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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (27 page)

BOOK: Clochemerle
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A la pequeña Rose Bivaque, que aún no ha cumplido los dieciocho años y que, todavía soltera, no tardará en ser madre, la gente la señala con el dedo y la tratan de estúpida. Pero al verla caminar sola por la carretera, fresca y alegre, dibujando una sonrisa en la que se reflejan la animalidad y la adolescencia, a mí me parece encantadora y casi bonita. Y adorablemente animosa, porque acata sumisa su destino, pues ella, que no sabe nada, sabe muy bien, y lo sabe de veras, que no se pueden hacer trampas con el sino humano, y que, quiérase o no, se cumple plenamente el destino femenino cuando la muchacha se torna en mujer y colabora con toda su savia a la gran procreación del mundo.

Esta campesina un poco rolliza, sólidamente construida para las labores que la esperan, con sus brazos fuertes, sus piernas firmes, sus anchas caderas y su pecho abultado, es graciosa a su manera y posee una belleza rústica. A quien la viera con mis ojos le sería difícil resistir el encanto de tan animoso candor y dejar de sónreírle y alentarla. Camina con paso tranquilo y resuelto, su rostro un poco vulgar se ilumina con la augusta aureola de la obra que va cumpliéndose en ella. Es la propia juventud que camina con su insensato aplomo, su fuerza embrionaria y su inconsciencia juvenil, inconsciencia necesaria, pues, de no existir, nos encontraríamos con un mundo confiado a los viejos. La muchacha va siguiendo su camino, y es la eterna ilusión que pasa, y la ilusión es la verdad de los hombres, su pobre verdad. Sí, ánimo, Rose Bivaque, pequeña portadora de penas, de porvenir y de vida. Animo, que el camino es largo, y el trayecto es, al fin y al cabo, tan inútil…

Rose Bivaque no siente remordimientos ni inquietud, pero cuando piensa que se encontrará pronto en presencia de la baronesa, experimenta una ligera turbación. Sin embargo, ha llegado al castillo, sube la imponente escalinata y es conducida hasta el umbral de un espacioso salón, más hermoso y más suntuoso que el interior de una iglesia. No se atreve a avanzar por el peligroso y brillante encerado. Una voz autoritaria le hace volver la cabeza.

—¿Es usted Rose Bivaque? —le pregunta la baronesa—. Acerqúese, hija mía. Según me han dicho, ha sido Claudius Brodequin quien la ha puesto en este estado…

La joven pecadora, con el rostro encendido hasta las orejas, asiente:

—Sí, él ha sido, señora baronesa.

—¡Mi enhorabuena, señorita! Al parecer, no se muestra usted muy compungida. ¿Y qué le ha contado ese muchacho para seducirla? ¿Quiere usted explicármelo?

La explicación no está al alcance de las fuerzas de Rose Bivaque ni de sus medios de expresión. Y contesta:

—No me contó nada, señora baronesa…

—¿No le contó nada? ¡Esta sí que es buena! Entonces, ¿cómo se explica…?

Acorralada en sus últimas líneas de defensa, la muchacha enrojece aún más. Luego, de la manera más sencilla y sincera que supo, explica cómo sucumbió:

—No me contó nada. Me hizo…

Esta respuesta, al recordarle los tiempos en que ella no gastaba muchos remilgos, desconcierta a la baronesa. No obstante, con tono severo, prosigue su interrogatorio:

—Así que le hizo… Le hizo porque usted le dejó hacer, tontuela.

—No pude impedírselo, señora baronesa —dice candorosamente la ex hija de María.

—¡Qué pava es! —exclama la castellana—. ¿Está usted, pues, dispuesta a complacer al primer tunante que se arrime a sus faldas? Míreme, señorita. Conteste.

A ese reproche, Rose Bivaque opone el acento de la convicción, y el sentimiento de decir la verdad le da ánimos:

—¡Oh, no, señora baronesa! No eran pocos los muchachos que me rondaban, pero yo no escuchaba a ninguno. Pero Claudius es distinto…

La baronesa reconoce el lenguaje de la pasión. Cierra los ojos sobre sus recuerdos, en los que tanto abundan debilidades semejantes que tampoco ella supo vencer, y cuando vuelve a abrirlos se desarruga su entrecejo. Con una ojeada de mujer experimentada, contempla sonriente a la regordeta y lozana Rose Bivaque.

—¡Criatura de Dios! —dice dándole una palmadita en la mejilla—. Y dígame, hija mía, ¿le ha hablado de matrimonio ese irresistible?

—Claudius está de acuerdo con todo, pero por culpa del viñedo de Bonne-Pente, Honoré y Mathurin no consiguen entenderse.

Rose Bivaque habla ahora con tono más firme. Además de la sumisión, la entereza es uno de los instintos primordiales que le han legado las mujeres de su raza.

A pesar de su juventud, Rose Bivaque conoce la importancia de una parcela de viña bien orientada, importancia que, en cambio, ignora la baronesa, demasiado encopetada para ocuparse de tales mezquindades. Es preciso que Rose Bivaque le explique la causa del litigio existente entre las dos familias, y lo hace llorando como una Magdalena. Mientras la escucha, la baronesa observa que el diluvio de lágrimas que baña el rostro de la muchacha no altera lo más mínimo sus facciones. “Edad feliz —piensa—. Si yo llorase de esta manera, daría asco verme. Para sufrir penas, se ha de ser joven…” Y concluye:

—Tranquilícese, hija mía. Hablaré claro a todos esos roñosos. Tendrá usted a su Claudius y también la viña. Se lo prometo.

Y añade para sus adentros:

“Decididamente, voy a tener que poner un poco de orden en este país de bribones.”

Mira por última vez a Rose Bivaque, sencilla, sosegada, semejante a una rosa un poco mustia después de la lluvia. “¡En verdad que es una simpática bobalicona!” Y al despedirla, le dice:

—Y yo seré la madrina. Pero en lo sucesivo, tenga usted cuidado, tontuela. Sonríe y añade:

—De todos modos, eso no tiene importancia. Sólo es importante la primera vez. Y en el fondo, quizás es mejor hacerlo cuando se es joven. Las que han esperado demasiado tiempo no saben decidirse a dar este paso. Les es necesario a las mujeres cierto grado de inconsciencia…

Estas palabras no están destinadas ciertamente a Rose Bivaque, que se ha dirigido hacia la puerta y que, por otra parte, tampoco las comprendería. La joven sólo piensa en su Claudius. Han quedado en que éste la esperaría en la carretera, a mitad de camino del castillo al pueblo.

—¿Buenas noticias o malas noticias? —pregunta Claudius al punto de verla.

Rose Bivaque cuenta la entrevista a su manera y Claudius, que la tiene cogida a la altura del pecho, le da un beso en la mejilla.

—¿Estás contenta? —le pregunta.

—¡Oh, sí!

—Por haberme hecho caso, serás la primera en casarte.

—¡Contigo, Claudius! —responde Rose en un susurro.

Se miran a los ojos. Son felices. El día es claro y luminoso, y el calor sofocante. El barómetro debe de marcar treinta grados a la sombra. Escuchan arrobados el concierto que los pájaros dan en honor suyo. Caminan en silencio. Y Claudius dice:

—Tres semanas más de buen tiempo, y el vino será muy bueno.

Hippolyte Foncimagne había cogido unas anginas. Este apuesto mocetón estaba delicado de la garganta. Hallábase recluido en casa desde hacía unos días, lo que tenía preocupada a Adele Torbayon. No solamente preocupada, la verdad sea dicha, sino también alegre y presa de continuas tentaciones. Alegre, porque mientras Foncimagne se quedara en casa, dependía exclusivamente de ella y se veía privado de ajenas influencias femeninas, y tentada porque su huésped le inspiraba un cariñoso interés, que ella mantenía en secreto, del que participaban tanto el físico del escribano como un deseo de desquite respecto a Judith Toumignon, rival detestada y victoriosa. Era tal vez el ansia de venganza que anidaba en ella desde hacía unos años el principal motivo de su inclinación por Foncimagne. Muchas mujeres comprenderán este sentimiento.

Una mañana, mientras Arthur Torbayon se hallaba en la bodega atareado en envasar vino, Adele Torbayon subió al cuarto de Hippolyte Foncimagne con una pócima caliente para gargarizar, preparada según las instrucciones del doctor Mouraille. ("No podía abandonar al muchacho. Si no tuviera más que a su Judith para cuidarlo, el pobre podría morirse.") Soplaba desde la víspera un ventarrón del sudoeste, presagiando una tormenta que no acababa de estallar. Todas las fibras encerradas de Adéle Torbayon reclamaban algo que pusiera fin a su malestar, a la angustia que le paralizaba las piernas y le oprimía el pecho. Era un deseo indeterminado y apremiante de llorar, de sentirse desamparada, de dar suspiros y proferir gritos inarticulados.

Entró en la habitación y se acercó al lecho donde, doliente, Foncimagne sentía renacer sus fuerzas bajo el estímulo de sueños febriles. La llegada de su patrona concretó tan oportunamente sus sueños que, con un gesto de niño caprichoso y enfermo que necesita mimos y zalemas, ciñó férreamente con sus brazos los muslos de Adele Torbayon, que eran duros y esbeltos, propicios al manoseo. Adele Torbayon sintió invadirle el cuerpo una dulce sensación de bienestar, como si la tempestad, desatándose finalmente, refrescara su piel ardiente. Su indignación careció de fuerza:

—¡No lo piense ni un momento, señor Hippolyte! —exclamó con una severidad insuficiente.

—¡Al contrario, lo he pensado muy bien, hermosa Adele! —replicó el taimado, que se aprovechaba de que su patrona tenía una de las manos ocupadas en sostener la bandeja, para sacar mejor partido de la situación.

Y a fin de demostrar que la opulenta hotelera llenaba su pensamiento, exhibió la prueba formal de que sus aseveraciones eran ciertas. En comparación, cualquier juramento hubiera sido deleznable. Presa de intensa turbación, la hostelera defendió el honor de Arthur Torbayon con razones improvisadas que, naturalmente, no convencieron al paciente.

—¡Hágase usted cargo, señor Hippolyte, que abajo está lleno de gente!

—Precisamente por eso, hermosa Adele —dijo irresistiblemente el pérfido—. No debemos hacerlos esperar.

Con destreza, consiguió pasar el pestillo de la puerta, accesible desde la cabecera de la cama.

—¡No está bien, señor Hippolyte, que me encierre usted! —murmuró la posadera.

Contando, por lo que pudiera ocurrir, con esta coartada, Adele Torbayon, sin muchos remilgos, como comerciante que sabe el valor del tiempo, se dejó dulcemente convencer. Con su aire indiferente y su indumentaria adocenada, aquella mujer ocultaba brillantes aptitudes y excelentes sorpresas culturales que, tras largos días de dieta, el escribano apreció debidamente. La posadera experimentó asimismo un placer no menos completo. En lo concerniente a la práctica del amor, Foncimagne era un sabio. Sus modales eran delicados y al mismo tiempo convincentes y poseía, además, el arte de los matices, de las transiciones, la superior inventiva de los hombres que trabajan habitualmente con el cerebro. "La inteligencia se da a conocer en seguida —pensaba confusamente Adele mientras experimentaba sus efectos. Y de pronto, una idea iluminó su subconsciente—: Y Arthur, que está embotellando vino…" Sí, este Foncimagne, con sus zalemas y sus embelesos, era muy distinto a Arthur Torbayon, hombre robusto y vigoroso sin duda, pero que no sabía utilizar su fuerza y que carecía, además, de fantasía.

—De todos modos —dijo más tarde Adele en un rapto de tardía confesión, mientras se aplacaba la generosa resaca de su pecho—, nunca hubiera creído eso de usted, señor Hippolyte.

Estas palabras ambiguas podían interpretarse como elogio o como indulgente reprimenda. Pero Foncimagne se juzgaba a su vez sobradamente compensado para experimentar la menor inquietud. Este convencimiento le permitió expresarse con falsa modestia:

—¿De veras no se ha sentido usted defraudada, mi querida Adele? —preguntó hipócritamente, como si quisiera excusarse y compadecerse de ella.

La posadera cayó en la trampa que le tendía la vanidad del escribano. Asombrada de que una cosa tanto tiempo diferida se hubiese consumado de una manera tan sencilla, invadía todo su ser una sensación de bienestar. Sentíase, además, agradecida y se expresó así:

—¡Oh, señor Hippolyte, en seguida se da una cuenta de que es usted un hombre instruido!

—¿Incluso para sostener un portaplumas?

—¡Qué tunante es usted! —exclamó cariñosa Adele, acariciando los abundantes cabellos de su pupilo.

Experimentaba ya una nueva desazón en sus flancos insólitamente removidos, pero el sentimiento del deber dominó su turbación. Hurtó su cuerpo a las superficiales caricias que, por cortesía, le prodigaba el escribano, y cogiendo la bandeja declaró:

—¡Tengo que volver abajo! Si los clientes llaman, Arthur tendrá que subir de la bodega…

Los dos sonrieron. Adele, inclinándose sobre Foncimagne, tuvo una última efusión:

—¡Ah, bribón! ¿Me creerás si te digo que nunca había engañado a mi marido?

—¿Es una cosa tan horrible?

—Para mí, era una montaña. ¡Qué curioso!

Y mirando por última vez al escribano, la buena posadera salió de la habitación y cerró suavemente la puerta tras de sí.

Una vez solo, Foncimagne se entregó nuevamente a sus ensueños que aquel reciente episodio, al introducir una deliciosa variedad en su vida, había enriquecido considerablemente. Se veía dueño de las dos mujeres más bellas de Clochemerle que, por otra parte, se odiaban mortalmente, lo que añadía sal y pimienta a su hazaña. Agradeció al destino que le hubiera procurado tan fácilmente estas dos brillantes victorias. Dejando a un lado el destino, que de todos modos no había sido el principal artífice del triunfo, reconoció que la mayor parte del éxito alcanzado se debía a sí mismo, y este convencimiento le deparó una satisfacción exquisita. Luego se puso a comparar los méritos respectivos de las dos condescendientes mujeres. Aun cuando sus polos de atracción estuviesen diferentemente distribuidos y ofrecieran, según se tratara de una o de otra, caracteres netamente distintos de acuerdo con la forma y el reparto de los volúmenes, ambas mujeres gozaban de atractivos y estaban espléndidamente dotadas. Judith era tal vez más ardiente, imbuida de un mayor espíritu de colaboración, pero la felina pasividad de Adele no carecía tampoco de seducción. Sea lo que fuere, ambas eran de una absoluta buena fe y su modo de ser exigía, sobre todo a causa de los vecinos, una gran cautela y moderación. Foncimagne se congratuló de que una fuese deslumbrantemente rubia y la otra tan tenebrosamente morena. Esta disparidad sería, sin duda, un excelente estimulante, pues el contraste, al romper la monotonía de unas relaciones ya antiguas, le prestaría un nuevo encanto. Después del placer experimentado con Adele, Foncimagne se daba cuenta de lo encariñado que estaba con Judith. Pero este cariño no era obstáculo para que sintiera hacia Adele un vivo agradecimiento, siendo así que, mientras se aburría en su cuarto y estaba cansado de leer, la hostelera se había entregado y en un momento propicio.

BOOK: Clochemerle
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