E
L CONEJO ESQUIVÓ
un arbusto, y el perrito negro corrió tras él y se detuvo resbalando sobre las patas traseras. En el sendero había un lobo, y el cuerpo ensangrentado y retorcido del conejo le colgaba de la boca.
Ebenezer, inmóvil, jadeaba con la lengua fuera. Se sentía un poco débil y enfermo ante aquel espectáculo.
¡Había sido un conejo tan bonito!
En el sendero, detrás de Ebenezer, se oyeron unas pisadas, y Sombra apareció a un lado del arbusto.
El lobo paseó su mirada del perro al pequeño robot, y luego otra vez al perro. La luz amarilla del salvajismo se le apagó lentamente en los ojos.
—No debías haber hecho eso, lobo —dijo Ebenezer, suavemente—. El conejo sabía que no le haría daño y que todo era una broma. Pero corría derecho hacia ti y aprovechaste la ocasión.
—Es inútil que le hables —dijo Sombra torciendo la boca—. No entiende una palabra. Lo primero que hará, será comerte a ti.
—No mientras tú estés cerca —dijo Ebenezer—, y además me conoce. Recuerda el último invierno. Pertenece al rebaño que alimentamos.
El lobo se adelantó lenta y cautelosamente, paso a paso, hasta que entre él y el perro no hubo más de medio metro. Luego puso el conejo en el suelo y lo empujó hacia adelante con el hocico.
Sombra emitió un ruidito entrecortado.
—¡Te lo está ofreciendo!
—Ya sé —dijo Ebenezer con calma—. Ya te he dicho que me recuerda. Es el que tenía una oreja helada. Jenkins lo curó.
El perro dio un paso adelante, moviendo la cola, con el hocico levantado. El lobo se endureció un momento. Luego bajó la fea cabeza y aspiró por la nariz. Durante un segundo se frotaron los dos hocicos. En seguida el lobo retrocedió.
—Vámonos —urgió Sombra—. Tú camina delante y yo cubriré la retirada. Si el lobo intenta algo…
—No lo intentará —dijo Ebenezer—. Es amigo nuestro. Lo del conejo no es culpa suya. No comprende. Es su modo de vivir. Para él un conejo es sólo un trozo de carne.
De la misma manera, pensó, fue una vez para nosotros. Como fue para nosotros antes que el perro se echase por primera vez junto al hombre, al lado de un hogar. Y como aún fue después, durante un tiempo. Aún ahora, a veces…
Moviéndose lentamente, casi disculpándose, el lobo se adelantó otra vez y alzó el conejo sacudiendo la cola. No era precisamente un saludo, pero casi.
—¡Ya ves! —exclamó Ebenezer, y el lobo desapareció convirtiéndose en una mancha gris entre los árboles, una sombra que flotaba en el bosque.
—Se lo ha llevado —dijo Sombra—. El sucio…
—Pero me lo ofreció antes —dijo Ebenezer triunfalmente—. Sólo que tenía tanta hambre que no pudo resistirse. Ha hecho lo que un lobo nunca hizo. Durante un momento fue más que un animal.
—Se lleva los regalos —protestó Sombra.
Ebenezer sacudió la cabeza.
—Sintió vergüenza cuando se lo llevó. Ya viste que movía la cola. Trataba de explicarme… de explicarme que tenía hambre y lo necesitaba. Más que yo.
El perro miró las verdes bóvedas del bosque encantado, respiró el aroma de las hojas marchitas, el pesado perfume de las hepáticas, las sanguinarias, las anémonas y los árboles de la primavera temprana.
—Quizás algún día… —dijo.
—Sí, ya sé —dijo Sombra—. Quizás algún día los lobos se civilicen también. Y los conejos y las ardillas y los otros animales salvajes. Vosotros, los perros, desvariáis.
—No es desvarío —dijo Ebenezer—. Un sueño quizá. Los hombres amaban los sueños. Solían sentarse y pensar. Así aparecimos nosotros. Nos concibió un hombre llamado Webster. Nos cambió algunas cosas. Nos arregló las gargantas para que pudiésemos hablar. Nos proporcionó lentes para que pudiésemos leer. Nos…
—No sacaron mucho los hombres de todos sus sueños —dijo Sombra, malhumorado.
Eso, pensó Ebenezer, es una solemne verdad. Quedan pocos hombres. Sólo los mutantes recogidos en sus casas, haciendo no se sabe qué, y la pequeña colonia de hombres leales que aún viven en Ginebra. Los demás, ya hace mucho, se fueron a Júpiter. Se fueron a Júpiter y dejaron de ser hombres.
Lentamente, arrastrando la cola, Ebenezer dio media vuelta, y subió por el sendero.
Lástima, pensó. Era un conejo tan bonito. Corría tan bien. Y no estaba realmente asustado. Lo había perseguido muchas veces y sabía que todo era un juego.
Pero no podía acusar al lobo. Para un lobo un conejo no era algo divertido. Pues un lobo no apacentaba rebaños para proveerse de leche y carne, ni cultivaba trigo para elaborar bizcochos de perro.
—Tendría que decirle a Jenkins que te escapaste —gruñó el obstinado Sombra pisándole los talones—. Sabes muy bien que tendrías que estar escuchando.
Ebenezer no respondió. Lo que Sombra decía era cierto. En vez de perseguir conejos debería estar en casa de Webster escuchando… escuchando las cosas que le llegaban a uno… sonidos, y olores, y la conciencia de algo próximo. Como escuchar con la oreja pegada a la pared cosas que ocurren del otro lado. Pero estas cosas eran débiles, lejanas, y difíciles de oír. Y más difíciles, a veces, de comprender.
Es el animal que persiste en mí, pensó Ebenezer. El viejo rascador de pulgas, el triturador de huesos, el perro-topo que no me deja en paz, que me impulsa a perseguir conejos cuando debería estar escuchando, a correr por el bosque cuando debería estar leyendo los viejos libros que adornan las paredes del estudio.
Demasiada rapidez, se dijo. Hemos crecido con demasiada rapidez. Tuvimos que crecer con demasiada rapidez.
El hombre tardó miles de años en transformar sus gruñidos en rudimentos de lenguaje. Miles de años en descubrir el fuego, y muchos más en inventar la flecha y el arco… Miles de años en aprender a cultivar la tierra, miles de años en olvidar las cavernas y construir una casa.
Y los perros, sólo mil años después de aprender a hablar, fuimos dueños de nosotros mismos. A no ser, es decir, por Jenkins.
El bosque se hizo menos espeso, convirtiéndose en unos pocos robles retorcidos, desparramados por la colina como viejos achacosos que estuviesen paseándose fuera del sendero.
La casa se alzaba en lo alto de la colina, una apretada estructura que se había enraizado en la tierra y parecía aplastarse contra ella. Era tan vieja que tenía el color de las cosas del alrededor; las hierbas, las flores, los árboles, el cielo y el viento… Una casa construida por hombres que la habían amado tanto como a aquellas tierras, como ahora la amaban los perros. Construida y habitada y abandonada por una legendaria familia que había dejado una estela meteórica a través de los siglos. Hombres que habían prestado sus sombras a los cuentos narrados alrededor de los brillantes hogares en las noches tormentosas. Cuentos acerca de Bruce Webster y el primer perro, Nathaniel; de un hombre llamado Grant que había dado a Nathaniel un mensaje para que lo transmitiese a los cachorros; de otro hombre que había tratado de llegar a las estrellas y de un viejo que lo esperaba sentado en una silla de ruedas, en su jardín. Y otros cuentos acerca de los monstruosos mutantes que los perros habían vigilado durante años.
Y ahora el hombre había desaparecido, y la familia era solamente un nombre, y los perros se transmitían el mensaje tal como Grant se lo había pedido a Nathaniel.
Como si vosotros fueseis hombres, como si el perro fuese un hombre. Ésas eran las palabras que habían pasado de generación en generación durante diez siglos… Y al fin había llegado el momento.
Los perros habían hecho de la casa su hogar al desaparecer el último hombre, habían venido de los lugares más lejanos de la Tierra al lugar donde el primer perro había pronunciado la primera palabra y había leído la primera línea impresa. Habían venido a la casa de los Webster, donde un hombre, hacía mucho tiempo, había soñado con una civilización dual: hombres y perros caminando juntos a través de las edades.
—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Ebenezer casi como si estuviese hablándole a alguien—. Todavía estamos haciéndolo.
Del otro lado de la colina llegó el tintineo de un cencerro; luego un estallido de ladridos. Los cachorros estaban metiendo las vacas en el corral. Había llegado la hora de ordeñarlas.
El polvo de los siglos yacía en el interior de la bóveda, un polvo gris que no era un elemento extraño sino parte de la bóveda misma, la parte que había muerto con el paso de los siglos.
Jon Webster olió el acre aroma del polvo que se abría paso a través del olor del moho, y escuchó el zumbido del silencio como una canción que sonaba en el interior de su cabeza. Una pálida válvula de radio brillaba sobre el panel provisto de un interruptor, un volante y media docena de perillas.
Temeroso de perturbar el dormido silencio, Webster se adelantó lentamente, algo angustiado por el peso del tiempo que parecía descender del techo. Extendió un dedo y tocó el interruptor, como si esperara que no estuviese allí, como si tuviera que sentir la presión del metal en su dedo para saber que estaba allí.
Y estaba allí. Y también el volante, y las perillas, y la luz allá en lo alto. Y eso era todo. No había más. En aquella pequeña bóveda desnuda no había ninguna otra cosa.
Exactamente como decía el viejo mapa.
Jon Webster sacudió la cabeza, pensando. Debía haber sabido que la bóveda estaba aquí. El mapa tenía razón. El mapa recordaba. Sólo nosotros olvidamos; olvidamos, o nunca sabemos, o no nos importa. Y comprendió que esto último era la explicación más exacta. Nunca les había importado. Aunque era posible que unos pocos conociesen la existencia de la bóveda. Sólo unos pocos. Mejor así. Que no se la hubiese usado nunca, no tenía relación alguna con el secreto. Podía haber ocurrido…
Contempló fijamente el panel. Inseguro, lentamente, extendió la mano y en seguida la volvió atrás. Mejor no, se dijo, mejor no. Pues el mapa no indicaba el propósito de la bóveda, ni el funcionamiento del interruptor.
«Defensa», decía el mapa. Y eso era todo.
¡Defensa! Por supuesto, tenían que haber habido medios de defensa mil años atrás. Una defensa que nunca había sido necesaria, pero una defensa que tenía que existir, una defensa contra el peligro de la incertidumbre. Pues la hermandad de los pueblos era entonces algo inestable que cualquier acto o palabra podía echar abajo. Aun después de diez siglos de paz, el recuerdo de la guerra era algo vivo, una posibilidad siempre actual para las mentes del Comité, algo que había que prever, y para lo que había que estar preparado.
Webster, muy tieso y derecho, escuchó los latidos de la historia que resonaban en la habitación. La historia había seguido su curso y había concluido. Había llegado a un punto muerto, como una corriente de agua reducida de pronto al fútil remolino de unos pocos centenares de vidas humanas. Ahora era sólo un charco donde se habían posado las luchas y hazañas de los hombres.
Volvió a extender una mano y puso la palma sobre el muro, sintiendo el frío húmedo, la aspereza del polvo contra la piel.
Los cimientos del imperio. El subsótano del imperio. La piedra fundamental de la elevada estructura que se alzaba con una fuerza orgullosa allá en la lejana superficie. Un enorme edificio que en otros tiempos había bullido con los asuntos del sistema solar. Un imperio, no en el sentido de la conquista. Un imperio de ordenadas relaciones humanas basadas en el respeto mutuo y en la comprensión tolerante.
El asiento del gobierno humano, dotado de una fácil confianza gracias al factor psicológico de una defensa adecuada y segura. Pues tenía que haber existido esa defensa. No podía ser de otro modo. Los hombres de aquellos tiempos no se arriesgaban, no dejaban de lado ninguna posibilidad. Habían sido educados en una misma escuela, y sabían cuál era el camino.
Lentamente, Webster dio media vuelta y miró las huellas que sus pies habían dejado en el polvo. En silencio, caminando con cuidado, siguió esas huellas, salió de la bóveda y cerró la puerta maciza.
Mientras subía las escaleras, pensó: Ahora puedo escribir mi historia. He reunido ya mis notas y sé cómo continuar. Será algo brillante y exhaustivo, y resultará interesante para quien lo lea.
Pero sabía que nadie lo leería. Nadie se tomaría ese trabajo.
Durante un rato, Webster se detuvo en los anchos escalones de mármol de la fachada de su casa, mirando la calle. Una calle hermosa, se dijo, la calle más hermosa de Ginebra, con sus árboles, sus cuidados macizos de flores y las aceras brillantes gracias a los cepillos y pulidoras de los incansables robots.
La calle estaba desierta, y no era raro. Aquella mañana los robots habían terminado temprano sus tareas, y había poca gente.
En la copa de algún árbol cantó un pájaro, y la canción se confundió con el sol y las flores. Era una canción de alegría que parecía querer quebrar la ardiente garganta, una canción que saltaba y corría dichosamente.
Una calle limpia, soñolienta, y una orgullosa ciudad que había perdido su sentido. Una calle que debería estar colmada de risas de niños, murmullos de enamorados, y ancianos al sol. Una ciudad, la última ciudad de la Tierra, que debería estar llena de ruidos.
Un pájaro cantaba, y un hombre, desde unos escalones, miraba los tulipanes que cabeceaban pacíficamente movidos por la brisa fragante que corría calle abajo.
Webster se volvió hacia la puerta, la abrió, y entró en la casa.
En el cuarto había silencio y solemnidad. Parecía una catedral, con sus vidrios de colores, y sus blandas alfombras. En las viejas maderas se veía la pátina del tiempo, y en la plata y los bronces se reflejaba brevemente la luz que entraba por las estrechas ventanas. Sobre la chimenea colgaba el cuadro —de gran tamaño, de apagados colores— de una casa en una colina: una casa que se había enraizado en la tierra y aplastado contra ella con garras avarientas. De la chimenea salía humo; un humo tenue, golpeado por el viento, que atravesaba un cielo gris.
Webster cruzó la habitación y sus pasos no hicieron ruido. Las alfombras, pensó, las alfombras protegen el silencio del lugar. Randall también quería reconstruir este cuarto, pero yo no lo dejé, y me alegra. Un hombre debe conservar algo viejo; algo a lo que pueda atarse; algo que sea a la vez una herencia, un legado y una promesa.
Llegó al escritorio, movió con el dedo una llave, y la luz descendió del techo. Lentamente, se sentó en una silla y tomó un cuaderno de notas. Abrió el cuaderno y se quedó mirando la página del título: