Al cabo de veinticinco minutos, Jack sale del edificio cargado con una caja de cartón. Detrás de él aparece el guardia de seguridad. ¿Dónde estaba antes? Después salen Christian y Taylor. Jack parece aturdido. Va directo al taxi, y yo me alegro de que el Audi tenga los cristales ahumados y no pueda verme. El taxi arranca —no creo que se dirija al aeropuerto—, y Christian y Taylor se acercan al coche.
Christian abre la puerta del conductor y se desliza en el asiento, seguramente porque yo estoy delante, y Taylor se sienta detrás de mí. Ninguno de los dos dice una palabra cuando Christian pone el coche en marcha y se incorpora al tráfico. Yo me atrevo a mirar de reojo a Cincuenta. Tiene los labios apretados, pero parece abstraído. Suena el teléfono del coche.
—Grey —espeta Christian.
—Señor Grey, soy Barney.
—Barney, estoy en el manos libres y hay más gente en el coche —advierte.
—Señor, ya está todo hecho. Pero tengo que hablar con usted sobre otras cosas que he encontrado en el ordenador del señor Hyde.
—Te llamaré cuando llegue. Y gracias, Barney.
—Muy bien, señor Grey.
Barney cuelga. Su voz parecía la de alguien mucho más joven de lo que me esperaba.
¿Qué más habrá en el ordenador de Jack?
—¿No vas a hablarme? —pregunto en voz baja.
Christian me mira, vuelve a fijar la vista en la carretera, y me doy cuenta de que sigue enfadado.
—No —replica en tono adusto.
Oh, ya estamos… qué infantil. Me rodeo el cuerpo con los brazos, y observo por la ventanilla con la mirada perdida. Quizá debería pedirle que me dejara en mi apartamento; así podría «no hablarme» desde la tranquilidad del Escala y ahorrarnos a ambos la inevitable pelea. Pero, en cuanto lo pienso, sé que no quiero dejarle dándole vueltas al asunto. No después de lo de ayer.
Finalmente nos detenemos delante de su edificio, y Christian se apea. Rodea el coche con su elegante soltura y me abre la puerta.
—Vamos —ordena, mientras Taylor ocupa el asiento del conductor.
Yo cojo la mano que me tiende y le sigo a través del inmenso vestíbulo hasta el ascensor. No me suelta.
—Christian, ¿por qué estás tan enfadado conmigo? —susurro mientras esperamos.
—Ya sabes por qué —musita. Entramos al ascensor y marca el código del piso—. Dios, si te hubiera pasado algo, a estas horas él ya estaría muerto.
El tono de Christian me congela la sangre. Las puertas se cierran.
—Créeme, voy a arruinar su carrera profesional para que no pueda volver a aprovecharse de ninguna jovencita nunca más, una excusa muy miserable para un hombre de su calaña. —Menea la cabeza—. ¡Dios, Ana!
Y de pronto me sujeta y me aprisiona contra una esquina del ascensor.
Hunde una mano en mi pelo y me atrae con fuerza hacia él. Su boca busca la mía, y me besa con apasionada desesperación. No sé por qué me coge por sorpresa, pero lo hace. Yo saboreo su alivio, su anhelo y los últimos vestigios de su rabia, mientras su lengua posee mi boca. Se para, me mira fijamente, y apoya todo su peso sobre mí, de forma que no puedo moverme. Me deja sin aliento y me aferro a él para sostenerme. Alzo la mirada hacia su hermoso rostro, marcado por la determinación y la mayor seriedad.
—Si te hubiera pasado algo… si él te hubiera hecho daño… —Noto el estremecimiento que recorre su cuerpo—. La BlackBerry —ordena en voz baja—. A partir de ahora. ¿Entendido?
Yo asiento y trago saliva, incapaz de apartar la vista de su mirada grave y fascinante.
Cuando el ascensor se para, se yergue y me suelta.
—Dice que le diste una patada en las pelotas.
Christian ha aligerado el tono. Ahora su voz tiene cierto matiz de admiración, y creo que estoy perdonada.
—Sí —susurro, aún sin recuperarme del todo de la intensidad de su beso y su vehemente exigencia.
—Bien.
—Ray estuvo en el ejército. Me enseñó muy bien.
—Me alegro mucho de que lo hiciera —musita, y añade arqueando una ceja—: Lo tendré en cuenta.
Me da la mano, me conduce fuera del ascensor y yo le sigo, aliviada. Me parece que su mal humor ya no empeorará.
—Tengo que llamar a Barney. No tardaré.
Desaparece en su estudio, y me deja plantada en el inmenso salón. La señora Jones está dando los últimos toques a nuestra cena. Me doy cuenta de que estoy hambrienta, pero necesito hacer algo.
—¿Puedo ayudar? —pregunto.
Ella se echa a reír.
—No, Ana. ¿Puedo servirle una copa o algo? Parece agotada.
—Me encantaría una copa de vino.
—¿Blanco?
—Sí, por favor.
Me siento en uno de los taburetes y ella me ofrece una copa de vino frío. No lo conozco, pero está delicioso, entra bien y calma mis nervios crispados. ¿En qué había estado pensando antes? En lo viva que me sentía desde que había conocido a Christian. En que mi vida se había convertido en algo emocionante. Caray… ¿no podría tener al menos un par de días aburridos?
¿Y si nunca hubiera conocido a Christian? Ahora mismo estaría refugiada en mi apartamento, hablando con Ethan, completamente alterada por el incidente con Jack y sabiendo que tendría que volver a encontrarme con ese canalla el viernes. Tal como están las cosas ahora, es muy probable que nunca vuelva a verle. Pero ¿para quién trabajaré? Frunzo el ceño. No había pensado en eso. Vaya… ¿seguiré teniendo trabajo siquiera?
—Buenas noches, Gail.
Christian vuelve a entrar en el salón y me distrae de mis pensamientos. Va directamente a la nevera y se sirve una copa de vino.
—Buenas noches, señor Grey. ¿Cenarán a las diez, señor?
—Me parece muy bien.
Christian alza su copa.
—Por los ex militares que entrenan bien a sus hijas —dice, y se le suaviza la mirada.
—Salud —musito, y levanto mi copa.
—¿Qué pasa? —pregunta Christian.
—No sé si todavía tengo trabajo.
Él ladea la cabeza.
—¿Sigues queriendo tenerlo?
—Claro.
—Entonces todavía lo tienes.
Así de simple. ¿Ves? Él es el amo y señor de mi universo. Le miro con los ojos en blanco y él sonríe.
* * *
La señora Jones ha preparado un exquisito pastel de pollo, y se ha retirado para que disfrutemos del fruto de su trabajo. Ahora que ya puedo comer algo, me siento mucho mejor. Estamos sentados en la barra del desayuno, y aunque intento engatusarlo, Christian se niega a contarme qué ha descubierto Barney en el ordenador de Jack. Aparco el tema, y decido en su lugar abordar el espinoso asunto de la inminente visita de José.
—Me ha llamado José —digo en tono despreocupado.
—¿Ah?
Christian se da la vuelta para mirarme.
—Quiere traer tus fotografías el viernes.
—Una entrega personal. Qué cortés por su parte —apunta Christian.
—Quiere salir. A tomar algo. Conmigo.
—Ya.
—Para entonces seguramente Kate y Elliot ya habrán vuelto —añado enseguida.
Christian deja el tenedor y me mira con el ceño fruncido.
—¿Qué me estás pidiendo exactamente?
Le miro enojada.
—No te estoy pidiendo nada. Te estoy informando de mis planes para el viernes. Mira, yo quiero ver a José, y él necesita un sitio para dormir. Puede que se quede aquí o en mi apartamento, pero si lo hace yo también debería estar allí.
Christian abre mucho los ojos. Parece anonadado.
—Intentó propasarse contigo.
—Christian, eso fue hace varias semanas. Él estaba borracho, yo estaba borracha, tú lo solucionaste… no volverá a pasar. Él no es Jack, por el amor de Dios.
—Ethan está aquí. Él puede hacerle compañía.
—Quiere verme a mí, no a Ethan.
Christian me mira ceñudo.
—Solo es un amigo —digo en tono enfático.
—No me hace ninguna gracia.
¿Y qué? Dios, a veces es crispante. Inspiro profundamente.
—Es amigo mío, Christian. No le he visto desde la inauguración de la exposición. Y estuve muy poco rato. Yo sé que tú no tienes ningún amigo, aparte de esa espantosa mujer, pero yo no me quejo de que la veas —replico. Christian parpadea, estupefacto—. Tengo ganas de verle. No he sido una buena amiga.
Mi subconsciente está alarmada. ¿Estás teniendo una pequeña pataleta? ¡Cálmate!
Los ojos grises de Christian refulgen al mirarme.
—¿Eso es lo que piensas? —dice entre dientes.
—¿Lo que pienso de qué?
—Sobre Elena. ¿Preferirías que no la viera?
—Exacto. Preferiría que no la vieras.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—Porque no me corresponde a mí decirlo. Tú la consideras tu única amiga. —Me encojo de hombros, exasperada. Realmente no lo entiende. ¿Cómo se ha convertido esto en una conversación sobre Elena? Yo ni siquiera quiero pensar en ella. Trato de volver al tema de José—. Del mismo modo que no te corresponde a ti decir si puedo o no puedo ver a José. ¿No lo entiendes?
Christian me mira fijamente, creo que perplejo. Oh, ¿qué estará pensando?
—Puede dormir aquí, supongo —musita—. Así podré vigilarle —comenta en tono hosco.
¡Aleluya!
—¡Gracias! ¿Sabes?, si yo también voy a vivir aquí… —Me fallan las palabras. Christian asiente. Sabe qué intento decirle—. Aquí no es que falte espacio precisamente… —digo con una sonrisita irónica.
En sus labios se dibuja lentamente una sonrisa.
—¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
—Desde luego, señor Grey.
Me pongo de pie por si empieza a calentársele la mano, recojo los platos y los meto en el lavavajillas.
—Ya lo hará Gail.
—Lo estoy haciendo yo.
Me enderezo y le miro. Él me observa intensamente.
—Tengo que trabajar un rato —dice como disculpándose.
—Muy bien. Ya encontraré algo que hacer.
—Ven aquí —ordena, pero su voz es suave y seductora y sus ojos apasionados.
Yo no dudo en caminar hacia él y rodearle el cuello. Él permanece sentado en el taburete. Me envuelve entre sus brazos, me estrecha contra él y simplemente me abraza.
—¿Estás bien? —susurra junto a mi cabello.
—¿Bien?
—¿Después de lo que ha pasado con ese cabrón? ¿Después de lo que ocurrió ayer? —añade en voz baja y muy seria.
Yo miro al fondo de sus ojos, oscuros, graves. ¿Estoy bien?
—Sí —susurro.
Me abraza más fuerte, y me siento segura, apreciada y amada, todo a la vez. Es maravilloso. Cierro los ojos, y disfruto de la sensación de estar en sus brazos. Amo a este hombre. Amo su aroma embriagador, su fuerza, sus maneras volubles… mi Cincuenta.
—No discutamos —murmura. Me besa el pelo e inspira profundamente—. Hueles divinamente, como siempre, Ana.
—Tú también —susurro, y le beso el cuello.
Me suelta, demasiado pronto.
—Terminaré en un par de horas.
* * *
Deambulo indolentemente por el piso. Christian sigue trabajando. Me he duchado, me he puesto unos pantalones de chándal y una camiseta míos, y estoy aburrida. No me apetece leer. Si me quedo quieta, me acuerdo de Jack y de sus dedos sobre mi cuerpo.
Echo un vistazo a mi antiguo dormitorio, la habitación de las sumisas. José puede dormir aquí: le gustarán las vistas. Son las ocho y cuarto y el sol está empezando a ponerse por el oeste. Las luces de la ciudad centellean allá abajo. Es algo maravilloso. Sí, a José le gustará estar aquí. Me pregunto vagamente dónde colgará Christian las fotos que me hizo José. Preferiría que no lo hiciera. No me apetece verme a mí misma.
Salgo de nuevo al pasillo y acabo frente a la puerta del cuarto de juegos, y, sin pensarlo, intento abrir el pomo. Christian suele cerrarla con llave, pero, para mi sorpresa, la puerta se abre. Qué raro. Sintiéndome como una niña que hace novillos y se interna en un bosque prohibido, entro. Está oscuro. Pulso el interruptor y las luces bajo la cornisa se encienden con un tenue resplandor. Es tal como lo recordaba. Una habitación como un útero.
Surgen en mi mente recuerdos de la última vez que estuve aquí. El cinturón… tiemblo al recordarlo. Ahora cuelga inocentemente, alineado junto a los demás, en la estantería que hay junto a la puerta. Paso los dedos, vacilante, sobre los cinturones, las palas, las fustas y los látigos. Dios. Esto es lo que necesito aclarar con el doctor Flynn. ¿Puede alguien que tiene este estilo de vida dejarlo sin más? Parece muy poco probable. Me acerco a la cama, me siento sobre las suaves sábanas de satén rojo, y echo una ojeada a todos esos artilugios.
A mi lado está el banco, y encima el surtido de varas. ¡Cuántas hay! ¿No le bastará solo con una? Bien, cuanto menos sepa de todo esto, mejor. Y la gran mesa. No sé para qué la usa Christian, nosotros nunca la probamos. Me fijo en el Chesterfield, y voy a sentarme en él. Es solo un sofá, no tiene nada de extraordinario: no hay nada para atar a nadie, por lo que puedo ver. Miro detrás de mí y veo la cómoda. Siento curiosidad. ¿Qué guardará ahí?
Cuando abro el cajón de arriba, noto que la sangre late con fuerza en mis venas. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Tengo la sensación de estar haciendo algo ilícito, como si invadiera una propiedad privada, cosa que evidentemente estoy haciendo. Pero si él quiere casarse conmigo, bueno…
Dios santo, ¿qué es todo esto? Una serie de instrumentos y extrañas herramientas —no tengo ni idea de qué son ni para qué sirven— están dispuestos cuidadosamente en el cajón. Cojo uno. Tiene forma de bala, con una especie de mango. Mmm… ¿qué demonios haces con esto? Estoy atónita, pero creo que me hago una idea. ¡Hay cuatro tamaños distintos! Se me eriza el vello, y en ese momento levanto la vista.
Christian está en el umbral, mirándome con expresión inescrutable. Me siento como si me hubieran pillado con la mano en el tarro de los caramelos.
—Hola.
Sonrío muy nerviosa, consciente de tener los ojos muy abiertos y estar mortalmente pálida.
—¿Qué estás haciendo? —dice suavemente, pero con cierto matiz inquietante en la voz.
Oh, no. ¿Está enfadado?
—Esto… estaba aburrida y me entró la curiosidad —musito, avergonzada de que me haya descubierto: dijo que tardaría dos horas.
—Esa es una combinación muy peligrosa.
Se pasa el dedo índice por el labio inferior en actitud pensativa, sin dejar de mirarme ni un segundo. Yo trago saliva. Tengo la boca seca.
Entra lentamente en la habitación y cierra la puerta sin hacer ruido. Sus ojos son como una llamarada gris. Oh, Dios. Se inclina con aire indiferente sobre la cómoda, pero intuyo que es una actitud engañosa. La diosa que llevo dentro no sabe si es el momento de enfrentarse a la situación o de salir corriendo.