Quizás en el picnic de los Webster. Quisiera tener buena apariencia en ese picnic. Es muy importante. Día en que todos los Webster del mundo, todos los que todavía viven, se dan cita. Y quieren que yo también vaya. Ah, sí, siempre quieren que vaya. Pues yo soy un robot Webster. Sí, señor, siempre lo he sido y siempre lo seré.
Dejó caer la cabeza y balbuceó unas palabras que fueron como un susurro en el cuarto. Palabras que él y el cuarto recordaban. Palabras de hacía mucho tiempo.
La mecedora crujió y el ruido se confundió con la existencia de ese cuarto teñido de tiempo. Se confundió con el viento en los aleros y los gruñidos del cañón de la chimenea.
Fuego, pensó Jenkins. Hace mucho que no encendemos el fuego. A los hombres les gustaba el fuego. Les gustaba sentarse ante él e imaginar escenas en las llamas. Y soñar…
Pero los sueños de los hombres, se dijo Jenkins, se han ido. Se han ido a Júpiter y están enterrados en Ginebra, y a veces brotan muy débilmente en los Webster de hoy.
El pasado, dijo, el pasado es demasiado para mí. Y me ha inutilizado. Tengo tanto que recordar… tanto que las cosas que hay que hacer son siempre menos importantes. Estoy viviendo en el pasado, y así no se puede vivir.
Pues Joshua dice que el pasado no existe, y Joshua debe de tener razón. De todos los perros debe de ser el más enterado. Pues se ha esforzado por retroceder en el tiempo y verificar las cosas que le he dicho. Cree que me falla el cerebro, y que al contar viejas historias de robots, mitad verdad, mitad fantasía, me dejo llevar por la imaginación.
No lo admitirá públicamente, pero es lo que el sinvergüenza cree. Piensa que no me doy cuenta.
No puede engañarme, dijo Jenkins con una risita. Ninguno de ellos puede engañarme. Los conozco desde que empezaron a cambiar. Sé muy bien con qué música bailan. Le ayudé a Bruce Webster con el primero de ellos. Oí sus primeras palabras. Y si ellos olvidaron, yo no… ni una palabra, ni un gesto.
Quizás es natural que hayan olvidado. Han hecho grandes cosas. He tratado de no molestarlos, y es mejor así. Eso me dijo Jon Webster aquella noche. Por eso Jon Webster hizo lo que había que hacer para cerrar la ciudad de Ginebra. Pues fue Jon Webster. Tuvo que haber sido él. No pudo haber sido otro.
Jon pensó que encerraba a la raza humana y dejaba en libertad a los perros. Pero olvidó algo. Oh, sí, pensó Jenkins, olvidó algo. Olvidó a su propio hijo, y a la pequeña banda armada de arcos y flechas que había salido aquella mañana a jugar a los hombres de las cavernas… y a las mujeres de las cavernas.
Y el juego, pensó Jenkins, se convirtió en algo tristemente real que duró mil años. Hasta que los descubrimos y los trajimos de vuelta a casa. De vuelta a la casa de los Webster, de vuelta al lugar donde empezó todo.
Jenkins juntó las manos en el regazo, inclinó la cabeza y la balanceó lentamente. La mecedora crujía y el viento corría por los aleros y en alguna parte se golpeó una ventana. La garganta de la chimenea hablaba huecamente, hablaba de otros seres y otros días, y otros vientos.
El pasado, pensó Jenkins, no tiene pies ni cabeza. Es algo que se atraviesa en el camino, cuando hay tanto que hacer. Tantos problemas que aún esperan solución.
La superpoblación, por ejemplo. Hemos pensado mucho en eso, lo hemos discutido hasta hartarnos. Demasiados conejos, pues los zorros y lobos no pueden perseguirlos. Demasiados ciervos, pues los leones y lobos no deben matarlos. Demasiadas marmotas, demasiados gatos, demasiados ratones. Demasiadas ardillas, demasiados puercos espines, demasiados osos.
Suprímase la valla de las muertes violentas y se tendrá un número excesivo de vidas. Cúrense las enfermedades y las lesiones con un servicio médico de rápidos robots y habrá desaparecido otra valla.
El hombre se había encargado de eso. Sí, el hombre se había encargado de eso. El hombre mataba todas las cosas que se le cruzaban en el camino. Ya fuesen otros hombres u otros animales.
El hombre nunca había concebido una gran sociedad animal, nunca había soñado con que las marmotas y los coatíes y los osos recorriesen juntos el camino de la vida, haciendo planes comunes, ayudándose mutuamente, dejando de lado toda diferencia natural.
Pero los perros sí. Los perros lo habían hecho.
Como en los cuentos infantiles de la antigüedad, pensó Jenkins. Como en la historia del león y el cordero que dormían juntos. Como en las películas de Walt Disney. Pero esas películas nunca habían parecido reales, pues estaban basadas en la filosofía humana.
La puerta se abrió con un crujido y se oyó el ruido de unos pasos. Jenkins se volvió en su silla.
—Hola, Joshua —dijo—. Hola, Ichabod. ¿Por qué no entráis? Estaba meciéndome y pensando.
—Pasábamos —dijo Joshua— y vimos luz.
—Pensaba en las luces —dijo Jenkins—. Pensaba en la noche (hace ya quinientos años) en que Jon Webster llegó de Ginebra. Era el primer hombre que venía aquí desde hacía siglos. Y estaba arriba, acostado, y todos los perros dormían y yo miraba por la ventana, más allá del río. Y no había luces. Ninguna luz. Sólo una gran oscuridad. Y yo estaba allí recordando los días con luces, y preguntándome si las luces volverían.
—Hay luces ahora —dijo Joshua con suavidad—. Hay luces en todo el mundo esta noche. Aun en las cuevas y guaridas.
—Sí, ya sé —dijo Jenkins—. Aún más que antes.
Ichabod se acercó al brillante cuerpo metálico que se alzaba en un rincón, extendió una mano y golpeó la armadura, casi tiernamente.
—Los perros han sido muy amables —dijo Jenkins— al regalarme el cuerpo. Pero no era necesario. Con unos pocos parches aquí y allá, éste hubiese servido aún.
—Pero te queremos —dijo Joshua—, y es lo menos que podíamos hacer. Hemos tratado de hacer otras cosas por ti, pero nunca nos dejaste. Queríamos construirte una nueva casa, moderna, con las comodidades más recientes.
Jenkins sacudió la cabeza.
—Hubiese sido inútil, pues yo no la habría ocupado. Pues veréis, mi hogar es esta casa. Siempre lo ha sido. Reparadla como mi cuerpo, y seré feliz con ella.
—Pero aquí estás solo.
—No, no lo estoy —dijo Jenkins—. La casa está repleta de gente.
—¿Repleta? —preguntó Joshua.
—Gente que he conocido.
—¡Pero qué cuerpo! —dijo Ichabod—. Me gustaría probármelo.
—¡Ichabod! —aulló Joshua—. Ven aquí. Quita las manos de ese cuerpo.
—Deja hacer a los jóvenes —dijo Jenkins—. Si viene por aquí en algún momento en que no esté muy ocupado…
—No —dijo Joshua.
Una rama golpeó el alero y tamborileó en la ventana. Se oyó el ruido de una teja y el viento corrió por el techo con pasos rápidos y traviesos.
—Me alegra que hayas venido —dijo Jenkins—. Quería hablarte —se balanceó un rato y la mecedora crujió—. No viviré eternamente. Nunca creí que llegaría a los siete mil años.
—Con el cuerpo nuevo —dijo Joshua— vivirás tres veces siete mil años.
Jenkins sacudió la cabeza.
—No es el cuerpo lo que me preocupa, sino el cerebro. Está bien hecho, como para durar mucho, pero no eternamente. Alguna vez algo andará mal, y el cerebro se hará pedazos —en el silencio de la habitación sonó otra vez el crujido de la mecedora—. Y eso será la muerte. Me habrá llegado el fin… Y está bien que así sea. Serví, sí, en otro tiempo.
—Te necesitaremos siempre —dijo Joshua con voz muy suave—. No podremos seguir sin ti.
Pero Jenkins continuó como si no hubiese oído.
—Quiero hablarte de los Webster. Quiero hablarte de ellos. Quiero que entiendas.
—Trataré —dijo Joshua.
—Vosotros los perros los llamáis websters, y está bien —dijo Jenkins—. Hubo una familia que se llamaba así. Y fueron los que os hicieron eso tan magnífico.
—¿Hicieron qué? —preguntó Joshua.
Jenkins hizo girar la silla y dejó de balancearse.
—Me olvido —murmuró—. Me olvido tan fácilmente. Lo confundo todo.
—Estabas hablando de algo magnífico que nos hicieron los websters.
—Ah, sí —dijo Jenkins—. Sí. Tienes que vigilarlos. Tienes que cuidarlos y vigilarlos. Especialmente tienes que vigilarlos.
Se balanceó suavemente y los pensamientos fluyeron por su cerebro, pensamientos espaciados por el crujido de la silla mecedora.
Casi lo dices, pensó. Casi estropeas el sueño.
Pero me acordé a tiempo. Sí, Jon Webster, me paré a tiempo. No me traicioné, Jon Webster.
No le dije a Joshua que los perros fueron una vez mascotas del hombre, que los hombres los llevaron al lugar que ahora ocupan. Pues los perros no deben saberlo. Tienen que mantener erguida la cabeza. Tienen que proseguir su labor. Los viejos cuentos han desaparecido, y es mejor así. Aunque me gustaría decirlo. El Señor sabe que me gustaría. Ponerlos en guardia contra algo. Decirles cómo arrancamos de raíz las viejas ideas a los cavernícolas que trajimos de Europa. Cómo les hicimos olvidar todo lo que sabían. Cómo les borramos todo recuerdo de armas. Cómo les enseñamos la paz y el amor.
Y cómo debemos vigilarlos para impedir que un día vuelvan esas tendencias… el viejo modo de pensar de los hombres.
—Pero dijiste… —insistió Joshua.
Jenkins negó con una mano.
—No era nada, Joshua. Estoy un poco chocho. A veces se me nubla el cerebro y digo cosas sin sentido. Pienso tanto en el pasado… y tú dices que no hay pasado.
Ichabod se sentó en el suelo y miró a Jenkins.
—Seguro que no lo hay —dijo—. Lo verificamos todo. De cuarenta modos, y todos los factores lo confirman. No hay pasado.
—No hay ningún cuarto —dijo Joshua—. Uno viaja hacia atrás por la línea del tiempo y no encuentra el pasado, sino otro mundo, otro paréntesis de conciencia. La Tierra puede ser la misma, con los mismos árboles, ríos y colinas, pero no es el mundo que conocemos. Como ha tenido una vida distinta, se ha desarrollado también de un modo distinto. El segundo que está detrás de nosotros no es realmente el segundo que queda atrás, sino otro segundo, un sector totalmente independiente de tiempo. Vivimos siempre en el mismo segundo. Nos movemos en el interior del paréntesis formado por ese segundo, esa minúscula parcela de tiempo que nos ha sido asignada.
—El modo en que medimos el tiempo es un grave error —dijo Ichabod—. Nos impide pensar en su esencia. Pensamos continuamente que atravesamos el tiempo, pero no es así. Nos movemos con el tiempo. Decimos: ha pasado otro segundo, otro minuto, otra hora, otro día, cuando, en realidad, el segundo, el minuto, la hora no han pasado nunca. Fueron siempre los mismos. Se han movido, nada más, y nosotros nos movimos con ellos.
Jenkins hizo un signo afirmativo.
—Comprendo. Como una madera que flota en un río. Se mueve con el río. Y a lo largo de la orilla cambian las escenas, pero el agua es siempre la misma.
—Podría explicarse así —admitió Joshua—. Pero el tiempo es una corriente rígida, y los mundos diferentes están más fijos en el tiempo que la madera en el río.
—¿Y los duendes viven en esos otros mundos?
Joshua movió afirmativamente la cabeza.
—Estoy seguro.
—Y ahora —dijo Jenkins— imagino que tratas de descubrir cómo llegar a esos mundos.
Joshua se rascó suavemente una pulga.
—Eso es —dijo Ichabod—. Necesitamos espacio.
—Pero los duendes…
—Los duendes pueden no ocupar todos los mundos —dijo Joshua—. Puede haber mundos vacíos. Los necesitamos. Si no encontramos espacio, nos veremos en aprietos. La superpoblación traerá consigo una ola de crímenes. Y esa ola nos haría retroceder al punto de partida.
—Ya hay algunos crímenes —dijo Jenkins. Joshua frunció el entrecejo y echó hacia atrás las orejas—. Crímenes raros. Muertos que nadie devora. Sin sangre. Como si cayeran redondos. Nuestros técnicos médicos están enloquecidos. Nada malo. No hay motivo para esas muertes.
—Pero ocurren —dijo Ichabod. Joshua se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
—Temo, Jenkins… temo que…
—No hay nada que temer.
—Sí, me lo dijo Angus. Temo que uno de los duendes… que uno de los duendes haya atravesado el muro.
Una ráfaga sopló en el interior de la chimenea y jugueteó en los aleros. Otra ráfaga ululó en algún rincón cercano y oscuro. Y el miedo vino y corrió subrepticia y pesadamente por el techo de tejas, hacia arriba y hacia abajo.
Jenkins se estremeció, y se puso rígido, luchando contra otro estremecimiento. Cuando habló lo hizo con una voz áspera.
—Nadie ha visto un duende.
—Los duendes no se pueden ver.
—No —dijo Jenkins—. No se pueden ver.
Eso era lo que decía el hombre. Los fantasmas no se ven, pero uno siente que están ahí. Pues el grifo del agua sigue goteando a pesar de que uno lo ha cerrado bien. Y unos dedos arañan la puerta, y los perros aúllan a algo en la noche, y no quedan huellas en la nieve.
Y unos dedos arañaron la puerta…
Joshua se puso de pie y se endureció; la estatua de un perro: la pata levantada, la boca entreabierta como en el comienzo de un gruñido.
Los arañazos volvieron a oírse.
—Abre la puerta —le dijo Jenkins a Ichabod—. Alguien quiere entrar.
Ichabod atravesó el silencio de la habitación. La puerta crujió bajo sus dedos. Mientras la abría, la ardilla entró de un salto, como un rayo gris, y fue a posarse en el regazo de Jenkins.
—¿Qué ocurre, ardilla —dijo Jenkins.
Joshua se sentó otra vez y cerró la boca. Ichabod mostraba una tonta sonrisa metálica.
—Lo vi —chilló la ardilla—. Vi cómo mataba al petirrojo. Con una vara. Y las plumas volaron. Y había sangre en la hoja.
—Calma —dijo Jenkins, suavemente—. No te apresures y explícame bien. Estás demasiado excitada. Viste que alguien mataba al petirrojo.
La ardilla tomó aliento. Le rechinaban los dientes.
—Fue Peter —dijo.
—¿Peter?
—Peter, el webster.
—¿Dices que con una vara?
—La arrojó con otra vara. Había unido las puntas con una cuerda, tiró de la cuerda y la vara se dobló…
—Ya lo sé —dijo Jenkins—. Ya lo sé.
—¡Ya lo sabes! —gritó la ardilla—. ¿Lo sabes todo?
—Sí —dijo Jenkins—. Lo sé todo. Era un arco y una flecha.
Y había algo en su voz que hizo que los otros tres guardaran silencio. La habitación pareció más grande y vacía, y el tamborileo de la rama en los vidrios venía ahora de muy lejos, era como una voz hueca y dura que se quejaba sin esperanza.