Ciudad (25 page)

Read Ciudad Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Un arco y una flecha? —preguntó Joshua al fin—. ¿Qué son un arco y una flecha?

¿Qué es eso, por cierto?, pensó Jenkins.

¿Qué son un arco y una flecha?

Es el comienzo del fin. Es el sendero ventoso que crece hasta convertirse en el camino huracanado de la guerra.

Es un juguete y un arma, y el triunfo de la habilidad del hombre.

Es el símbolo de un modo de vivir.

Y es una línea en una canción de cuna.

¿Quién mató al petirrojo? Yo, dijo el gorrión. Con mi arco y mi flecha, yo maté al petirrojo.

Y era algo olvidado. Y algo vuelto a aprender.

Era lo que había estado temiendo.

Jenkins se enderezó en su silla y se incorporó lentamente.

—Ichabod —dijo—, necesito tu ayuda.

—Muy bien —dijo Ichabod—. Lo que tú quieras.

—El cuerpo —dijo Jenkins—. Quiero ponerme el cuerpo nuevo. Tendrás que atornillar la caja del cerebro y…

Ichabod afirmó con la cabeza.

—Sé cómo se hace, Jenkins.

—¿Qué pasa, Jenkins? —preguntó Joshua con una voz afinada por el miedo—. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a ver a los mutantes —dijo Jenkins lentamente—. Después de tantos años voy a pedirles ayuda.

La sombra descendió furtivamente por la colina, evitando los claros iluminados por la luna. Su cuerpo brillaba a la luz, y no quería que lo viesen. No debía estropear la caza a aquellos que lo seguirían.

Pues vendrían otros. No vendrían atropellándose, como en un alud, por supuesto, sino con mucho orden. Uno cada vez, y bien separados entre sí para que la vida que poblaba este mundo asombroso no se alarmase.

Una vez que cundiera la alarma, el fin estaría próximo.

La sombra se acurrucó en la oscuridad, apretándose contra el suelo, y sondeó la noche con nervios tensos y contraídos. Separó las distintas sensaciones y las catalogó en su cerebro, afilado como un cuchillo, clasificándolas con cuidado.

Y conocía algunas, y otras eran un misterio, y otras una sospecha. Pero había una que lo aterrorizaba.

Se apretó aún más contra el suelo y alzó la fea cabeza, recta y chata, y cerró sus sentidos a los estímulos de la noche, concentrándose en lo que estaba subiendo por la colina.

Eran dos y distintos. Un gruñido le nació en la mente, y le burbujeó en la garganta, y el cuerpo tenue se le puso en tensión ante lo que era mitad esperanza y mitad terror desconocido.

Se alzó del suelo y flotó colina abajo, tratando solapadamente de interceptar el camino de los dos que subían.

Jenkins era joven otra vez, joven y fuerte y ligero, ligero de cuerpo y de mente. Ligero para caminar entre las colinas nocturnas, barridas por el viento. Ligero para oír la charla de las hojas y el soñoliento piar de los pájaros… y más aún.

Sí, mucho más, reconoció.

El cuerpo era una joya. Un martillazo no podía abollarlo, y no se oxidaría nunca. Pero eso no era todo.

Nunca me figuré que un cuerpo nuevo representase tantas diferencias, pensó. No me daba cuenta de lo estropeado y gastado que estaba el cuerpo viejo. No era muy bueno realmente, aunque en aquellos días no se podía hacer nada mejor. La técnica es algo maravilloso. Cuántas posibilidades encierra.

Habían sido los robots, por supuesto. Los robots salvajes. Los perros les habían pedido que hiciesen el cuerpo. No los trataban mucho. No los molestaban tampoco. Pero los robots no interferían en los asuntos de los demás, no eran entrometidos.

Un conejo se movía en su madriguera… y Jenkins lo sabía. Un coatí hacía un paseo nocturno. Y Jenkins también lo sabía. Percibía claramente la encendida curiosidad que animaba el cerebro del animal, detrás de aquellos ojos que lo miraban desde el macizo de arbustos. Y a la izquierda, encogido bajo un árbol, dormía un oso, y soñaba, soñaba glotonamente con un panal de miel, y los peces del arroyo y las hormigas bajo una piedra.

Era sorprendente, pero natural. Tan natural como levantar un pie para dar un paso, tan natural como oír. Pero esto no era oír, ni ver. Ni siquiera imaginar. Pues Jenkins sabía con una certeza fría e indiscutible que el conejo estaba en su madriguera, y el coatí entre los arbustos, y el oso bajo un árbol, durmiendo y soñando.

Y como éste, pensó, son los cuerpos de los robots salvajes. Pues es indudable que si pueden fabricar uno para mí pueden también fabricarlo para ellos.

Habían andado mucho, en siete mil años; tanto como los perros desde el éxodo del hombre. Pero no les prestamos atención, y era natural que así fuese. Los robots seguían su camino y los perros el suyo, y ninguno de ellos se preocupaba ni se interesaba por lo que hacía el otro. Mientras los robots construían naves del espacio y se lanzaban hacia las estrellas, mientras trabajaban con la matemática y la mecánica, los perros se ocupaban de los animales, forjaban la hermandad de las criaturas salvajes y las criaturas perseguidas en los días del hombre… Escuchaban a los duendes, e intentaban sondear los abismos del tiempo para descubrir que no había tiempo.

Y ciertamente, si los robots habían adelantado tanto, los mutantes tenían que haber ido más lejos. Y me escucharán, tendrán que escucharme, pues les traigo un problema que les concierne directamente. Los mutantes son hombres; a pesar de todo son los hijos del hombre. No pueden tener ya ningún rencor, pues el recuerdo del hombre es hoy sólo polvo que se lleva el viento, un murmullo de hojas en un día de verano… y nada más.

Por otra parte no los he molestado durante siete mil años. En realidad no los molesté nunca. Joe era amigo mío, o todo lo amigo que puede ser un mutante. Hablaba conmigo en épocas en que no quería hablar con los hombres. Me escucharán, me dirán qué debo hacer, y no se reirán de mí.

Pues esto no es nada risible. Se trata sólo de un arco y una flecha, pero no es risible. Pudo haberlo sido en otro tiempo, pero la historia destruyó la comicidad de muchas cosas. Si el arco es un chiste, también lo es entonces la bomba atómica y lo mismo el polvo pestífero que barrió ciudades enteras, y lo mismo el cohete sibilante que se eleva y cae a quince mil kilómetros de distancia matando a un millón de personas.

Aunque ahora ya no hay un millón de personas. Sólo unos pocos centenares, aproximadamente, que viven en casas construidas por los perros cuando éstos sabían aún qué eran los seres humanos, y conocían la relación que los unía a ellos, y los consideraban dioses. Creían, sí, que los hombres eran dioses, y contaban viejas historias delante del fuego, en las noches invernales, y se preparaban para el día en que el hombre volviese y dijera, golpeándoles amigablemente la cabeza: «Bien hecho, sirviente bueno y fiel».

Y eso no era correcto, dijo Jenkins, caminando a grandes zancadas colina abajo. No era correcto de ningún modo. Pues los hombres no merecían esa adoración, no merecían la divinidad. El Señor sabe que los quise bien. Aún los quiero, pero no por su condición de hombres, sino por el valor de algunos.

No estaba bien que los perros hubiesen construido casas para el hombre. Pues estaban comportándose mejor que el hombre. Así que borré todo recuerdo de estos seres, lenta y trabajosamente. Durante muchos años suprimí las leyendas y nublé los recuerdos, y ahora llaman websters a los hombres y creen que eso es lo que son.

Me pregunto si hice bien. Me siento a veces como un traidor, y paso muchas noches amargas en mi mecedora cuando el mundo duerme y el viento gime en las tejas. Pues quizá no tenía derecho. Quizá a los Webster no les hubiese gustado. Pues ése fue el sello que me impusieron y que conservo aún: que para siempre siga preguntándome, cuando hago algo, si a ellos, los Webster, les gustaría.

Pero ahora sé que no me he equivocado. El arco y la flecha lo demuestran. Alguna vez pensé que el hombre pudo haberse equivocado de ruta, que en algún momento del salvajismo oscuro que fue su iniciación y su cuna, pudo haber dado un mal paso, pudo haber tomado el mal camino. Pero veo ahora que no fue así. Hay un solo y único camino para el hombre: el camino del arco y la flecha.

Hice lo que pude. El Señor lo sabe.

Cuando rodeamos a los vagabundos y los trajimos a casa, a la casa de los Webster, les quité las armas, no sólo de las manos, sino también de las mentes. Reedité los libros que podían ser reeditados y quemé el resto. Les enseñé otra vez a leer y cantar y pensar. Y en los libros no había huellas de guerra o armas, ni de odio o historia. Pues la historia es odio. Nada de batallas, hechos heroicos o trompetas. Pero fue tiempo perdido, se dijo Jenkins. Sé ahora que fue tiempo perdido. Pues un hombre inventará necesariamente el arco y la flecha, no importa lo que hagas.

Había descendido la mayor de las colinas y había cruzado el arroyo que corría serpenteando hacia el río. Y ahora subía otra vez, en medio de la oscuridad, por la colina de los acantilados.

Se oían unos leves susurros, y el cuerpo nuevo le decía a la mente que eran ratones, ratones que se escurrían por sus túneles, bajo la hierba. Y durante un instante sintió la pequeña felicidad de los ratoncitos traviesos; los pequeños pensamientos informes y blandos de los felices ratoncitos.

Una comadreja se irguió un momento en un tronco caído, y en la mente del animal había maldad, maldad al pensar en los ratones, al recordar los viejos días cuando las comadrejas se alimentaban de ratones. Sed de sangre, y miedo. Miedo de lo que harían los perros si mataba a un ratón, miedo de los mil ojos que vigilaban la reaparición del crimen.

Pero un hombre había matado. Una comadreja no se atrevía a matar. Y un hombre había matado. Sin intención, quizá sin malicia. Pero había matado y los Cánones decían que no había que matar.

En el pasado otros habían matado y habían sufrido su castigo. Y el hombre tenía que ser castigado también. Pero eso no bastaba. El castigo solo no ayudaría a encontrar la respuesta. Ésta no tenía relación con un solo hombre, sino con todos los hombres, la raza entera. Pues lo que uno de ellos había hecho, podían hacerlo todos. Y no sólo podían, sino que se verían arrastrados a hacerlo, pues eran hombres, y los hombres habían matado antes, y volverían a matar.

El castillo de los mutantes se alzaba oscuramente contra el cielo. Era tan oscuro que brillaba a la luz de la luna. No se veía en él ninguna luz, como siempre. Nunca tampoco, hasta donde uno podía saberlo, se había abierto una puerta al mundo exterior. Y los mutantes habían levantado esos castillos por todo el mundo, y se habían metido dentro, y ése había sido el fin. Se habían entrometido antes en los asuntos de los hombres, habían librado una especie de guerra burlona contra la raza humana, y cuando ésta desapareció, ellos también desaparecieron.

Jenkins había llegado al pie de los anchos escalones de piedra que subían hasta la puerta, y se detuvo. Con la cabeza echada hacia atrás, miró el edificio que se alzaba hacia el cielo.

Supongo que Joe ha muerto, se dijo a sí mismo. Joe era un longevo, pero no inmortal. No iba a vivir siempre. Y sería raro encontrarse con otro mutante y saber que no era Joe.

Comenzó a subir por los escalones, muy lentamente, con los resortes tensos, esperando la primera señal de humor burlón que caería sobre él.

Pero nada ocurrió.

Subió los escalones, se detuvo ante la puerta, y buscó algo con que pudiera anunciar a los mutantes su llegada.

Pero no había campanilla. Ni timbre. Ni aldaba. La puerta era lisa, con un simple pestillo. Y nada más.

Titubeando, alzó un puño y golpeó, varias veces. Luego esperó. No hubo respuesta. La puerta seguía en silencio, e inmóvil.

Golpeó otra vez, más fuerte. No respondió nadie. Lenta, cautelosamente, alargó una mano, tomó el pestillo y lo apretó con un dedo. El pestillo cedió, la puerta se abrió de par en par, y Jenkins entró en el castillo.

—No sabes lo que dices —dijo el lobo—. Haré que vengan y me vean. Y luego echaré a correr. Los dejaré con la lengua afuera, te lo aseguro.

Peter negó con la cabeza.

—Puedes hacerlo así si quieres y quizá esté bien para ti. Pero no para mí. Los websters nunca huyen.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el lobo implacable—. Hablas sólo por ti mismo. Ningún webster ha tenido que huir hasta ahora, pero cómo sabes…

—Oh, cállate —dijo Peter.

Siguieron subiendo en silencio por el sendero de piedra.

—Alguien nos sigue el rastro —dijo el lobo.

—¿Estás imaginando cosas? —dijo Peter—. ¿Qué puede seguirnos?

—No sé, pero…

—¿Hueles algo?

—Bueno, no.

—¿Oyes algo o ves algo?

—No, nada, pero…

—Entonces nadie nos sigue —declaró Peter—. En estos tiempos nadie sigue el rastro a nadie.

La luz de la luna se filtraba entre las copas de los árboles, transformando la floresta en un paisaje moteado de negro y plata. Del valle del río venían las apagadas voces de unos patos en una discusión de medianoche. Una brisa suave corría por la colina, arrastrando consigo un poco de niebla.

Peter se detuvo. El arco se le había enganchado en un matorral. Mientras sacaba el arco se le cayeron algunas flechas.

—Será mejor que inventes algo para llevar esas cosas —gruñó el lobo—. Se te enganchan continuamente y se te caen y…

—He estado pensándolo —dijo Peter—. Quizá una especie de saco para echarme a la espalda.

Siguieron colina arriba.

—¿Qué vas a hacer cuando llegues a la casa de los Webster? —preguntó el lobo.

—Veré a Jenkins —dijo Peter—. Le contaré lo que he hecho.

—Ya se lo habrá contado la ardilla.

—Pero quizá se lo contó mal. Quizá no le describió exactamente los hechos. La ardilla estaba excitada.

—Y con pensamientos torcidos también —dijo el lobo.

Cruzaron un claro iluminado por la luna y entraron en un oscuro sendero.

—Me estoy poniendo nervioso —dijo el lobo—. Voy a regresar. Lo que quieres hacer es una locura. Había decidido acompañarte, pero…

—Regresa, entonces —dijo Peter con amargura—. Yo no estoy nervioso, yo…

Se volvió rápidamente, con los pelos de punta.

Algo estaba mal. Algo en el aire, en su mente. Una rara y perturbadora sensación de peligro, y, más que de peligro, de una cosa que le corría por la espalda con un millón de pies puntiagudos.

—¡Lobo! —gritó—. ¡Lobo!

Un matorral se agitó violentamente y Peter echó a correr. Esquivó un arbusto y se detuvo. Alzó el arco y con un solo movimiento sacó una flecha y la apoyó en la cuerda.

Other books

Edible Delectables by Amy Wiseman
Mother Love by Maureen Carter
The Buzzard Table by Margaret Maron
Muffin Tin Chef by Matt Kadey
Lost Empire by Cussler, Clive;Grant Blackwood
Touch of the Clown by Glen Huser