metalúrgica y le había dado siempre un resultado perfecto. Introdujo el destornillador en la cerradura y giró la muñeca con suavidad para fijar el tambor en su cilindro. Después insertó la ganzúa y levantó, uno por uno, los cuatro pares de pines hasta oír el clic metálico que anunciaba la caída por pasos de todos ellos. Cuando todos los pines estuvieron dentro del cilindro, le bastó con girar del todo el destornillador dentro del tambor. Ya dentro de la escalera, estaba seguro de no haber perdido más de quince segundos en la operación. Subió el primer tramo de tres escaleras y abrió la ventana que daba al patio trasero de su objetivo. Se deslizó hasta la pared medianera y caminó en equilibrio por los quince centímetros de la divisoria hasta un punto escogido desde el que se descolgó al suelo.