Clara y la penumbra (30 page)

Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
2.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hubo un silencio. Gerardo jugaba a coger y soltar una chapa arrugada de la lata de Coca-Cola que había estado bebiendo. Parecía de mal humor.

—¿Te ha molestado mi pregunta? —se preocupó ella.

Él habló con notable esfuerzo, como si el tema le resultara amargo, aunque inevitable.

—No. Sucede que estoy un poco enfadado... Pero no contigo sino con Justus. Lo de siempre. Ya te he dicho que tiene un carácter muy especial. Yo lo conozco bien, desde luego, pero a veces me resulta muy difícil soportarlo...

—¿Desde cuándo trabajáis juntos?

—Tres años. Es un buen pintor, he aprendido mucho con él... —Miró hacia el mediodía de la ventana. Su rostro de perfil seguía pareciéndole a Clara muy atractivo—. Pero hay que hacer todo lo que él dice. Todo.

Se volvió para mirarla, como si aquellas últimas palabras se relacionaran mucho más con ella que con él.

—Él es quien manda —agregó.

—Es tu jefe.

—Y el tuyo, no lo olvides.

Clara asintió, un poco desconcertada. No sabía muy bien cómo interpretar aquella última frase. ¿Era una advertencia? ¿Un consejo? Recordó el extraño examen al que Uhl la había sometido el día anterior. Cuando Gerardo hablaba de hacer «todo» lo que Uhl ordenara, ¿se refería sólo a pintura?

Terminó el pan integral y cogió una uva con dedos brillantes de rosa. La ventana de la cocina, con sus visillos entornados, le recordó el suceso de la noche previa. Decidió comentarlo para cambiar de tema.

—Oye, hay algo que...

Se detuvo y expulsó las semillas de la uva. Gerardo la miraba con aire interrogante.

—¿Sí?

—Bah, es una tontería.

—No importa, dímelo.

Ahora él se mostraba sinceramente interesado. Se inclinaba hacia ella acodado sobre la mesa. A Clara le gustó su aparente seriedad, casi su preocupación, y optó por ser sincera.

—Anoche alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Cuando el temporizador sonó una de las veces lo vi asomado a la ventana del dormitorio. Pero se fue en seguida.

Gerardo la miraba fijamente.

—No juegues.

—En serio. Me llevé un susto de muerte. Me acerqué a la ventana y no vi a nadie, pero estoy segura de que no lo soñé.

—Qué raro... —Gerardo se alisó el bigote y la perilla en un gesto que ella ya le había visto hacer otras veces—. No hay vecinos en las proximidades, sólo otras granjas de la Fundación.

—Pues estoy segura de que escuché pasos cerca de la ventana.

—¿Y te asomaste y no viste a nadie?

—Ajá.

El joven pintor parecía pensativo. Jugaba con las migas de la pizza. En el extremo superior de su bíceps izquierdo la camisa desvelaba un tatuaje.

—Quizá sea personal de vigilancia, ¿sabes? A veces dan vueltas por las granjas para asegurarse de que los lienzos están bien... Sí, seguro que era personal de vigilancia.

—¿Hay otros lienzos en otras granjas?

—Ya lo creo, amiguita. Estamos
full.
Muchos lienzos y mucho trabajo.

Aquella posibilidad —que fuera un vigilante— le resultaba tranquilizadora y en modo alguno improbable. Se disponía a hacer otras preguntas cuando una sombra se interpuso entre la luz y ellos. Uhl había entrado en la cocina. Clara se dio cuenta de que le sucedía algo casi antes de mirarlo. El pintor la observaba con una mueca de disgusto al tiempo que mascullaba un holandés indignado.

—¿Qué dice? —preguntó ella.

De súbito, antes de que Gerardo pudiese responder, Uhl hizo algo imprevisto. Cogió las solapas del albornoz de Clara y tiró con fuerza. El gesto fue tan violento e inesperado que la hizo levantarse de un salto y volcar la silla. Entonces Uhl aferró el cordón del albornoz y lo desató. Aparecieron los pechos trémulos.

—¡Oye, qué haces! —exclamó Clara.

Gerardo también se había levantado y parecía discutir con Uhl. Pero era evidente que éste llevaba las de ganar. Más aturdida que enfadada, Clara volvió a cerrarse el albornoz. Notaba que parte de la pintura del vientre se le había agrietado.

—No, no. Quítatelo —dijo Gerardo con brusquedad.

—¿Que me lo quite?

—Sí, que te lo quites. No puedes llevar nada encima, ¿okay? Los colores son muy sensibles y se estropearían. Debí decírtelo antes, Justus tiene razón. Yo...

Uhl lo interrumpió dando un fuerte golpe con la palma de la mano en la pared, junto a la cabeza de Clara, como metiéndole prisa.

—¿Qué pasa? —replicó ella, indignada—. ¿A qué vienen esos modos? ¡Ya me lo quito, joder! ¿Lo ves?

Uhl le arrebató el albornoz de las manos y se marchó de la cocina. Clara echaba chispas.

—¿Está mal de la cabeza? —preguntó.

—Sigue comiendo y no digas nada. Él tiene su forma de ser.

Por un instante cruzó su mirada con la de Gerardo y a través de sus córneas pintadas de verde lo desafió a repetir aquella frase absurda. «Él tiene su forma de ser.» No sabía qué era lo que le desagradaba más: si el enfermizo carácter de Uhl o la sumisión de su ayudante. Decidió capitular, pensando que, fuera como fuese, ella era únicamente el lienzo. Se agachó, puso en pie la silla con un ademán brusco, apoyó las nalgas pegajosas de óleo sobre el asiento, cruzó las piernas y destapó el zumo de Aroxén. «Aquí no ha pasado nada —se dijo—. Si la pintura se estropea, allá vosotros.»Gerardo no volvió a hablarle. Terminó de comer y el trabajo se reanudó.

El sol se había desplazado en la ventana en que ensayaban, de modo que encendieron el foco lateral y probaron las sombras y los efectos de luz en su silueta. Clara se encontraba aturdida. Su disgusto preliminar había dejado paso a un estado de asombro ante la extraña actitud de Uhl. Se preguntaba en serio si estaría enfermo. Ninguno de los pintores le dirigía la palabra. Le parecía obvio que el incidente había desatado un conjunto de fuerzas en aquel triángulo inestable: Uhl continuaba pétreo mientras que Gerardo parecía haber adoptado el papel de amortiguador entre su compañero y ella. Aunque no le hablaba, el joven procuraba sonreírle cada vez que se aproximaba para modificar un aspecto de su postura, como si le dijera: «Ten paciencia. Juntos lo soportaremos mejor». Pero aquella compasión de última hora le resultaba a ella aún más insufrible que las absurdas conductas de Uhl.

A media tarde hubo otro descanso. Gerardo le dijo que en la cocina le aguardaban un zumo y una infusión. A ella no le apetecía tomar nada pero Gerardo insistió con cierta vehemencia. Por supuesto, no se le ocurrió volver a ponerse el albornoz. Se dirigió a la cocina y encontró el zumo, pero la taza de la infusión estaba vacía y la bolsita de hierbas reposaba en el borde del plato. Llenó la taza con agua mineral y la introdujo en el microondas. No sentía frío ni molestia alguna debido a su total desnudez, pero sí cierta extrañeza: estaba acostumbrada a usar algún tipo de protección durante los descansos cuando tenía el cuerpo pintado, y aquella orden de continuar desnuda le resultaba sorprendente. Mientras el microondas zumbaba, se dedicó a contemplar el paisaje que se vislumbraba a través de la abertura triangular de las cortinas: advirtió troncos de árboles, una valla a lo lejos y una vereda. Daba la impresión de que se encontraban aislados.

El microondas campanilleó. Clara abrió la compuerta y sacó la taza humeante.

En ese momento una sombra pasó junto a ella.

Era Uhl. Venía limpiándose las manos en un trapo y ni siquiera la miró al entrar. Ella también desvió la vista. Colocó la taza en el plato y rasgó el sobre de la infusión. Uhl se movía a su espalda. Ella no sabía qué podía estar haciendo. Supuso que había venido a coger algo del frigorífico, pero no escuchaba el ruido de la puerta de la nevera. El silencio tras ella resultaba inquietante. Iba a volverse para saber qué hacía Uhl cuando, de repente, una mano se deslizó entre sus piernas.

Dio un respingo y giró la cabeza. Encontró los ojos de Uhl enterrados en cristal a dos centímetros de su rostro. Casi al mismo tiempo, la otra mano de él la cogió de la nuca y presionó para que siguiera mirando hacia adelante. Escuchó una palabra en bronco castellano:

—Quieta.

Decidió obedecer sin hacer preguntas. La situación no le sorprendía en exceso. En teoría, ella era un lienzo. En teoría, él era un pintor. En teoría, el pintor podía tocar el lienzo con el que trabajaba, en cualquier momento y de cualquier forma que le pareciera oportuno. Ella ignoraba qué clase de obra podían estar haciendo: tal vez incluso el hecho de abordarla de aquella manera, en la cocina, bruscamente, formara parte de la pintura.

Tomó aire para relajarse y permaneció quieta con las manos apoyadas en el fregadero. Los dedos rastreaban la cara interna de su muslo izquierdo con somera lentitud, pero debido al óleo que la cubría, la sensación que experimentaba no era la de unos dedos tocándola. No sentía, por ejemplo, la tibieza o la frialdad de una piel ajena ni las percepciones añadidas a una caricia, sólo la presencia de dos o tres objetos romos y móviles resbalando por su carne. Podía tratarse igualmente de unos pinceles.

La mano continuó su ascenso; la otra se apoyaba firmemente en su hombro izquierdo, sujetándola. Clara intentó aislarse de aquellos dedos que no eran dedos, que no eran carne humana sino tubos de goma articulados que trepaban —aún con calma, aún sin brusquedad— por la zona más suave de su muslo. Quiso pensar que todo aquello tenía una razón artística. Sabía que la barrera era muy difícil de establecer: Vicky, por ejemplo, la traspasaba continuamente en ambos sentidos. La otra humillante posibilidad —que Uhl estuviera abusando de su posición— la hubiera llevado a rechazarlo con violencia. Pero no deseaba imaginar tal cosa por el momento.

Permaneció tranquila controlando la respiración, aun a sabiendas de cuál era el destino final —y obvio— de aquellos dedos. El azul de la ventana, que contemplaba sin parpadear, se le pegó a los ojos.
Él es quien manda. Es un hombre muy especial, pero es quien manda.
¿Acaso Gerardo la había estado preparando para lo que sabía que iba a suceder?

Los dedos se abrieron alrededor de su sexo. Clara tensó los músculos. Los dedos rozaban su interior, pero titubeaban, como si estuvieran aguardando alguna clase de reacción por parte de ella. Sin embargo, Clara había decidido no moverse, no hacer nada. Se mantenía quieta con las piernas ligeramente separadas (un triángulo), de espaldas al pintor, conteniendo el aliento. Entonces sintió que los dedos se retiraban. La otra mano, la que sujetaba su hombro, también desapareció. Ella volvió la cabeza preguntándose qué haría él a continuación. Uhl se limitaba a mirarla. Sus gafas de cristales gruesos y su frente abultada le otorgaban la apariencia de un insecto monstruoso. Jadeaba. Su mirada era inquietante. Un instante después, salió de la cocina. Ella lo oyó hablar con Gerardo en el salón. Aguardó un tiempo prudencial, terminó de preparar la infusión sin darle la espalda a la puerta y se la bebió como si se tratara de una amarga medicina. Luego realizó algunos ejercicios de relajación simple.

Cuando Gerardo la llamó para que regresara al trabajo, se encontraba considerablemente más tranquila.

No ocurrió nada más aquella tarde. Uhl no volvió a tocarla y Gerardo se limitó a darle órdenes escuetas. Pero mientras posaba inmóvil y pintada, su cerebro bullía de actividad. ¿Por qué Uhl hacía lo que hacía? ¿Quería abusar de ella, amedrentarla, aumentar su tensión al estilo Brentano?

La única conducta posible para un lienzo en aquel mundo confuso, casi onírico, de la pintura de cuerpos consistía en permanecer tenso y desarrollar estrategias que le impidieran claudicar, caso de que la situación empeorara.

Estaba segura, por otra parte, de que tal cosa sucedería muy pronto.

Creyó que no se dormiría aquella noche, pero cayó en seguida en un agotado sopor.

No supo en qué momento volvió a sentir que alguien la vigilaba.

Bocabajo sobre el colchón desnudo, desnuda ella misma, su conciencia oscilaba con suavidad entre la vigilia y el sueño. En un momento dado, la ventana dibujada con la débil tiza de la luna se tachó de sombras. Lo percibió como el paso brusco de una nube. Pero la nube provocaba ruidos en la hierba.

Se incorporó con gesto de ciervo. En la ventana no había nadie.

Pero un instante antes, una fracción de segundo antes de que no hubiera nadie, el rectángulo había sido recortado con una silueta.

Era un hombre, estaba segura.

Permaneció con la cabeza erguida en la oscuridad, conteniendo la respiración, hasta que un grito enloquecido la hizo gemir de terror. Reconoció, con el corazón en la boca, la alarma del temporizador. Tanteó como una ciega hasta encontrar el aparato en el suelo, junto al colchón, y lo apagó. Ignoraba por qué estaba conectado, ya que Gerardo le había dicho que no era necesario utilizarlo esa noche. Su corazón bombeaba la sangre con energía. Los latidos se le antojaban burbujas estallando en sus tímpanos. El silencio de la casa era enorme. Pero la sensación estaba allí, idéntica a la de la noche previa. Y si aguzaba el oído, lograba percibir el remoto crujido de la hierba.

De alguna forma, y aun sopesando las mejores posibilidades (por ejemplo, que se tratara de un vigilante de la Fundación, como le había dicho Gerardo), aquella misteriosa presencia la agobiaba mucho más que cualquier otra cosa. Se incorporó, puso los pies en el suelo y respiró hondo varias veces. Después de que Uhl y Gerardo se marcharan se había duchado con disolventes para desprenderse toda la pintura del pelo y el cuerpo. Sin óleos encima, el terror le parecía más natural, más crudo, menos apasionante.

Aguardó un poco más y dejó de oír pisadas en la hierba. Quizás el hombre se había marchado, o quizá pretendía asegurarse de que ella se volvería a dormir. Estaba demasiado nerviosa para poder pensar con calma. Conocía varios ejercicios respiratorios que la dejarían como un bálsamo en cuestión de minutos. Comenzó con uno de los más simples, al tiempo que intentaba determinar el origen del miedo que sentía.

Una de las cosas que más la habían atemorizado siempre era la posibilidad de que un desconocido entrara de noche en su habitación. Jorge se reía cuando ella lo despertaba de madrugada para decirle que había oído un ruido.

«De acuerdo. Pues enfréntate
a tu miedo
y lograrás vencerlo.»Se levantó y caminó hacia el salón a oscuras. Los ejercicios respiratorios le habían otorgado una calma ficticia que envaraba sus movimientos. Se le había ocurrido algo: llamaría a Conservación y pediría ayuda, o al menos consejo. Sólo tendría que hacer eso. Sólo llegar hasta el teléfono, marcar el único número posible y hablar con Conservación. Al fin y al cabo, ella era material valioso y estaba un poco atemorizada. Corría el riesgo de estropearse. Conservación tendría que ayudarla.

Other books

Getting Back to Normal by Marilyn Levinson
Treasured Brides Collection by Grace Livingston Hill
Brothers in Blood by Simon Scarrow
Negative Image by Vicki Delany
Time Will Darken It by William Maxwell
Office Girl by Joe Meno
Dandelion Dead by Chrystle Fiedler
Ghost Child by Caroline Overington