Ciudad (19 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
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E
STUDIO SOBRE EL DESARROLLO FUNCIONAL DE LA CIUDAD DE
G
INEBRA

Un título hermoso. Digno y erudito. Y un gran trabajo. Veinte años de trabajo. Veinte años de investigaciones en los viejos archivos, de lectura y comparaciones, de evaluar la autoridad y las palabras de gente desaparecida. Veinte años de escudriñar y rechazar y analizar hechos, estudiando no sólo la historia de la ciudad sino también la de los hombres. Ningún héroe, ninguna leyenda, sólo hechos.

Algo crujió. No había sido el ruido de una pisada, sino un crujido, y la sensación de que había algo allí cerca. Webster se volvió en su silla. En el borde exterior del círculo de luz del escritorio, se alzaba la figura de un robot.

—Perdón, señor —dijo el robot—, no quería molestarlo. La señorita Sara le espera en la costa.

Webster se sobresaltó ligeramente.

—¿La señorita Sara? Hace mucho que no viene por aquí.

—Sí, señor —dijo el robot—. Parece casi que estuviésemos en los viejos tiempos.

—Gracias, Oscar, por haberme avisado —dijo Webster—. Saldré en seguida. Lleva algunas bebidas.

—La señorita trajo sus propias bebidas, señor —dijo Oscar—. Un regalo del señor Ballantree.

—¡Ballantree! —exclamó Webster—. Espero que no sea veneno.

—Me he fijado, señor —dijo Oscar—. La señorita las ha estado bebiendo y todavía se encuentra bien.

Webster se incorporó, cruzó la habitación y bajó al vestíbulo. Abrió una puerta y a sus oídos llegó el ruido de las aguas. Parpadeó ante la luz de las cálidas arenas que iban de horizonte a horizonte. Las aguas se extendían ante él como una llanura azul bañada por el sol y salpicada de espumas.

La arena crujió bajo los pies de Webster mientras se adelantaba ajustando sus ojos a la luz del sol.

Sara, observó, estaba sentada en una de las brillantes sillas de lona, bajo las palmeras, y a su lado había una jarra de barro con formas de mujer.

El aire tenía un aroma salino, y la brisa que venía del agua refrescaba la playa caldeada por el sol.

La mujer oyó a Webster, se incorporó, y le esperó con las manos extendidas. Webster se apresuró, tomó las manos de la mujer, y la miró a la cara.

—Ni un minuto más vieja —dijo—. Tan hermosa como cuando te conocí.

La mujer sonrió, con los ojos brillantes.

—Y tú, Jon. Unas pocas canas en las sienes. Un poco más atractivo. Eso es todo.

Webster se rió.

—Tengo casi sesenta años, Sara. La madurez se me viene encima.

—Traje algo —le dijo Sara—. Una de las últimas obras maestras de Ballantree. Te quitará treinta años.

Webster lanzó un gruñido.

—Me sorprende que Ballantree no haya matado a media Ginebra con sus bebidas.

—Ésta es realmente buena.

Lo era. Era suave y tenía un gusto raro, dulce y metálico a la vez.

Webster acercó otra silla a la de Sara, se sentó y la miró.

—Es tan hermoso este lugar —le dijo Sara—. Lo construyó Randall, ¿no?

Webster asintió.

—Se divirtió más que con un circo. Tuve que echarlo a palos. ¡Y sus robots! Están más locos que él.

—Pero hace cosas maravillosas. Le construyó una habitación marciana a Quentin que es realmente de otro mundo.

—Ya sé —dijo Webster—. Quería construirme una cámara del espacio aquí mismo. Decía que no hay sitio mejor para meditar. Se enojó conmigo porque no se lo permití.

Webster se frotó el dorso de la mano izquierda con el pulgar derecho clavando los ojos en la niebla azul que se elevaba por encima del océano. Sara se inclinó hacia adelante, tomándole el pulgar.

—Todavía tienes las verrugas —dijo.

Webster sonrió mostrando los dientes.

—Sí. Pude habérmelas quitado, pero nunca llegué a hacerlo. Demasiadas ocupaciones, quizá. Ahora ya son parte de mí.

Sara le soltó el pulgar, y Webster volvió a frotarse distraídamente las verrugas.

—Has estado ocupado —dijo la mujer—. No te he visto mucho últimamente. ¿Cómo anda el libro?

—Listo para ser escrito —dijo Webster—. Estoy esbozando los capítulos ahora. Hoy examiné lo único que me faltaba. Tenía que estar seguro. Un lugar escondido bajo el edificio de la vieja Administración Solar. Una especie de instalación defensiva. Se empuja una palanca y…

—¿Y qué?

—No sé —dijo Webster—. Algo efectivo, supongo. Podría averiguarlo, pero me falta ánimo. En estos últimos veinte años he revuelto demasiado en el polvo.

—Pareces cansado, Jon. No tienes motivos. Tendrías que pasear un poco. ¿Quieres otra copa?

Webster sacudió la cabeza.

—No, Sara, gracias. Estoy desganado. Sara… tengo miedo.

—¿Miedo?

—Este cuarto —dijo Webster—. Ilusión. Espejos que te dan una ilusión de distancia. Abanicos que se mueven sobre una capa de sal; bombas que mueven las olas. Un sol sintético, y si no me gusta el sol no tengo más que mover una llave y tendré la luna.

—Una ilusión —dijo Sara.

—Eso es —dijo Webster—. Eso es todo lo que tenemos. Ningún trabajo real. Nada que hacer. Ningún lugar a donde ir. He trabajado veinte años, escribiré un libro, y no lo leerá nadie. Sólo necesitarían, para leerlo, un poco de tiempo, pero no se lo tomarán. No les importa. Bastaría con que vinieran a verme y me pidieran un ejemplar. Yo mismo les llevaría el libro. Me alegraría tanto que alguien quisiese leerlo… Pero irá a parar a los estantes con todos los otros libros. ¿Y qué quedará de él? Espera, te lo diré. Veinte años de trabajo, veinte años de entretenimiento, veinte años de cordura.

—Ya lo sé —dijo Sara—. Ya lo sé, Jon. Los tres últimos cuadros…

Webster levantó rápidamente los ojos.

—Pero, Sara…

La mujer sacudió la cabeza.

—No, Jon. Nadie los quiso. Son anticuados. El naturalismo ha pasado de moda. Hoy se estila el impresionismo. Borrones de color…

—Somos demasiado ricos —dijo Webster—. Tenemos demasiado. Nos dejaron todo… todo, y nada. Cuando la humanidad se fue a Júpiter, los pocos que quedaron aquí heredaron la Tierra. Y ésta era demasiado grande para ellos. No podían manejarla. Creían ser sus señores, pero eran en realidad sus esclavos. Esclavos de las cosas viejas, y angustiados por esas mismas cosas.

Sara se inclinó extendiendo una mano y tocó el brazo de Webster.

—Pobre Jon —dijo.

—No podemos escapar —dijo Webster—. Un día, alguno de nosotros tendrá que afrontar la verdad, tendrá que empezar de nuevo, desde los palotes.

—Yo…

—Sí, ¿qué pasa, Sara?

—He venido a despedirme.

—¿Despedirte?

—Voy a tomar el Sueño.

Webster se incorporó, rápidamente, horrorizado.

—¡No, Sara!

La mujer se rió, con una risa forzada.

—¿Por qué no vienes conmigo, Jon? Unos pocos siglos. Quizá al despertar todo sea diferente.

—Y sólo porque nadie quiere tus cuadros. Sólo porque…

—Por lo que has dicho. Ilusión, Jon. La conozco, la siento, y no puedo olvidarla.

—Pero el Sueño es una ilusión también.

—Ya lo sé, pero uno no sabe que es una ilusión. Te parece que es algo real. No tienes inhibiciones ni temores, salvo los que aceptas deliberadamente. Es natural, Jon… más natural que la vida. Fui al Templo y me lo explicaron todo.

—¿Y cuando te despiertas?

—Te adaptan. Te adaptan a la clase de vida, cualquiera que sea, de la época en que despiertas, cualquiera que sea. Casi como si pertenecieras a ella desde un principio. Y quizás esa vida sea mejor. ¿Quién sabe? Puede ser mejor.

—No lo será —dijo Webster, sombrío—. Y la gente que busca refugio en el Sueño no va a animarse a sí misma —Sara se hundió en su silla de lona y Webster se sintió avergonzado—. Lo siento, Sara. No me refería a ti. Ni a nadie en particular. A todos nosotros.

Las palmeras susurraban ásperamente, entrechocando sus hojas. Los charquitos de agua dejados por la marea brillaban al sol.

—No intentaré disuadirte —dijo Webster—. Lo has pensado, y sabrás lo que quieres.

Siempre le ha ocurrido lo mismo a la raza humana, pensó. Hubo un día, mil años atrás, en que un hombre pudo haber sostenido algo semejante. Pero el juwainismo terminó con todas las tontas querellas. El juwainismo terminó con muchas cosas.

—Siempre pensé —dijo Sara suavemente— que podríamos ir juntos…

Webster hizo un ademán de impaciencia.

—También eso lo hemos perdido. La raza humana lo dejó escapar. Piénsalo, hemos perdido tantas cosas. Los lazos humanos, los negocios, el trabajo, el sentido de la vida —se volvió hacia la mujer—. Si quieres regresar, Sara…

Sara sacudió la cabeza.

—No serviría, Jon. Han pasado muchos años.

Webster hizo un signo afirmativo. Era inútil discutirlo.

Sara se levantó y extendió una mano.

—Si te decides a tomar el Sueño, averigua la fecha de mi despertar. Haré que te reserven un lugar a mi lado.

—No creo que lo haga —dijo Webster.

—Muy bien. Entonces, adiós, Jon.

—Espera un segundo, Sara. No has dicho una palabra acerca de nuestro hijo. En otro tiempo lo veía a menudo, pero…

Sara se rió.

—Tom es ahora todo un hombre, Jon. Y, cosa rara… Tom…

—No lo veo desde hace mucho —dijo Webster.

—No me sorprende. Apenas viene a la ciudad. A causa de esa afición. Algo que heredó de ti, supongo. Exploraciones, en cierto modo. No sé qué otro nombre podría tener…

—Te refieres a alguna investigación nueva. Algo insólito.

—Insólito, sí; pero no una investigación. Anda por los bosques y vive por sus propios medios. Él y algunos amigos. Un saco de sal, arco y flechas… Sí, es raro —admitió Sara— pero se divierte. Asegura que está aprendiendo cosas. Y tiene buen aspecto. Como un lobo. Fuerte, delgado, y con una mirada brillante.

—Te acompañaré a la puerta —dijo Webster.

Sara sacudió la cabeza.

—No. Preferiría que no.

—Te olvidas la jarra.

—Guárdatela. No la necesito en el lugar adonde voy.

Webster se puso en la cabeza el «casco pensante» y movió el botón de la máquina de escribir.

Capítulo veintiséis, pensó, y la máquina emitió un crujido, tosió y escribió: Capítulo Veintiséis.

Durante unos instantes, Webster ordenó su mente, recordando hechos relacionados entre sí. Luego pensó otra vez. La máquina crujió, farfulló y comenzó a escribir con un tranquilo susurro:

Las máquinas siguen funcionando atendidas por los robots, como antes, y producen todo lo que antes producían.

Y los robots trabajan como es su derecho, su deber y su derecho, haciendo las cosas que se les han asignado.

Las máquinas continúan funcionando, y los robots también continúan funcionando, produciendo bienestar, como si aún existiesen hombres para disfrutarlo, como si aún existiesen millones de hombres, y no sólo cinco mil.

Y los cinco mil hombres que se quedaron o que fueron dejados aquí, se encontraron de pronto dueños y señores de un mundo destinado a millones, dueños del bienestar y los servicios públicos que sólo meses antes habían pertenecido a millones.

No hay gobierno, pero tampoco hay necesidad de gobierno, pues todos los abusos y crímenes que los gobernantes debían impedir, fueron evitados con la misma eficacia por el bienestar repentino que estos cinco mil hombres heredaron. Ningún hombre siente deseos de robar cuando puede apoderarse de lo que se le antoje sin que lo acusen de ladrón. Ningún hombre intenta privar a otro de sus bienes cuando todo el mundo es un bien al alcance de todos. La propiedad privada pasó a ser, casi de un día para otro, una frase sin sentido en un mundo donde todo sobra.

Los crímenes y la violencia fueron virtualmente eliminados hace ya mucho tiempo, y ahora que el bienestar económico ha llegado a un punto tal que la posesión de bienes materiales no puede ser causa de fricción, no hay necesidad de gobierno. No hay necesidad, realmente, de todas esas costumbres y convenciones establecidas por la sociedad humana desde su inicio. No hay necesidad de dinero, pues el intercambio ha dejado de tener sentido en un mundo en que para tener algo basta con pedirlo. Libre de presiones económicas, el hombre se libró también de presiones sociales. No es necesario ya admitir las normas y costumbres comerciales que tuvieron tanta importancia en el mundo prejoviano.

La religión, que había estado perdiendo terreno durante siglos, ha desaparecido del todo. La unidad de la familia, sostenida por la tradición y la necesidad económica de un proveedor o protector, se ha hecho pedazos. Hombres y mujeres viven juntos si así lo desean, y se separan cuando quieren. Pues no hay razones económicas, ni sociales, para que así no lo hagan.

Webster puso su mente en blanco y la máquina resopló suavemente. Levantó las manos, se quitó el casco y releyó el último párrafo de su borrador.

Esto, pensó, es la raíz de todo. Si las familias se hubiesen mantenido unidas… Si Sara y yo hubiésemos seguido juntos…

Se frotó las verrugas del dorso de la mano, preguntándose: Me gustaría saber si Tom lleva mi apellido o el de Sara. Comúnmente suelen tomar el apellido de la madre. Yo hice lo mismo, hasta que mi madre me pidió que lo cambiara. Me dijo que complacería a mi padre: a ella le daba igual. Me dijo que estaba orgullosa del nombre de mi padre, y que yo era el único hijo de él. Ella tenía otros.

Si por lo menos hubiésemos seguidos juntos. Entonces habría algo por qué vivir. Si hubiésemos seguido juntos, Sara no tomaría el Sueño, no yacería en un tanque de fluido, en animación suspendida, con la cabeza cubierta por el «casco de los sueños».

¿Qué clase de sueños habrá elegido? ¿Qué clase de vida sintética querrá vivir? Me hubiese gustado preguntárselo, pero no me atreví. Al fin y al cabo no es una de esas cosas que uno puede preguntar.

Webster extendió la mano, recogió el casco y volvió a colocárselo en la cabeza, y puso en marcha otra vez sus pensamientos. La máquina se animó de pronto:

El hombre se sintió perdido. Pero no por mucho tiempo. El hombre trató de hacer un esfuerzo. Pero no por mucho tiempo.

Pues cinco mil hombres no bastaban para continuar el trabajo abandonado por los millones que habían ido a Júpiter a vivir una nueva vida en cuerpos mejores. Esos cinco mil carecían de la capacidad mecánica necesaria, y de sueños, y de incentivos.

Y habría que contar además con los factores psicológicos. El factor psicológico de la tradición que tanto pesaba sobre la mente de los que habían quedado en la Tierra. El factor psicológico del juwainismo, que obligaba a los hombres a ser enteramente sinceros, que los forzaba a darse cuenta de la inutilidad de sus empresas. El juwainismo no dejaba lugar para el falso coraje. Y un falso coraje que ignorase la existencia de obstáculos era lo que aquellos cinco mil hombres más necesitaban.

Lo que estaban haciendo no podía compararse con lo que se había hecho antes, y al fin comprendieron que los sueños alimentados por millones de hombres superaban las posibilidades de cinco mil.

La vida era fácil. ¿Por qué preocuparse más? Había comida, y ropas, y vivienda en abundancia, y compañía humana, e hijos y entretenimientos… Todo lo que podía desearse.

El hombre dejó de luchar. Comenzó a tratar de divertirse. Los triunfos dejaron de tener validez, y la vida se transformó en un paraíso sin sentido.

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