Chamán (2 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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Chamán comió más de lo que habló, avergonzado y sorprendido por su apetito a pesar de la aflicción. La mujer habló más de lo que comió. Se llamaba Martha McDonald. Su esposo, Lyman, era agente de ventas en Rock Island de la firma American Farm Implements Co. La mujer expresó sus condolencias por la pérdida sufrida por Chamán. Cuando ella le sirvió la comida, las rodillas de ambos se rozaron, y la sensación fue agradable. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que muchas mujeres reaccionaban ante su sordera con rechazo o con excitación. Tal vez las del último grupo se sentían estimuladas por el prolongado con tacto visual; él no apartaba los ojos de ellas mientras hablaban, para poder leer el movimiento de sus labios.

Chamán no se hacía ilusiones con respecto a su apariencia. No era apuesto pero sí alto y nada torpe, rezumaba la energía de la joven masculinidad y una excelente salud, y sus facciones regulares y los penetrantes ojos azules que había heredado de su padre al menos lo hacían atractivo. En todo caso, nada de esto importaba con respecto a la señora McDonald. Tenía por norma —tan inquebrantable como la necesidad de lavarse bien las manos antes y después de una consulta— no enredarse jamás con una mujer casada. En cuanto logró hacerlo sin añadir agravio al rechazo, le dio las gracias por la fantástica comida y regresó al otro extremo del pasillo.

Pasó la mayor parte de la tarde concentrado en su libro. Louisa Alcott escribía sobre operaciones realizadas sin agentes que evitaran el dolor de la incisión, de hombres que morían a Causa de heridas infectadas en hospitales rebosantes de mugre y putrefacción. La muerte y el sufrimiento nunca dejaban de entristecerlo, pero el dolor inútil y la muerte innecesaria lo enloquecían.

A última hora de la tarde, el señor Fletcher se acercó y anunció que el tren avanzaba a setenta kilómetros por hora, más rápido que un caballo de carreras… ¡y sin cansarse! Un telegrama le había comunicado la muerte de su padre la mañana después de que ocurriera. Chamán pensó sorprendido que el mundo se precipitaba hacia una era de transporte veloz y comunicación más veloz aún, de nuevos hospitales y métodos de tratamiento, de cirugía sin dolor. Cansado de pensamientos serios, se dedicó a desnudar secretamente a Martha McDonald con la mirada y pasó una agradable y cobarde media hora imaginando un reconocimiento médico que se convertía en seducción, la más segura e inofensiva violación de su juramento hipocrático.

El entretenimiento no duró mucho. ¡Papá! Cuando más cerca estaba de su casa, más difícil le resultaba enfrentarse a la realidad. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Un médico de veintiún años no debía llorar en público. Papá… La noche cayó varias horas antes de hacer el transbordo en Kankakee. Finalmente, apenas once horas después de haber salido de Cincinnati, el señor Fletcher anunció la llegada a la estación:

—¡Ro-o-ock I-I-Isla-and!

La estación era un oasis de luz. En cuanto bajó del tren, Chamán vio a Alden, que lo esperaba bajo una de las lámparas de gas. El jornalero le palmeó el brazo y le ofreció una triste sonrisa y un saludo conocido.

—Otra vez en casa, otra vez en casa, triquitraque.

—Hola, Alden. —Se quedaron un momento bajo la luz para conversar. —¿Cómo se encuentra ella? —preguntó Chaman.

—Bueno, ya sabes. Mierda. Aún no se ha dado cuenta. No ha tenido demasiado tiempo para estar sola, con la gente de la iglesia y el reverendo Blackmer, que se han pasado todo el día en la casa con ella.

Chamán asintió. La inquebrantable piedad de su madre era un tormento para todos ellos, pero si la Primera Iglesia Baptista podía ayudarlos a superar esto, él estaba agradecido.

Alden había supuesto acertadamente que Chamán sólo llevaría una maleta, permitiéndole así utilizar el cabriolé, que tenía buenas ballestas, en lugar del carretón, que no tenía ninguna. El caballo, Boss, era un tordo castrado que a su padre le había gustado mucho; Chamán le acarició el hocico antes de subir a su asiento. Cuando emprendieron el camino, la conversación se volvió imposible porque en la oscuridad no podía ver el rostro de Alden. Alden olía como siempre, a heno, tabaco, lana cruda y whisky. Cruzaron el río Rocky sobre el puente de madera y luego siguieron al trote el camino del noroeste. Chamán no lograba ver el terreno de los lados, pero conocía cada árbol y cada piedra. Algunos tramos eran intransitables porque la nieve casi había desaparecido, y al derretirse se llenaba todo de barro. Después de una hora de viaje, Alden se detuvo en el lugar de siempre para que el caballo descansara, y él y Chamán bajaron y mearon en los pastos húmedos de Hans Buckman y luego caminaron unos minutos para desentumecerse. Pronto estaban cruzando el estrecho puente sobre el río, y el momento más espantoso para Chamán fue cuando aparecieron ante sus ojos la casa y el establo. Hasta ahora no le había resultado extraño que Alden lo recogiera en Rock Island y lo llevara a casa, pero cuando llegaran, papá no estaría allí. Nunca más.

Chamán no fue directamente a la casa. Ayudó a Alden a desenganchar el caballo y lo siguió hasta el granero, donde encendió la lámpara de aceite para poder hablar con él. Alden metió la mano entre el heno y sacó una botella que aún tenía una tercera parte del contenido, pero Chamán sacudió la cabeza.

—¿Te has vuelto abstemio en Ohio?

—No. —Resultaba complicado. El bebía poco, como todos los Cole pero lo más importante era que mucho tiempo atrás su padre le había explicado que el alcohol mermaba el Don. —Simplemente, no bebo demasiado.

—Sí, eres como él. Pero esta noche deberías hacerlo.

—No quiero que ella lo huela. Ya hemos tenido suficientes problemas sin necesidad de discutir sobre esto. Pero déjala aquí, ¿quieres?

Cuando ella se vaya a la cama, vendré y la cogeré mientras voy al retrete.

Alden asintió.

—Ten paciencia con ella —sugirió en tono vacilante. —Sé que puede ser dura, pero…

Se quedó helado de asombro cuando Chamán se acercó y lo rodeó con sus brazos. Ese gesto no formaba parte de la relación entre ambos; los hombres no abrazaban a los hombres. El jornalero palmeó el hombro de Chamán tímidamente. Un momento después, el joven se compadeció de él y apagó la lámpara; luego cruzó el patio oscuro en dirección a la cocina donde, ahora que todos se habían marchado, su madre lo esperaba.

2

La herencia

A la mañana siguiente, aunque el nivel del líquido pardo de la botella de Alden sólo había descendido unos cinco centímetros, a Chamán le latía la cabeza. Había dormido mal; el viejo colchón de cáñamo llevaba años sin que nadie lo estirara y volviera a anudar. Al afeitarse se hizo un corte en la barbilla. A media mañana, nada de todo esto le pareció importante. Su padre había sido enterrado enseguida porque había muerto de fiebre tifoidea, pero el servicio había quedado postergado hasta el regreso de Chamán. El pequeño edificio de la Primera Iglesia Baptista estaba atestado de tres generaciones de pacientes que habían sido atendidos por su padre, personas a las que había tratado de enfermedades, heridas de bala, puñaladas, erupciones en la ingle, huesos rotos y quién sabe cuántas cosas más. El reverendo Lucian Blackmer pronunció el panegírico en tono lo suficientemente cálido para evitar la animosidad de los presentes, pero no tan cálido como para que alguien pudiera tener la impresión de que estaba bien morir como el doctor Robert Judson Cole, sin haber tenido la sensatez de unirse a la verdadera iglesia. La madre de Chamán le había expresado varias veces su gratitud porque, por respeto a ella, el señor Blackmer había permitido que su esposo fuera enterrado en el cementerio de la iglesia.

La casa de los Cole estuvo toda la tarde llena de gente, y casi todos llevaban platos de asado, relleno de carne, budines y tartas, tanta comida que la ocasión adoptó casi un cariz festivo. Incluso Chamán se sorprendió mordisqueando lonchas frías de corazón asado, su carne preferida. Había sido Makwa-ikwa quien le enseñara a saborearlo; él lo había considerado una exquisitez india, como el perro hervido o la ardilla guisada con las tripas, y se había alegrado al descubrir que muchos de sus vecinos blancos también guisaban el corazón después de matar una vaca o sacrificar un venado. Se estaba sirviendo otra loncha cuando levantó la vista y vio a Lillian Geiger, que cruzaba la estancia con paso resuelto en dirección a su madre. Era mayor y estaba más ajada, pero seguía siendo atractiva; era de su madre de quien Rachel había heredado su belleza. Lillian llevaba puesto su mejor vestido de raso negro, un sobretodo de lino también negro y un chal blanco doblado; la pequeña estrella de David de plata, colgada de una cadena, se balanceaba sobre su hermoso pecho. Notó que ella elegía cuidadosamente a quién saludaba; algunas personas podían hacer de mala gana un saludo cortés a un judío, pero jamás a un norteño simpatizante de los confederados. Lillian era prima de Judah Benjamín, el secretario de estado confederado, y su esposo Jay había abandonado su Carolina del Sur natal al principio de la guerra y se había unido al ejército de la Confederación con dos de sus tres hermanos.

Mientras Lillian avanzaba hacia Chamán, su sonrisa se tensó.

—Tía Lillian —dijo él.

Ella no era su tía, pero los Geiger y los Cole habían sido como de la familia cuando él era pequeño, y siempre la había llamado así.

La mirada de ella se suavizó.

—Hola, Rob J. —dijo con su tono tierno de siempre.

Nadie más lo llamaba de este modo porque así llamaban a su padre, pero Lillian rara vez se dirigía a él como Chamán. Lo besó en la mejilla y no se molestó en decirle que lamentaba lo sucedido.

Dijo que por las noticias que tenía de Jason, que eran poco frecuentes porque sus cartas tenían que cruzar las líneas de batalla, su esposo se encontraba bien y al parecer no corría peligro. Era boticario, y al unirse al ejército había trabajado como administrador de un pequeño hospital militar de Georgia; ahora ocupaba el puesto de comandante de un hospital más grande a orillas del río James, en Virginia. En su última carta, dijo Lillian, comunicaba la noticia de que su hermano, Joseph Reuben Geiger farmacéutico como todos los hombres de la familia, aunque él se había convertido en soldado de caballería—, había resultado muerto mientras luchaba a las órdenes de Stuart.

Chamán asintió gravemente, y tampoco él expresó el pesar que la gente daba por sentado.

—¿Cómo estaban sus hijos?

—Muy bien. Los varones han crecido tanto que Jay no los conocerá.

Comen como fieras.

—¿Y Rachel?

—Perdió a su esposo, Joe Regensburg, en junio del año pasado. Murió de fiebre tifoidea, igual que tu padre.

—Oh —dijo en tono triste. —Oí decir que la fiebre tifoidea fue muy común en Chicago el verano pasado. ¿Ella se encuentra bien?

—Oh, sí. Rachel está muy bien, lo mismo que sus hijos. Tiene un niño y una niña. —Lillian vaciló. —Sale con otro hombre, un primo de Joe. Anunciarán su compromiso cuando se haya cumplido un año del luto de Rachel.

Ah. Era sorprendente que todavía pudiera importarle tanto, retorcerse en su interior tan profundamente.

—¿Y cómo te sientes siendo abuela?

—Me encanta —respondió, y separándose de él se puso a conversar con la señora Pratt, cuyas tierras lindaban con la casa de los Geiger.

Al atardecer, Chamán sirvió comida en un plato y lo llevó hasta la pequeña cabaña de Alden Kimball, que estaba mal ventilada y siempre olía a humo de leña. El jornalero estaba sentado en la litera, vestido con ropa interior, bebiendo de una garrafa. Tenía los pies limpios por que se había bañado en honor del servicio fúnebre. El resto de su ropa de lana, más gris que blanca, estaba secándose en medio de la cabaña, colgada de una cuerda atada a un clavo de una viga y a un palo colocado en la saliente.

Chamán sacudió la cabeza cuando Alden le ofreció la garrafa. Se sentó en la única silla de madera y observó a Alden mientras comía.

—Si de mí dependiera, habría enterrado a papá en nuestras tierras, mirando al río.

Alden sacudió la cabeza.

—Ella no lo toleraría. Eso está demasiado cerca de la tumba de la mujer India. Antes de que fuera… asesinada —dijo con cautela, —la gente hablaba mucho de ellos dos. Tu madre estaba terriblemente celosa.

Chamán estaba impaciente por hacer preguntas sobre Makwa, su madre y su padre, pero no le pareció correcto chismorrear con Alden sobre sus padres. En lugar de eso, se despidió y se marchó. Empezaba a oscurecer cuando bajó hasta el río, a las ruinas del hedonoso—te de Makwa-ikwa. Un extremo de la casa comunal estaba intacto, pero el otro empezaba a derrumbarse, los troncos y las ramas se pudrían y eran un hogar seguro para serpientes y roedores.

—He vuelto—dijo.

Podía sentir la presencia de Makwa. Hacía mucho tiempo que ella había muerto; el pesar que ahora sentía por ella quedaba eclipsado ante la pena por su padre. Buscaba consuelo, pero lo único que sintió fue la terrible ira de ella, tan patente que se le erizó el pelo de la nuca. No muy lejos de allí estaba la tumba de ella, sin ninguna señal pero muy bien cuidada, el césped cortado y los bordes adornados con azucenas silvestres de color amarillo que habían sido cortadas de un parterre que se encontraba a orillas del río. Los brotes verdes ya empezaban a asomar en la tierra húmeda. Posiblemente había sido su padre quien se ocupaba de arreglar la tumba; se arrodilló y cogió un par de semillas que había entre las flores.

Casi había oscurecido. Imaginó que podía sentir que Makwa intentaba decirle algo. Ya le había ocurrido con anterioridad, y siempre creía en cierto modo que por eso sentía la ira de Makwa, porque ella no podía decirle quién la había asesinado. Quería preguntarle qué debía hacer ahora que su padre no estaba. El viento levantó ondas en el agua. Vio las primeras estrellas que brillaban con luz pálida y se estremeció. Mientras regresaba a la casa pensó que aún quedaba mucho frío invernal por delante.

Al día siguiente tenía que quedarse en la casa por si llegaba algún visitante rezagado, pero descubrió que no podía hacerlo. Se puso sus ropas de trabajo y pasó la mañana desinfectando a las ovejas con Alden. Había algunos corderos nuevos y castró a los machos, y Alden le pidió las criadillas para freírlas con huevos a la hora de la comida. Por la tarde, bañado y vestido otra vez con su traje negro, Chamán se sentó en la sala de estar con su madre.

—Será mejor que miremos las cosas de tu padre y decidamos quién se queda con qué —comentó ella.

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