Cianuro espumoso (5 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cianuro espumoso
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Le tenía un gran afecto a George Barton. Siempre se lo había tenido. Cuando entró a trabajar para él, una joven serena y muy juiciosa de veintitrés años de edad, se había dado cuenta enseguida de que necesitaba a alguien que lo cuidara. Ella se había encargado de hacerlo. Le había ahorrado tiempo, dinero y preocupaciones. Le había escogido las amistades y le había buscado distracciones apropiadas. Le había frenado al verlo a punto de embarcarse en empresas nada aconsejables y le había animado a correr riesgos permisibles de vez en cuando. Ni una sola vez durante su larga asociación había sospechado George que fuera otra cosa que una mujer servicial, atenta y completamente a sus órdenes. A él le gustaba su aspecto, el pelo oscuro bien peinado y brillante, los trajes sastre y las blusas almidonadas, las perlas en las bien formadas orejas, el rostro pálido, discretamente empolvado, y el matiz rosado, casi imperceptible, del carmín con que se pintaba los labios.

Ruth, en su opinión, era perfecta.

Le gustaban sus modales impersonales, su completa ausencia de sentimiento y familiaridad. A causa de ello le hablaba mucho de sus asuntos particulares y ella le escuchaba comprensiva, intercalando ocasionalmente algún consejo.

Nada tuvo que ver, sin embargo, con su boda. No le gustaba, pero la aceptó y resultó de inapreciable valor cuando se trató de hacer los preparativos necesarios, quitándole a Mrs. Marle mucho trabajo.

Durante algún tiempo después del matrimonio, Ruth tuvo menos intimidad con su jefe. Se limitó rigurosamente a los asuntos de la oficina. George dejaba la mayor parte de las cosas en sus manos.

No obstante, tanta era su actividad, que Rosemary no tardó en descubrir que miss Lessing podía ser utilísima en muchísimas cosas. Miss Lessing siempre se mostraba agradable.

George, Rosemary e Iris la llamaban Ruth e iba con frecuencia a Elvaston Square a comer. Tenía ahora veintinueve años y su aspecto era exactamente el mismo que a los veintitrés.

Sin que terciara una palabra íntima entre ellos, siempre se daba perfecta cuenta de las reacciones sentimentales de George, por muy leves que éstas fuesen. Se dio cuenta de cuándo la primera exaltación de su vida matrimonial se trocó en estático contento; detectó cuándo el contento cedió el paso a otro sentimiento que no era tan fácil de definir. Cualquier descuido en los detalles de que diera muestras por entonces, lo corregía ella con su previsión.

Por muy aturdido que estuviera George, Ruth Lessing nunca parecía darse cuenta de eso, cosa que él le agradecía.

Fue una mañana de noviembre cuando le habló de Víctor Drake.

—Quiero que se encargue usted de un asunto muy desagradable, Ruth.

Ella le miró interrogadora. Innecesario decir que se encargaría de él. Eso se sobrentendía.

—No hay familia sin su oveja negra —añadió George.

Ella asintió.

—Se trata de un primo de mi mujer, un completo sinvergüenza. Ha dejado medio arruinada a su madre: una mujer excesivamente sentimental que ha vendido la mayor parte de los pocos valores que posee para darle a él el dinero. Empezó por falsificar un cheque en Oxford. Lograron echar tierra sobre aquel asunto y, desde entonces, le han mandado a no sé cuántos países sin que haya logrado regenerarse en ninguno de ellos.

Ruth escuchó sin gran interés. Conocía el tipo. Uno de esos hombres que se dedican al cultivo de naranjos, instalan granjas avícolas, prueban suerte en los ranchos australianos, obtienen empleo en los frigoríficos de Nueva Zelanda. Nunca llegaban a nada, jamás permanecían mucho tiempo en ningún sitio y siempre se gastaban todo el dinero que se hubiera invertido en regenerarlos. Nunca le habían interesado gran cosa. Prefería a los triunfadores.

—Se ha presentado en Londres y he descubierto que ha estado molestando a mi esposa. Ella no le había visto desde que era colegiala; pero es un hombre muy atractivo y le ha escrito pidiéndole dinero, y eso no pienso consentirlo. Hemos quedado para mañana a las doce, en su hotel. Quiero que se encargue usted del asunto por cuenta mía. La verdad es que no quiero tener contacto alguno con ese hombre. Jamás lo he visto y no tengo el menor deseo de conocerlo, ni quiero que Rosemary lo vea. Creo que todo el asunto puede tratarse desde un punto de vista puramente comercial si se hace por mediación de una tercera persona.

—Sí. Siempre es un buen plan. ¿Qué es lo que piensa ofrecerle?.

—Cien libras esterlinas en efectivo y un pasaje a Buenos Aires. El dinero debe serle entregado a bordo del barco.

Ruth sonrió.

—Comprendo. Quiere usted asegurarse de que se vaya.

—Veo que lo comprende.

—Es un caso corriente —dijo ella con indiferencia.

—Sí, hay muchos hombres como él en el mundo. —Él vaciló—. ¿Está usted segura de que no le importa hacer lo que le pido?.

—Claro que no —le manifestó ella un tanto divertida—. Le aseguro que puedo arreglarlo fácilmente.

—Es usted capaz de arreglarlo todo.

—¿Y lo de sacar el pasaje?. A propósito, ¿cómo se llama?.

—Víctor Drake. Ya tengo el pasaje. Telefoneé a la compañía naviera ayer. Es para el
San Cristóbal
.
Zarpa
mañana de Tilbury.

Ruth tomó el pasaje, le echó una mirada para asegurarse de que estaba en orden y se lo guardó en el bolso.

—Conforme. Yo me encargaré del asunto. A las doce. ¿Qué dirección?.

—Hotel Ruppert. Cerca de Russell Square.

Lo anotó.

—Ruth, querida, no sé lo que haría sin usted... —Posó una mano afectuosamente sobre el hombro de la mujer. Era la primera vez que hacía una cosa así—. Es usted mi brazo derecho, mi factótum.

Ella se ruborizó, halagada.

—Nunca he sabido decirle gran cosa. He tomado como cosa muy natural todo lo que usted hace, pero no es así en realidad. No sabe cuánto confío en usted para todo, para todo. ¡Es usted la muchacha más bondadosa, más admirable y más útil del mundo!.

Ruth sonrió para ocultar su satisfacción y embarazo.

—Me va usted a echar a perder si me dice cosas así —dijo.

—Las digo en serio. Es usted parte integrante de la empresa, Ruth. No podría imaginarme la vida sin usted.

Ella salió conmovida por sus palabras. Aún le duraba su efecto cuando llegó al hotel Ruppert.

Lo que iba a hacer no le produciría la menor sensación de embarazo. Tenía fe ciega en su habilidad para hacer frente a cualquier situación. Nunca le habían gustado los sablistas. Estaba preparada a tratar con Víctor Drake como parte de su trabajo diario.

Drake era poco más o menos como ella se lo había imaginado, aunque quizá mucho más atractivo. No se equivocó al juzgar su carácter. No tenía nada de bueno. Un hombre frío y calculador, parapetado tras una máscara de simpática diablura. Lo que Ruth no había tenido en cuenta era el don que poseía de leer en el alma de los demás y la facilidad con que sabía jugar con sus emociones. Quizá también tenía un concepto demasiado elevado de su poder de resistencia ante el encanto del hombre. Porque no cabía la menor duda de que Víctor Drake tenía encanto.

La recibió con aire de deliciosa sorpresa.

—¿La emisaria de George?. ¡Es maravilloso!. ¡Qué sorpresa!.

Con un tono severo, Ruth le dio a conocer la oferta de George. Víctor la aceptó con una amabilidad extrema.

—¿Cien libras esterlinas?. No está mal. Pobre George. Me hubiese conformado con sesenta, pero... ¡no se lo diga!. Condiciones: «No molestes a la bella primita Rosemary. No contamines a la inocente primita Iris. No coloques en una situación embarazosa al digno primo George.» ¡De acuerdo con todo!. ¿Quién vendrá a despedirme al
San Cristóbal
?. ¿Usted, mi querida miss Lessing?. ¡Qué encanto!.

Arrugó la nariz. Los negros ojos titilaron comprensivos. Tenía el rostro moreno y delgado y su tipo recordaba al de un torero. ¡Qué romántica concepción!. Resultaba atractivo a las mujeres y lo sabía.

—Lleva usted con Barton algún tiempo, ¿no es cierto, miss Lessing?.

—Seis años.

—¡Y George no sabría qué hacer sin usted!. Oh, sí, estoy enterado. Sé todo lo que a usted se refiere, miss Lessing.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó la joven, vivamente.

Víctor sonrió.

—Me lo ha contado Rosemary.

—¿Rosemary? Pero si...

—No se preocupe. No pienso volver a molestar a Rosemary. Se ha mostrado ya muy amable conmigo, muy comprensiva. Le saqué cien libras, si quiere que le diga la verdad.

—Usted...

Ruth se interrumpió y Víctor se echó a reír. Su risa era contagiosa. También ella se echó a reír.

—Es usted un pícaro, Mr. Drake.

—Soy el perfecto sablista. Tengo una técnica maravillosa. Mi madre, por ejemplo, siempre suelta dinero si le mando un telegrama insinuando que pienso suicidarme.

—¡Vergüenza debía de darle!.

—Tengo muy pobre concepto de mí mismo. Soy un mal bicho, miss Lessing. Me gustaría que usted
supiese
todo lo malo que soy.

—¿Por qué? —preguntó ella con curiosidad.

—No lo sé. Usted es distinta. De nada me serviría mi táctica habitual en su caso. Con esa mirada tan despejada que tiene no se dejaría engañar. No lograría convencerle de que soy más víctima que verdugo. Usted no sabe lo que es piedad.

El rostro de la joven se tornó duro.

—Desprecio la piedad.

—¿A pesar de su nombre?. Ruth
es
su nombre, ¿verdad?. Resulta mordaz. Ruth la despiadada
[2]
.

—¡La debilidad no me inspira la menor compasión! —exclamó ella.

—¿Quién dijo que soy débil? No, no. En eso se equivoca usted, querida. Malvado, quizá. Pero una cosa puede decirse a mi favor.

Ella contrajo la boca con gesto de desdén. La inevitable excusa.

—¿Sí?.

—Me divierto. Sí. —Víctor asintió—. Me divierto enormemente. He rodado mucho por el mundo, Ruth. He hecho casi de todo. He sido actor y tendero; camarero y recadero; mozo de cuerda y tramoyista de un circo. He sido marino en un barco de carga. Fui candidato a presidente en una república sudamericana. ¡He estado en la cárcel!. Sólo hay dos cosas que no he hecho en mi vida: trabajar honradamente y pagar mis deudas.

La miró riendo. Ella debería haberse sentido escandalizada, pero la fuerza de Víctor Drake era la fuerza del diablo. Era capaz de hacer que el mal pareciese divertido. Ahora la estaba mirando con aquella extraña perspicacia que le era peculiar.

—¡No ponga esa cara de santa, Ruth!. ¡No es usted una persona tan moral como cree!. El éxito es su fetiche. Es la clase de muchacha que acaba siempre casándose con su jefe. Eso es lo que debería usted haber hecho con George.

Y George no debía de haberse casado con esa estúpida de Rosemary. Debía de haberse casado con
usted
. Hubiera salido ganando.

—Se me antoja que es usted excesivamente insolente.

—Rosemary es una imbécil, siempre lo ha sido. Hermosa como el paraíso y tonta de capirote. De las que los hombres se enamoran y de las que pronto se hartan. Pero usted... usted es distinta. ¡Dios!. ¡Si un hombre se enamorara de usted... nunca se hastiaría!.

Le había encontrado el punto flaco.

—¡Si se enamorara! —dijo Ruth con brusca sinceridad—. ¡Pero jamás se enamoraría de mí!.

—¿George, quiere decir?. No se engañe, Ruth. Si algo le sucediera a Rosemary, George se casaría con usted.

«Sí, aquello era. Aquello había sido el punto de partida de todo.»

Víctor la observó detenidamente.

—Pero usted lo sabe tan bien como yo.

«La mano de George sobre la suya, su afectuosa voz, cálida. Sí, era cierto. A ella recurría... en ella confiaba...»

—Debería de tener más confianza en sí misma, amiga mía —dijo Víctor con dulzura—. Podría hacer de George lo que quisiera. Rosemary es una estúpida.

«Es cierto —pensó Ruth—. De no ser por Rosemary podría conseguir que George se casara conmigo. Sería una buena esposa para él. Lo cuidaría bien.»

Experimentó de pronto una furia ciega, el despertar de un resentimiento apasionado. Víctor Drake la estaba contemplando con regocijo. Le gustaba plantar ideas en mentes ajenas. O, como en aquel caso, hacer resaltar ideas que ya existían.

Sí, así era como había empezado todo. Aquel encuentro casual con un hombre que iba a partir al día siguiente para el otro extremo del planeta. La Ruth que regresó a la oficina no era exactamente la misma que salió de ella, aun cuando nadie hubiera podido notar cambio alguno en sus modales ni en su aspecto.

Poco después de su vuelta, Rosemary Barton llamó por teléfono.

—Mr. Barton ha salido a comer. ¿Puedo hacer algo por usted?.

—¿De veras lo haría usted, Ruth?. Ese pelma de coronel Race ha mandado un telegrama diciendo que no estará de vuelta a tiempo para asistir a mi fiesta de cumpleaños. Pregúntele a George a quién querría invitar en su lugar. Necesitamos otro hombre. Hay cuatro mujeres: Iris, Sandra Farraday y... ¿quién es la otra?. No me acuerdo ya.

—Creo que soy la cuarta. Tuvo usted la bondad de invitarme.

—¡Ah, claro!. ¡Me había olvidado por completo de usted, créalo!.

Se oyó la risa argentina de Rosemary. No podía ella ver el carmín que había inundado de pronto las mejillas de Ruth Lessing, ni la forma en que se había cuadrado su mandíbula.

¡Invitada a la fiesta de Rosemary como favor, como concesión hecha a George!. «Ah, sí, vendrá tu Ruth Lessing. Después de todo, le encantará que la invitemos. Y es la mar de útil. Además, es bastante presentable.»

En aquel instante Ruth Lessing se dio cuenta de que odiaba a Rosemary.

La odiaba porque era rica, hermosa, despreocupada y sin seso. Ningún trabajo rutinario de oficina para Rosemary; a ella se lo daban todo en bandeja de oro. Asuntos amorosos, un marido que bebía los vientos por ella. No tenía necesidad de trabajar ni de hacer planes.

Odiosa, condescendiente, presumida, frívola...

—¡Ojalá te murieras! —dijo Ruth Lessing en voz baja, mirando el teléfono.

Sus propias palabras la sobresaltaron. Tan poco en consonancia estaban con su forma de ser habitual. Jamás había sido tan apasionada, ni vehemente, ni poco serena, sino siempre dueña de sí, eficiente.

«¿Qué me está sucediendo?», se preguntó.

Había odiado a Rosemary Barton aquella tarde. Seguía odiando a Rosemary Barton aquel día, un año después.

Algún día, quizá, podría olvidarla. Pero todavía no.

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