Ciudad abismo (17 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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—Creía que en el cerebro no crecían células nuevas.

—Es un mito que enterramos hace quinientos años, Tanner… pero en cierto modo lleva razón; sigue siendo un proceso poco habitual en mamíferos superiores. Pero lo que ve en esta exploración es algo mucho más enérgico: regiones concentradas y especializadas de neurogénesis reciente (y que continúa). Se trata de neuronas funcionales, organizadas en estructuras complejas y conectadas a las neuronas existentes. Todo muy deliberado. ¿Ve cómo los puntos claros se sitúan cerca de sus centros de percepción? Me temo que es algo característico, Tanner… por si no bastara ya con su mano.

—¿Mi mano?

—Tiene una herida en la palma. Es un síntoma de la infección de una de las familias de virus de adoctrinamiento de Haussmann —hizo una pausa—. Buscamos el virus en su sangre y lo encontramos. Se inserta en el ADN y genera nuevas estructuras neuronales.

Ya no tenía sentido fingir.

—Me sorprende que pudierais reconocerlo.

—Lo hemos visto bastantes veces a lo largo de los años —dijo Duscha—. Infecta a una pequeña parte de cada lote de cachorros… de cada grupo de durmientes que recibimos de Borde del Firmamento. Al principio, claro está, estábamos desconcertados. Sabíamos algo sobre los cultos a Haussmann (huelga decir que no aprobamos la forma en que se han apropiado de la iconografía de nuestro propio sistema de creencias), pero nos llevó largo tiempo darnos cuenta de que existía un mecanismo de infección viral y de que las personas que veíamos eran víctimas y no seguidores.

—Es una bendita molestia —dijo Amalia—. Pero podemos ayudarte, Tanner. Supongo que habrás estado soñando con Haussmann, ¿no? —Asentí, pero no dije nada.

—Bueno, podemos acabar con el virus —dijo Duscha—. Es una cepa débil y se debilitará con el tiempo, pero podemos acelerar el proceso si lo desea.

—¿Si lo deseo? Me sorprende que no hayáis acabado ya con él.

—Cielo santo, nunca haríamos algo así. Después de todo, cabía la posibilidad de que hubiera consentido la infección. En ese caso no tendríamos ningún derecho a eliminarla. —Duscha le dio unas palmaditas al robot, que replegó la pantalla y salió al exterior acompañado del ruido de los golpecitos de sus patas, como si se tratara de un delicado cangrejo de metal—. Pero si quiere que se lo quitemos, podemos administrar la terapia de lavado de forma inmediata.

—¿Cuánto tardará en funcionar?

—Cinco o seis días. Nos gusta supervisar el proceso, naturalmente… algunas veces necesita ciertos ajustes.

—Me temo que entonces tendrá que salir solito.

—Usted sabrá lo que hace con su cabeza —dijo Duscha mientras sacudía la suya. Se levantó de la cama y salió enojada, con el obediente robot tras ella.

—Tanner, yo… —comenzó a decir Amelia.

—No quiero hablar de ello, ¿de acuerdo?

—Tenía que contárselo.

—Lo sé y no estoy enfadado. Simplemente no quiero que intentes convencerme para que no me vaya, ¿comprendes?

Ella no dijo nada, pero lo había dejado claro.

Más tarde pasé media hora con ella enseñándole algunos ejercicios. Trabajamos casi en silencio, lo que me dio algo de tiempo para pensar en lo que Duscha me había enseñado. Había recordado a Vásquez Mano Roja y su afirmación de que ya no era infeccioso. Él era la fuente más probable del virus, pero no podía descartar la posibilidad de haberme infectado por pura mala suerte cuando estaba en el puente, cerca de alguno de los muchos seguidores de Haussmann.

Pero Duscha había dicho que era una cepa suave. Quizá tuviera razón. Hasta el momento solo tenía el estigma y dos sueños nocturnos. No veía a Sky Haussmann a plena luz del día, ni soñaba despierto con él. No sufría ninguna obsesión persistente por él ni indicios de ninguna; ningún deseo de rodearme de parafernalia relacionada con su vida o su época; ningún sentimiento de respeto religioso por el mero hecho de pensar en él. Seguía siendo lo que siempre había sido: un personaje histórico, un hombre que había hecho algo terrible y había recibido un castigo terrible por ello, pero al que no se podía olvidar fácilmente, ya que también nos había dado el regalo de un mundo. Había personajes históricos más antiguos que también tenían reputaciones ambiguas; sus hazañas estaban teñidas en tonos grisáceos igualmente sombríos. No iba a empezar a adorar a Haussmann solo porque me mostraran su vida mientras dormía. Era más fuerte que eso.

—No entiendo por qué tienes tanta prisa por dejarnos —dijo Amelia en un descanso, mientras se apartaba un mechón de pelo de la frente—. Tardaste quince años en llegar hasta aquí… ¿qué te suponen unas semanas más?

—Supongo que no soy muy paciente, Amelia. —Ella me miró con escepticismo, así que intenté darle alguna justificación—. Mira, para mí esos quince años nunca han pasado, parece que fue ayer cuando estaba esperando a subir a la nave.

—Mi argumento todavía es válido. Que llegues una semana o dos más tarde no supondrá ninguna bendita diferencia.

Pero sí que la supondría, pensé. Supondría toda la diferencia del mundo… pero no podía contarle toda la verdad a Amelia de ningún modo. Solo podía actuar de la forma más natural posible al responderle.

—En realidad, existe una buena razón para irme lo antes posible. No aparecerá en vuestros archivos, pero he recordado que viajaba con otro hombre que ya deben haber reanimado.

—Es posible, supongo, si el otro hombre entró en la nave antes que tú.

—Eso es lo que yo pensaba. De hecho, puede que no hubiera complicaciones y no pasara por el Hospicio. Se llama Reivich.

Ella pareció sorprendida, pero no tanto como para resultar sospechosa.

—Recuerdo a un hombre con ese nombre. Pasó por aquí. Argent Reivich, ¿era ese?

Sonreí.

—Sí, ese es.

8

Argent Reivich.

Seguro que hubo algún momento en que aquel nombre no significaba nada para mí, pero resultaba difícil creerlo. Aquel nombre (su nombre; su continuada existencia) había sido durante demasiado tiempo el hecho que determinaba mi universo. Sin embargo, recordaba bien la primera vez que lo había oído. Había sido aquella noche en la Casa de los Reptiles, cuando le había enseñado a Gitta cómo manejar una pistola. Pensé en aquel momento mientras le enseñaba a Amelia cómo defenderse del hermano Alexei.

El palacio de Cahuella en Borde del Firmamento era un edificio largo con forma de H, rodeado de densa jungla por todas partes. Del tejado del palacio surgía otro piso en forma de H, pero ligeramente mayor en todas sus dimensiones, así que estaba rodeado por una terraza plana y amurallada. Desde la ventajosa posición de la terraza no se veían en absoluto los cien metros de terreno despejado que circundaban la Casa de los Reptiles, a no ser que te subieras en la pared y miraras por el borde. La jungla, que se erguía alta y oscura, parecía estar a punto de inundar la pared de la terraza, como una espesa marea verde. Por la noche, la jungla era una inmensidad negra desprovista de color y llena de los extraños sonidos de mil formas de vida nativas. No había ningún otro asentamiento humano en cientos de kilómetros a la redonda.

La noche que enseñé a Gitta a disparar era más clara que de costumbre y el cielo estaba salpicado de estrellas desde la copa de los árboles hasta el cenit. Borde del Firmamento no tenía lunas grandes, y los pocos hábitats brillantes que orbitaban alrededor del planeta estaban por debajo del horizonte, pero la terraza estaba iluminada por decenas de antorchas que ardían en las bocas de estatuas doradas de cobras reales, colocadas sobre pedestales de piedra a lo largo de la pared. Cahuella estaba obsesionado con la caza. Su ambición consistía en cazar una cobra real casi adulta, en vez del único espécimen inmaduro que había conseguido atrapar el año anterior y que vivía en una zona profunda bajo la Casa de los Reptiles.

No llevaba mucho tiempo trabajando para él cuando tuvo lugar aquella expedición de caza y fue la primera vez que vi a su esposa. La mujer había manejado uno de los rifles de caza de Cahuella un par de veces, pero no parecía que hubiera tocado un arma antes de la expedición. Cahuella me había pedido que le diera unas lecciones de tiro improvisadas mientras estábamos sobre el terreno, lo que yo había hecho. Pero, aunque había mejorado, estaba claro que Gitta nunca sería una tiradora experta. No importaba mucho; no sentía ningún interés por la caza y, aunque había soportado la expedición con un silencioso estoicismo, no podía compartir el primitivo entusiasmo de Cahuella por la muerte.

Pronto, hasta Cahuella se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo intentando convertir a Gitta en una cazadora. Pero seguía queriendo que aprendiera a usar un arma… algo más pequeño que un rifle, para autodefensa.

—¿Por qué? —le pregunté a Cahuella—. Contratas a gente como yo para que gente como Gitta no tenga que preocuparse por su propia seguridad.

En aquel momento estábamos solos, en una de las cámaras inferiores de los viveros vacíos.

—Porque tengo enemigos, Tanner. Eres bueno y los hombres a tus órdenes también lo son, pero no son infalibles. Un solo asesino podría atravesar nuestras defensas.

—Sí —contesté—. Pero cualquiera tan bueno como para conseguirlo también sería lo bastante bueno como para acabar con vosotros sin que lo podáis ver venir.

—¿Alguien tan bueno como tú, Tanner?

Pensé sobre las defensas que había dispuesto alrededor y dentro de la Casa de los Reptiles.

—No —respondí—. Tendrían que ser mucho mejores que yo, Cahuella.

—¿Y hay gente así ahí afuera?

—Siempre hay alguien mejor que tú. Solo es cuestión de saber si hay alguien dispuesto a pagar sus servicios.

Él apoyó la mano en una de las vitrinas para anfibios vacías.

—Entonces lo necesita más que nunca. Una oportunidad de defenderse siempre es mejor que ninguna.

Tuve que admitir que aquello tenía cierta lógica.

—Entonces, le enseñaré… si insistes.

—¿Por qué te cuesta tanto?

—Las pistolas son peligrosas.

Cahuella sonrió a la pálida luz amarilla de los tubos colocados dentro de las vitrinas vacías.

—Creo que esa es la idea.

Comenzamos poco después. Gitta era una estudiante muy voluntariosa, pero ni mucho menos tan rápida como Amelia. No tenía nada que ver con la inteligencia; se trataba tan solo de un déficit fundamental en sus habilidades motrices; una debilidad básica en la coordinación mano-ojo que nunca se hubiera manifestado si Cahuella no hubiera insistido en aquellas clases. Lo que no quería decir que no hubiera esperanzas para ella, pero lo que Amelia hubiera dominado en una hora, a Gitta le llevaba todo el día, al cabo del cual solo lograba demostrar un nivel de competencia básico. Si Gitta se entrenara como soldado en mi antigua unidad, nunca me habría visto metido en aquel lío. Hubiera sido problema de otra persona encontrar una tarea mejor adaptada a sus habilidades… recogida de información o algo así.

Pero Cahuella quería que Gitta supiera usar una pistola.

Así que seguí órdenes. No me suponía ningún problema. Cahuella era el que tenía que decidir cómo usarme. Y pasar el rato con Gitta no era precisamente la tarea más pesada del mundo. La esposa de Cahuella era una mujer encantadora: una impresionante belleza de pómulos marcados y ascendencia norteña, ágil y esbelta, con musculatura de bailarina. Nunca la había tocado antes de aquella lección de tiro, prácticamente no había tenido nunca una buena razón para hablar con ella, aunque había fantaseado con el tema muchas veces.

Así que entonces, cada vez que tenía que corregir su postura aplicando una suave presión en su brazo, en sus hombros o en su nuca, sentía cómo mi corazón se aceleraba de forma ridícula. Cuando hablaba, intentaba mantener mi voz todo lo baja y tranquila que podía, ya que sentía que la situación lo exigía, pero lo que oía sonaba tenso y adolescente. Si Gitta había notado algo en mi comportamiento, no dio signos de ello. Estaba totalmente concentrada en la lección.

Yo había instalado un generador de campo de radiofrecuencia alrededor de aquella parte de la terraza, que mandaba señales a un procesador instalado en las gafas anti-flash que llevaba Gitta. Era equipo de entrenamiento militar estándar; parte del enorme alijo de equipo robado o del mercado negro que Cahuella había acumulado a lo largo de los años. En las gafas, aparecían fantasmas que se representaban en el campo visual de Gitta como si se movieran por la terraza. No todos los fantasmas eran hostiles, pero Gitta solo tenía una fracción de segundo para decidir a quién era necesario disparar.

En realidad, era una broma. En primer lugar, solo un asesino muy cualificado podría tener alguna posibilidad de entrar en la Casa de los Reptiles, y alguien así de bueno no le daría a Gitta esos valiosos segundos que necesitaría para decidirse.

Pero Gitta no lo hacía tan mal después de la quinta lección. Al menos apuntaba y disparaba a los blancos correctos el noventa por ciento de las veces, un margen de error con el que yo podía sentirme satisfecho por el momento, siempre esperando no tener la desgracia de convertirme en la única víctima de cada diez que no intentaba matarla.

Pero seguía sin derribar a sus objetivos con eficacia. Estábamos usando proyectiles activos como munición, ya que las armas de láser a las que teníamos acceso eran demasiado voluminosas y pesadas para autodefensa. Por cuestiones de seguridad, podría haberlo arreglado para que la pistola solo disparara cuando Gitta o yo mismo estuviéramos fuera de la línea de tiro, por no mencionar a las valiosas estatuas de cobras reales de Cahuella. Pero creía que los instantes en los que la pistola estaba inutilizada hubieran hecho que la sesión fuera demasiado falsa para resultar útil. En vez de ello, había cargado la pistola con munición de pequeño calibre y cada bala tenía un procesador oculto que recibía señales del mismo campo de entrenamiento que se comunicaba con las gafas de Gitta. El procesador controlaba diminutos chorros de gas que desviarían el curso de la bala si la trayectoria se consideraba peligrosa. Si el ángulo de desviación necesario era demasiado cerrado, la bala se autodestruiría en una nube acelerada de vapor de metal caliente… no era exactamente inofensivo, pero era mucho mejor que una bala de pequeño calibre si por casualidad se te dirigía directamente a la cara.

—¿Cómo lo hago? —preguntó Gitta cuando tuvimos que volver a cargar la pistola.

—Tu adquisición de blanco está mejorando. Sigue siendo necesario que apuntes más abajo… ve a por el pecho en vez de la cabeza.

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