Authors: Ignacio Manuel Altamirano
— ¡La belleza... el dinero... la juventud! ¿Cree usted que todo eso dé la felicidad? ¿Y el corazón?
— ¿Ha tenido usted desengaños, han sido ingratos con usted?
— ¡Ah no!... Yo no he amado nunca, me han cortejado mucho; pero han sido tan frívolos, tan necios todos mis adoradores... que viviendo en medio de ellos, he vivido en el desierto... Se me acusa de coqueta, aquí en Guadalajara, donde la maledicencia es el pan cotidiano; pero no encontrará usted a nadie que pueda asegurar que ha obtenido de mí ninguna prueba de afecto... mi corazón ha permanecido siendo de nieve.
— ¡Qué feliz es usted, señorita!
— Fernando, no me diga usted
señorita
, dígame usted Clemencia. ¿Que en México tardan tanto los amigos en llamar a una por su nombre? Esto de
señorita
me parece que está bueno para tratar a una compañera de viaje... ¿Me volverá usted a decir
señorita
?
— ¡Oh, no!... es demasiada dicha la de tener el permiso de dar a usted su hermoso nombre, para que yo no me apresure a disfrutarla.
— No; dicha no es precisamente; pero me será grato oírme llamar así por usted... Hay tantos estúpidos que me tratan con familiaridad, que me parece una compensación, que usted use de un privilegio que yo le otorgo con gusto; y es la primera vez que yo lo otorgo... sí señor, los demás se lo han tomado ellos mismos.
— ¡Clemencia, me enloquece usted!
— ¿Por qué? —dijo la joven, levantando dulcemente sus ojos negros y ardientes, hasta fijarlos en los de Fernando, que temblaba de emoción— ¿Le hago a usted mal?
Fernando iba a responder tal vez una necedad, cuando el padre de Clemencia invitó a todos a tomar el té, que se hallaba servido en una pieza inmediata.
— Se sienta usted junto a mí, Fernando, si es usted tan amable.
— Tan feliz, puede usted decir, Clemencia.
Y Valle ofreció a la hermosa sultana su brazo, en que ella se apoyó con dejadez y confianza.
Casual o intencionalmente, Clemencia tomó asiento frente a Isabel, que estaba acompañada de Enrique.
Isabel se hallaba en el colmo de la felicidad. Algo había pasado entre la bella rubia y el galante oficial, alguna palabra había acabado por fin de romper los diques de la reserva, pues los dos jóvenes parecían entenderse ya perfectamente, y reinaba entre ellos la más dulce confianza.
Para Clemencia esto era claro como la luz, y a la primera ojeada conoció que su amiga había ya obtenido el triunfo sobre ella. Para Fernando tampoco hubo duda; pero, preocupado como estaba con las palabras de Clemencia, y sintiendo en su corazón arder una nueva llama, más poderosa todavía que la que se había extinguido, apenas prestó atención a lo que pasaba a su frente.
— Enrique tenía razón —decía para sí— era fácil olvidar; heme aquí enamorado ya de Clemencia. Yo siento que el poder de esta nueva pasión es más fuerte, y que comienza subyugando todo mi ser: no es el amor dulce que me inspiraba mi prima, sino un amor irresistible, grande, que me anonada, que me encadena...
Y como Clemencia procuraba acabar de encender la hoguera con sus miradas, con sus sonrisas y con esas mil coqueterías que una mujer hermosa puede poner en juego en semejante ocasión, Fernando estaba perdido. Una vez que éste le sirvió vino, ella se apresuró a detenerle para que no llenase su copa, y puso su mano sobre la del oficial, apretándola ligeramente.
— No tanto, Valle, no tanto —le dijo— hoy perdería yo la cabeza fácilmente.
— ¿Se siente usted mal?
— Al contrario... pero la dicha pone la cabeza débil.
— ¿Y usted opina como Clemencia, Isabel? —preguntó Flores.
— ¡Ah, sí! enteramente.
— ¿Y siente usted también la cabeza débil?
— Muy débil.
Enrique pagó esta respuesta con la más ardiente de sus miradas; pero Fernando palideció de una manera espantosa. Acababa de observar que Clemencia había dirigido a su amiga una mirada de celos, rápida como el pensamiento y terrible como el rayo.
Pero apenas tuvo el tiempo de fijarse en esto porque Clemencia se volvió hacia él y le preguntó sonriendo cariñosamente:
— ¿Ha visto usted al entrar mis flores, Fernando?
— Sí, Clemencia, de paso; y he notado que son exquisitas.
— Tengo muchas camelias admirables, mis violetas son preciosas; pero sobre todo, tengo algunas flores raras que quiero mucho. Frente a la puerta de una de mis piezas, hay una planta en un tibor del Japón, que yo cuido con esmero y que florece de tarde en tarde. Hoy en la mañana se ha abierto una flor hermosísima, roja y perfumada, que no tiene igual, y que deseo que usted vea.
— Con mucho gusto.
— Y que yo le ofreceré, para que la conserve en recuerdo mío... y para que no olvide usted la noche en que nos ha honrado visitándonos por primera vez.
— Señorita —respondió Fernando con cierta sequedad— es una prueba de distinción que no merezco y que me haría muy dichoso; pero flor tan querida de usted debe quedar en la planta, cuyo cultivo tantos afanes le cuesta, o debe ser ofrecida a la persona que usted ame, y que tal vez no la ha comprendido e ignora cuánta ternura, cuánta pasión abriga el corazón de usted. Yo me contentaré con algunas violetas, estas flores nacen y viven en un lugar que está en analogía con el que ocupo regularmente en el afecto de las personas que me conocen; y créame usted, ya será bastante dicha para mí.
— ¿Pero qué es eso, Fernando? —replicó la hermosa joven con un acento de dulce reconvención—. ¿Qué quieren decir todas esas palabras que parecen dictadas por un sentimiento injusto? ¿Que debo ofrecer esa flor a la persona que no me ha comprendido y que ignora cuanta pasión abrigo por ella? ¿Quién es esa persona, dígame usted? Si hubiera alguien a quien yo amara, y se mostrara desdeñoso o no me comprendiera, y vea usted que yo olvido las preocupaciones vulgares y soy franca, por eso me acusan, si hubiera alguien así, repito, le aborrecería a los pocos instantes de haber pensado en él. ¿Que ocupa usted un lugar semejante al en que viven las violetas, es decir, un rincón humilde, en el afecto de los que le conocen? Esto le habrá pasado a usted en otra parte; pero en esta casa es preciso que sea usted ingrato para que lo crea así. Mire usted, Fernando, si no aceptase usted esa flor que le he ofrecido, delante de usted arrancaré la planta, porque me sería inútil y me recordaría una amarga repulsa.
Clemencia dijo todo esto en voz baja, pero con tal vehemencia, con tal pasión, con voz tan turbada y tan dolorosamente tierna, que Fernando volvió a creer que era amado, y no se acordó ya de la mirada celosa que la joven había dirigido a Isabel. Esta y Enrique, que se hallaban tan próximos escucharon todo.
Clemencia se hallaba agitada de una manera febril, y ponía un cuidado exquisito en no ver a los que estaban a su frente.
Trajeron el champaña; pero Clemencia, pretextando que no quería tomar ese vino y que prefería respirar aire fresco y enseñar a Fernando, que era muy instruido en botánica, sus flores, le suplicó que la acompañase.
Fernando lo hizo y se dejó conducir como un niño.
Salieron a uno de los corredores. Las lámparas de cristal apagado derramaban una luz suave sobre aquel encantado lugar. El perfume de las magnolias, de las violetas y del azahar del patio, y el de los heliotropos y de las madreselvas del corredor, embalsamaban la atmósfera completamente. Aquello era un jardín encantado, un paraíso.
Clemencia condujo a Fernando hasta donde estaba un soberbio tibor japonés, sobre un pedestal de mármol rojizo, frente a una puerta abierta y que dejaba ver al través de sus ricas cortinas una pieza elegantísima, e iluminada también suavemente por una lámpara azul.
— Aquí está mi planta querida, es una tuberosa de la más rara especie... Vea usted qué hermosa es y qué rico aroma tiene. Aunque el invierno aquí no es nada riguroso como usted lo conoce, cuesta siempre trabajo conservar esta planta, que vive mejor en la primavera: por eso la estimo más hoy. No encontraría usted en todo Guadalajara un ejemplar igual. Y vea usted, esta flor se abre en la mañana, pero todavía más en la noche, y está más perfumada.
— En efecto, es divina esta flor.
— Pues bien; va usted a guardarla.
— ¿Qué va usted a hacer, Clemencia?
— A cortarla ¿no he dicho a usted que iba a ofrecérsela?
— Pero vea usted que es una lástima, niña.
— ¿La rechaza usted de nuevo? ¡Arranco la planta!
— ¡Oh, no!... Pero ¿cómo agradecer?...
— ¿Cómo? Guardando esta flor junto a su corazón, como una reliquia y como un talismán; le da el cariño y la honrará el valor. Guárdela usted, Fernando...
Y Clemencia la ofreció con las mejillas llenas de rubor a Valle que la tomó temblando, la llevó a sus labios y la colocó en un ojal de su levita.
Clemencia se quitó un pequeño alfiler de oro y clavó con él la tuberosa, que no podía afirmarse en el ojal. Sus bellas manos temblaban también, y como la levita estaba naturalmente abrochada al estilo militar, sintieron perfectamente los fuertes latidos del corazón de Fernando, que parecía próximo a estallar.
El joven perdía la cabeza. Sentía junto a su rostro los cabellos sedosos y perfumados de Clemencia: devoraba con sus ojos aquel cuello blanco y hermoso que no distaba de sus labios sino algunas pulgadas; oía también los latidos apresurados de aquel corazón virginal y ardiente, que se confundían con los del suyo. Las manos de aquella mujer encantadora oprimían su seno, su aliento le abrasaba...
Esto le parecía un sueño, y estaba próximo a desfallecer. Los labios se abrieron para pronunciar yo no sé qué palabras atrevidas y locas... pero apenas pudieron murmurar agitados y trémulos:
— ¡Clemencia, piedad!
Clemencia fijó en él sus ojos negros y abrasadores, y ocultando en seguida el semblante volvió a tomar el brazo del joven y le obligó a dar algunos pasos.
— Tal vez sin pensar en ello —le dijo— he hecho romper a usted un voto o he profanado un recuerdo querido. Tal vez el pecho de usted es un altar sagrado en el que sólo alguna ausente tiene el derecho de poner flores... ¡soy una loca!
E inclinó la frente con tristeza.
— No; Clemencia, no... Yo juro...
— Pero he preguntado a usted en vano su secreto, usted no me ha creído quizá bastante digna de saberlo.
— Mi secreto es, Clemencia, que he sido siempre infeliz; que jamás un ser piadoso se ha dignado bajar hasta mí los ojos; que he cruzado la vida siempre triste, solitario y desdeñado; que sintiendo una alma fogosa y tierna, jamás he creído que nadie pudiese aceptar mi amor, y que usted es el primer ángel que aparece en mi camino tenebroso y maldito; que las palabras de usted han penetrado en mi corazón y han hecho nacer en él un sentimiento desconocido, dulce, poderoso, que ha crecido en minutos y que me abrasa. Que, desconfiado como todo infeliz, he creído que me hacía usted el juguete de un extraño capricho; que al ver a Enrique frente a nosotros esta noche; a Enrique, con quien no puedo compararme, que es tan hermoso, tan seductor, tan espiritual, he sentido... celos ¿para qué lo he de ocultar? Y que he querido huir de esta casa donde sufría yo tanto. Ahora mismo esto me parece un sueño. He ahí mi secreto.
Clemencia se estremeció al oír nombrar a Enrique; pero disimulando su emoción, replicó:
— ¡Qué niño es usted, Fernando! ¿Y pudo usted creer que yo fuese una coqueta sin corazón que quisiera hacer del alma noble, desgraciada y generosa de usted el juguete de un capricho indigno? ¿Qué me importan la hermosura, la gallardía y la seducción del amigo de usted? ¿Cree usted que yo soy de las que prefieren eso a las dotes del alma? Desde la primera vez que le vi en casa de Isabel, establecí perfectamente la diferencia que hay entre usted, hombre de corazón y de talento, y Flores, que me parece un galán de oficio, sin alma, y cuyo espíritu, ligero y alegre, va revelando una vida gastada en los galanteos y los placeres. No me juzgue usted mal, Fernando, ni crea usted que soy la coqueta casquivana a quien calumnian en Guadalajara. Soy franca, desdeño las reservas de mi sexo, tengo una educación especial, una independencia de carácter que me permite reírme del
qué dirán
y hacer siempre lo que me inspira el corazón. Hace tres días que le conozco a usted, y esto me basta... Pero ahí viene Flores, Fernando, mañana estará marchita esta flor, pero yo la haré revivir con la savia de mi cariño...
Enrique se acercó entre envidioso y alegre.
— Clemencia ¿nos quiere usted privar de su presencia en el salón? Se va a bailar ¿podré contar con alguna pieza?
Clemencia afectó mirar a Fernando, como interrogándole.
— Comprendo —dijo Enrique— quería usted preferir a mi pobre Fernando; pero debo anticipar que éste no baila nunca.
— ¿Es posible, Valle? ¿Usted no baila?
— En efecto, Clemencia, no sé bailar... y anuncio a usted que Enrique es un valsador terrible.
— ¿Pero Isabel?
— Me ha dado ya la primera contradanza, después se tocará un valse... Ella misma le tocará, me lo ha prometido, es un valse de Strauss ¡un delicioso valse de Strauss!
— Bien, cuente usted con él.
— Gracias, hermosa niña. Pero, chico —dijo volviéndose a Fernando— ¿qué flor es esa tan linda que tienes en el ojal?
— Es la que le ofrecí... la más querida de mis flores, la que yo cuido como a una favorita...
— ¡Dichoso Fernando! ¿Y para mí, Clemencia; no ha quedado otra por ahí?
— Era la única, Flores, la única que se había entreabierto esta mañana y que acabó de abrirse esta noche.
— ¡Qué desgraciado soy siempre!... Yo no sé cómo Fernando me echa en cara mi felicidad.
— Pero esa no es la felicidad —dijo Clemencia— la felicidad consiste para usted en otra cosa...
— Es verdad, la felicidad consiste en verla a usted. ¿Qué flor es más roja, ni más perfumada que esos labios que envidiaría una virgen del Ticiano? ...
Y Enrique hablando así se fue llevando a la joven y a Valle al salón, donde ya resonaban las armonías poderosas del piano y se empezaba el baile.
Se bailó un poco.
A las doce de la noche la reunión se disolvió. Los oficiales se fueron también; como siempre, Enrique alegre, Fernando taciturno. El coche de Clemencia condujo a su casa a Mariana y a Isabel.
Aquélla dijo a la rubia al darle el beso y el abrazo de despedida: