Authors: Noah Gordon
—Oiga, Cole, en el futuro debe escribir las letras de imprenta un poco más grandes.
—Si, señor -dijo Cole con voz clara-. ¿Haremos algo más?
—No. Puede volver a guardar su espécimen en el recipiente y limpiar lo que ha usado. Luego puede marcharse.
Estas palabras animaron a media docena de estudiantes a entregar su dibujo al doctor McGowan, pero él los rechazó y les sugirió que revisaran el dibujo o les indicó diversas formas de mejorar la disección.
Mientras hablaba con los alumnos vio que Cole volvía a guardar el espécimen en el recipiente. Lo observó lavar y secar el escalpelo antes de colocarlo otra vez en la mesa. Lo vio llevar agua hasta la mesa de disección y frotar el trozo que él había utilizado, y luego coger jabón y agua limpia y lavarse las manos y los brazos con todo cuidado antes de bajarse las mangas.
Antes de salir, Cole se detuvo junto al joven rechoncho y examinó su dibujo. El doctor McGowan vio que se inclinaba sobre él y le susurraba algo. El joven pareció más relajado y asintió mientras Cole le palmeaba el hombro. Luego el gordo siguió trabajando, y el sordo salió del aula.
Los sonidos del corazón
Era como si la facultad de medicina fuera una lejana tierra extranjera en la que Chamán de vez en cuando oía terribles rumores de guerra inminente en Estados Unidos. Se enteró de la celebración de la Convención de Paz en Washington, D.C., a la que asistieron ciento treinta y un delegados de veintiún Estados. Pero la mañana en que la Convención de Paz se inauguró en la capital, en Montgomery, Alabama, se reunió el Congreso Provisional de los Estados Confederados de América. Pocos días más tarde, la Confederación votó a favor de separarse de Estados Unidos, y todo el mundo supo con absoluta certeza que no habría paz.
Pero Chamán sólo podía dedicar una atención superficial a los problemas de la nación. Estaba luchando por su propia supervivencia.
Afortunadamente era un buen alumno. Por la noche se concentraba en sus libros hasta que se le cerraban los ojos, y muchas mañanas lograba estudiar unas cuantas horas antes de ir a desayunar. Las clases se dictaban de lunes a sábado, de diez a una y de dos a cinco. A menudo se pronunciaba una conferencia antes o durante las seis materias clínicas que daban nombre a la facultad: martes por la tarde, enfermedades del tórax; martes por la noche, enfermedades venéreas; jueves por la tarde, enfermedades infantiles; jueves por la noche, malestares de la mujer; sábados por la mañana, clínica quirúrgica, y sábados por la tarde, clínica médica. Los domingos por la tarde, los alumnos observaban a los médicos que trabajaban en las salas del hospital.
El sexto sábado en que Chamán se encontraba en la Policlínica, el doctor Meigs dio una conferencia sobre el estetoscopio. Meigs había estudiado en Francia con los médicos que habían sido instruidos por el inventor del instrumento. Les informó a sus alumnos que un día de 1816, un médico llamado René Laennec, poco dispuesto a poner la oreja sobre el pecho de una tímida paciente, había enrollado una hoja de papel y atado el tubo resultante con un hilo. Al colocar un extremo del tubo en el pecho de la paciente y escuchar por el otro extremo, Laennec quedó sorprendido al observar que el método ampliaba los sonidos del pecho en lugar de ser una forma menos eficaz de escuchar. Meigs añadió que hasta hacía poco tiempo los estetoscopios habían sido simples tubos de madera que los médicos utilizaban en una sola oreja. El tenía una versión más moderna del instrumento, en la que el tubo era de seda tejida y desembocaba en unos auriculares de marfil que encajaban en ambas orejas. Durante la clínica médica, después de la clase, el doctor Meigs utilizó un estetoscopio de ébano con una segunda salida a la que se habia conectado un tubo, de manera que el profesor y el alumno podían escuchar el sonido del pecho del paciente al mismo tiempo. A cada alumno se le dio la posibilidad de escuchar, pero cuando le llegó el turno a Chamán, le dijo al profesor que no tenía sentido.
—No podría oir nada.
El doctor Meigs frunció los labios.
—Al menos debe intentarlo.
Explicó detenidamente a Chamán cómo debia colocarse el instrumento en la oreja. Pero Chamán sacudió la cabeza.
—Lo siento -dijo el profesor Meigs.
Los alumnos serían sometidos a una prueba de práCtica clíniea. Cada uno debía examinar a un paciente utilizando el estetoscopio, y redactar un informe. Era evidente que Chamán iba a fracasar.
Un frío dia por la mañana se enfundó en su abrigo y sus guantes, se ató una bufanda al cuello y salió de la facultad. En una esquina, un chico vocaba los periódicos que hablaban sobre la investidura de Lincoln. Chamán bajó hasta el río y caminó por los muelles, absorto en sus pensamientos.
Al regresar entró en el hospital y recorrió las salas, observando a los enfermeros y enfermeras. La mayoría eran hombres, muchos de ellos borrachos que se habían sentido atraídos por el trabajo en un hospital, porque el nivel era deficiente. Se fijó en los que parecían sobrios e inteligentes, y finalmente decidió que un hombre llamado Jim Halleek sería el adecuado. Esperó hasta que el enfermero trasladó un montón de leña y la dejó en el suelo, cerca de la salamandra; entonces se acercó a él.
—Tengo que hacerle una proposición, señor Halleck.
La tarde de la prueba se presentaron en la clínica el doctor McGowan y el doctor Berwyn, lo que acentuó el estado de nerviosismo de Chamán.
El doctor Meigs examinaría a los alumnos por orden alfabético. Chamán era el tercero, después de Allard y Bronson. A Israel Allard le tocó un caso fácil: una mujer joven con la espalda encorvada, cuyos sonidos cardíacos eran fuertes, regulares y nada complicados. Clark Bronson tuvo que examinar a un hombre asmático, que ya no era joven; describió vacilantemente el ruido de los estertores en el pecho. Meigs tuvo que hacerle varias preguntas para obtener la información que quería, pero evidentemente quedó satisfecho.
—¿Señor Cole?
Sin duda esperaba que Chamán se negara a participar. Pero el joven dio un paso adelante y aceptó el estetoscopio monoaural de madera.
Cuando miró hacia donde Jim Halleck estaba sentado, el enfermero se levantó y se acercó a él. El paciente era un joven de dieciséis años, fornido, que se había cortado la mano en una carpintería. Halleck sostuvo un extremo del estetoscopio sobre el pecho del chico y colocó la oreja en el otro extremo. Chamán cogió la muñeca del paciente y sintió el pulso contra sus dedos.
—El pulso del paciente es normal y regular. A un ritmo de setenta y ocho pulsaciones por minuto -dijo por fin. Miró inquisitivamente al enfermero, que sacudió la cabeza ligeramente-. No hay estertores -añadió.
—¿Qué significa todo este teatro? -protestó el doctor Meigs-. ¿Qué está haciendo aqui Jim Halleek?
—El señor Halleek me presta sus oídos, señor -explicó Chamán, y tuvo la desdicha de captar las amplias sonrisas de algunos alumnos.
El doctor Meigs no sonrió.
—Ya veo. Sus oídos. ¿Y piensa usted casarse con el señor Halleck y llevarlo con usted allí donde tenga que practicar la medicina? ¿Durante el resto de su vida?
—No, señor.
—¿Entonces le pedirá a otras personas que le presten sus oídos?
—Tal vez si, a veces.
—¿Y si es usted un médico que encuentra a alguien que necesita su ayuda, y usted está solo, solo con el paciente?
—Puedo tomarle el pulso para saber el ritmo cardiaco. -Chamán apoyó dos dedos en la arteria carótida del paciente-. Y sentir si es normal, o acelerado, o débil. -Abrió los dedos y colocó la palma de la mano sobre el pecho del joven-. Puedo sentir el ritmo de la respiración. Y ver la piel, y tocarla para saber si está afiebrada o fría, húmeda o seca. Puedo ver los ojos. Si el paciente está despierto, puedo hablar con él, y, consciente o no, puedo observar la consistencia de su esputo y ver el color de su orina y olerla, incluso probarla si es necesario.
Miró la cara del profesor y pronunció la objeción antes de que el doctor Meigs pudiera hacerlo.
—Pero nunca podré escuchar los estertores de su pecho.
—No, no podrá.
—Para mí, los estertores no serán una advertencia de que existen problemas. Cuando vea las primeras etapas de una respiración dificultosa sabré que si pudiera oírlos, los estertores sin duda serían como crujidos.
Si mi paciente respira con excesiva dificultad, sabré que los estertores son burbujeantes. Si hay asma, o infección de los bronquios, sabré que son sibilantes. Pero no podré confirmar ese conocimiento. -Hizo una pausa y miró directamente al doctor Meigs-. No puedo hacer nada con respecto a mi sordera. La naturaleza me ha robado una valiosa herramienta para el diagnóstico, pero tengo otras. En un caso de emergencia, podría ocuparme del paciente utilizando mis ojos, mi nariz, mi juventud, mis dedos y mi cerebro.
No era la respuesta respetuosa que el doctor Meigs habría valorado en un alumno de primer año, y mostró una expresión de enfado. El doctor McGowan se acercó a él y se inclinó para hablarle al oído.
El doctor Meigs volvió a mirar enseguida a Chamán.
—Se me sugiere que aceptemos lo que dice y que haga un diagnóstico sin utilizar el estetoscopio. Yo estoy dispuesto, si usted está de acuerdo.
Chamán asintió, aunque sintió una punzada en el estómago.
El profesor los condujo a la sala más cercana, donde se detuvo delante de un paciente que, según indicaba la cartulina que colgaba a los pies de la cama, se llamaba Arthur Herrenshaw.
—Puede examinar a este paciente, señor Cole.
Chamán miró los ojos de Arthur Herrenshaw y enseguida se dio cuenta de que el hombre estaba grave.
Retiró la sábana y la manta y levantó la bata. El cuerpo del paciente parecía excesivamente gordo, pero cuando Chamán lo tocó fue como tocar un pastel inflado. Desde el cuello, donde las venas estaban dilatadas y palpitantes, hasta sus tobillos deformados, los tejidos hinchados estaban cargados de fluido. Su respiración era jadeante.
—¿Cómo se encuentra hoy, señor Herrenshaw?
Tuvo que repetir la pregunta, en voz más alta, y por fin el paciente respondió sacudiendo ligeramente la cabeza.
—¿Cuántos años tiene, señor?
—Yo… cincuen… ta y dos…
—Hablaba entre jadeos, como quien ha estado corriendo un largo trecho.
—¿Siente dolor, señor Herrenshaw? ¿Siente dolor?
—Oh… -respondió el hombre tocándose el esternón.
Chamán notó que hacia un esfuerzo por incorporarse.
—¿Quiere sentarse?
Le ayudó a hacerlo y a apoyar la espalda sobre las almohadas. El señor Herrenshaw sudaba abundantemente, pero al mismo tiempo temblaba. El único calor que había en la sala era el que proporcionaba el tubo negro y grueso que salía de una estufa de leña y que dividía el cielo raso en dos. Chamán levantó la manta hasta tapar los hombros del señor Herrenshaw. Cogió el reloj. Al comprobar el pulso del paciente, fue como si de repente el segundero se moviera más despacio. El pulso era débil e increíblemente rápido, como las pisadas desesperadas de un animalito que huye de un depredador. A Chamán le resultó difícil contar a tal velocidad. El animal aminoró la marcha, se detuvo, dio un par de saltos. Y siguió corriendo.
Chamán sabia que ése era el momento en que el doctor Meigs habría usado el estetoscopio. Pudo imaginar los interesantes y trágicos sonidos que habría oído, los ruidos de un hombre que se está ahogando en sus propios fluidos.
Cogió las manos del señor Herrenshaw entre las suyas y quedó petrificado y entristecido al recibir el mensaje. Sin darse cuenta de que lo hacia, tocó el hombro caído del paciente y se marchó.
Regresaron al aula para que Chamán diera su informe.
—No sé qué es lo que hace que los fluidos se acumulen en sus tejidos.
No tengo la experiencia necesaria para entender ese fenómeno. Pero el pulso del paciente es débil. E irregular. Le falla el corazón, y cuando se le acelera el ritmo cardiaco llega a tener ciento treinta y dos pulsaciones por minuto. -Miró a Meigs-. En los últimos años ayudé a mi padre a hacer la autopsia de dos hombres y una mujer a los que les había fallado el corazón. En cada caso, una pequeña parte de la pared del corazón estaba muerta. El tejido parecía quemado, como si hubiera sido tocado por una brasa.
—¿Qué haría por él?
—Lo abrigaría. Le daría somníferos. Morirá en unas pocas horas, así que deberíamos aliviar su dolor.
Al instante se dio cuenta de que había hablado demasiado, pero no podía retirar las palabras.
Meigs dio un salto.
—¿Cómo sabe que morirá?
—Lo sentí -dijo Chamán en voz baja.
—¿Qué? Hable en voz alta, señor Cole, para que la clase pueda oírlo.
—Lo sentí, señor.
—No tiene experiencia suficiente para saber algo sobre los fluidos pero es capaz de sentir una muerte inminente -dijo el profesor en tono cortante. Miró hacia los alumnos-. La lección que podemos sacar de aquí es clara, caballeros. Mientras un paciente esté vivo, jamás…, jamás diremos que morirá. Nosotros luchamos por renovar la vida del paciente hasta que haya muerto. ¿Lo comprende, señor Cole?
—Si, señor -respondió Chamán, desesperado.
—Entonces, puede sentarse.
Llevó a Jim Halleck a cenar a una taberna que había junto al río, un sitio con el suelo cubierto de serrín; comieron carne de vaca cocida con col, y cada uno bebió tres jarras de cerveza negra. No fue una comida de celebración. Ninguno de los dos se sentía bien con respecto a lo ocurrido. Además de estar de acuerdo en que Meigs era una verdadera desgracia, tenían poco que decirse. Cuando terminaron de comer, Chamán le dio las gracias a Halleck y le pagó por su colaboración. Halleck pudo regresar a su casa, junto a su esposa y sus cuatro hijos, varios dólares menos pobre que cuando se había marchado.
Chamán se quedó en la taberna y bebió más cerveza. No se preocupó por el efecto que el alcohol podía tener sobre el Don. Imaginó que no estaría mucho más tiempo en una situación en la que el Don pudiera ser importante para su vida.
Regresó a su dormitorio caminando lentamente, sin pensar en nada más que en la necesidad de colocar un pie delante del otro para avanzar, y en cuanto llegó se metió en la cama completamente vestido.
Por la mañana se dio cuenta de que había otra buena razón para evitar las bebidas fuertes, porque le dolía la cabeza y los huesos de la cara, un justo castigo. Dedicó un buen rato a lavarse y cambiarse la ropa. Cuando se dirigía lentamente a tomar un desayuno tardío, un alumno de primer año llamado Rogers entró corriendo en el comedor del hospital.