C
ayo julio César había nacido en Roma el 13 de julio (el quinto mes del calendario romano —
Quinctilis
—, posteriormente renombrado con su apellido) del año 100 a.C. Los tres nombres que desde su nacimiento portaba, como ciudadano romano varón, comprendían su
praenomen
o nombre personal (
Gaius
), el
nomen
o distintivo de su clan (
Iulius
) y el
cognomen
, que distinguía a las familias de la misma
gens
, y que en el caso de César, al parecer, procedía de un antepasado que en la Segunda Guerra Púnica había abatido a un elefante cartaginés (
caesa
, en púnico). Los julios eran un linaje de rancia ascendencia patricia, más anclada en unos supuestos orígenes que hundían sus raíces en la propia mitología que en auténticos méritos prácticos. Su abuelo paterno había desposado a una Marcia, cuya familia se ufanaba de descender de Anco Marcio, el cuarto rey romano. De los tres hijos del matrimonio, uno de ellos, Julia, casó con el jefe popular, Mario. Otro, el padre de César, cuando murió en el año 85, sólo había alcanzado en la carrera de las magistraturas el grado de pretor. La madre de César, Aurelia, de la familia de los
Aurelii Cottae
, pertenecía a una acreditada
gens
de la
nobilitas
plebeya, que había proporcionado a la república cuatro cónsules, y hubo de encargarse en solitario de la educación de sus tres hijos, Cayo y sus dos hermanas, Julia la Mayor y Julia la Menor
[2]
, la futura abuela del emperador Augusto. La tradición subraya sus nobles cualidades y la atención dedicada al joven César, con quien siempre se sintió unida por unos lazos muy especiales, que sólo la muerte truncó en el año 54 a.C.
La trayectoria política de Mario, su más brillante pariente, condujo al joven César desde un principio a las filas de los opositores a la oligarquía senatorial, los
populares
, que incluían en sus programas, por convencimiento o conveniencia, propuestas en favor de la plebe. También es cierto que César había crecido en el laberinto de callejuelas que entramaban el populoso barrio de la Suburra, entre las colinas del Viminal y el Esquilino, y allí, en estrecha relación con la variopinta realidad de sus gentes humildes, había aprendido a conocer y a valorar los anhelos, las necesidades, las penas y las alegrías de la plebe romana, que la aristocracia, a la que él pertenecía, sólo podía entrever de lejos, desde las lujosas mansiones que se levantaban sobre la colina del Palatino. Esta trayectoria
popular
todavía se iba a ver fortalecida por su matrimonio, en el año 84, con Cornelia, la hija del colega de Mario, Cinna, que investía por entonces su cuarto consulado.
Era evidente que el matrimonio obedecía a componendas políticas. Había quedado vacante un prestigioso cargo sacral, el de
flamen
Dialis
, sacerdote de Júpiter, que, con la escrupulosa observancia de tabúes ancestrales, sólo podían investir miembros de linaje patricio. César estaba prometido a Cosutia, una joven heredera de ascendencia plebeya, y fue necesario deshacer el matrimonio para casarlo con una esposa, como él, de origen patricio. Pero el prometedor futuro del joven sacerdote iba a quedar muy pronto seriamente comprometido. Su suegro, Cinna, murió apenas unos meses después —Mario había desaparecido en el año 86, cuando investía su séptimo consulado—, y el estéril régimen implantado a golpe de espada en el 87 por los dos
populares
tenía sus días contados cuando Sila, después de vencer a Mitrídates, desembarcó en Brindisi en el año 83 a.C., al frente de un ejército de veteranos, enriquecido y fiel a su comandante. E Italia no pudo ahorrarse los horrores de dos años de encarnizada guerra civil, que finalmente dieron al general el dominio de Roma.
Dueño absoluto del poder por derecho de guerra, Sila consideró necesario remodelar el Estado apoyándose en dos pilares fundamentales: la concentración de poder y la voluntad de restauración del viejo orden tradicional. Autoproclamado «Dictador para la Restauración de la República», Sila procedió primero a una eliminación sistemática de sus adversarios, con las tristemente célebres
proscriptiones
, o listas de enemigos públicos, reos de la pena capital, cuyas fortunas pasaron a los partidarios de dictador.
Si bien el joven César no había participado en la guerra civil, no por ello dejaron de alcanzarle sus consecuencias. La abrogación de todas las medidas tomadas durante la etapa del régimen cinnano le obligaron a renunciar a su alto cargo sacerdotal, pero Sila además le conminó a repudiar a su esposa, la hija del odiado Cinna. La negativa de César a cumplir los deseos del dictador le obligó, para salvar la vida, a huir lejos de Roma, a territorio sabino. Allí le alcanzaron los esbirros de Sila, de los que sólo pudo librarse comprando su libertad por una fuerte suma de dinero, mientras, enfermo de malaria, esperaba con angustia los buenos oficios de sus valedores ante el dictador. La súplica, entre otros, de las Vestales, el prestigioso colegio de sacerdotisas vírgenes consagradas al servicio de la diosa del hogar, y de un primo de su madre, Aurelio Cotta, ablandaron finalmente el corazón de Sila, que, bromeando, mientras accedía a perdonarle les advertía:
«Alegraos, pero sabed que llegará un día en que ese que os es tan querido destruirá el régimen que todos juntos hemos protegido, porque en César hay muchos Marios.»
Liberado de las cortapisas que le imponía su ahora perdido cargo sacerdotal —prohibición de montar a caballo, contemplar un ejército en marcha o pasar más de dos noches fuera de Roma— y considerando que la Ciudad era, de todos modos, poco segura, César tomó la determinación de alistarse como oficial en el ejército con el que el gobernador de Asia, Marco Minucio Termo, debía apagar los últimos rescoldos de la guerra contra Mitrídates. Una misión diplomática encomendada a César por su comandante iba a traer graves consecuencias para la reputación que con tanto ahínco procuró mantener limpia durante toda su existencia. El rey Nicomedes IV de Bitinia, un estado cliente de Roma, situado, como el Ponto, en la costa meridional del mar Negro, había prometido la entrega de una flota de navíos de guerra para las operaciones militares que Termo se aprestaba a iniciar, y César debía reclamárselos. La misión diplomática fue un éxito, pero las deferencias que recibió del rey, su prolongada estancia en la corte y una segunda visita a Bitinia por un motivo poco consistente servirían de pretexto a sus enemigos para esparcir en Roma el rumor de su tendencia homosexual,e injuriarle, tachándolo de «reina de Bitinia», de «prostituta bitiniana» o de «esposo de todas las mujeres y mujer de todos los maridos». El rumor debía perseguirle toda su vida, como morbosamente y con delectación recuerda Suetonio:
Su íntimo trato con Nicomedes constituye una mancha en su reputación, que le cubre de eterno oprobio y por la que tuvo que sufrir los ataques de muchos satíricos. Omito los conocidísimos versos de Calvo Lucinio:
«Todo cuanto Bitinia y el amante de César poseyeron jamás.»
Paso en silencio las acusaciones de Dolabela y Curión, padre; en ellas, Dolabela le llama «rival de la reina y plancha interior del lecho real», y Curión «establo de Nicomedes y prostituta bitiniana».Tampoco me detendré en los edictos de Bíbulo contra su colega
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, en los que le censura, a la vez, su antigua afición por un rey y por un reino ahora. Marco Bruto refiere que por esta época, un tal Octavio, especie de loco que decía cuanto le venía en boca, dio a Pompeyo, delante de numerosa concurrencia, el título de rey, y a César el de reina. Cayo Memmio le acusa de haber servido a la mesa de Nicomedes, con los eunucos de este monarca, y de haberle presentado la copa y el vino delante de numerosos invitados, entre los cuales se encontraban muchos comerciantes romanos, cuyos nombres menciona. No satisfecho Cicerón con haber escrito en algunas de sus cartas que César fue llevado a la cámara real por soldados, que se acostó en ellas cubierto de púrpura en un lecho de oro, y que en Bitinia aquel descendiente de Venus prostituyó la flor de su edad, le dijo un día en pleno Senado, mientras estaba César defendiendo la causa de Nisa, hija de Nicomedes, y cuando recordaba los favores que debía a este rey: «Omite, te lo suplico, todo eso, porque demasiado sabido es lo que de él recibiste y lo que le has dado».
No parece que haya de darse mucho crédito a la homosexualidad de César, de la que no existe ningún otro indicio posterior que pruebe esta tendencia, si se exceptúan los obscenos versos de Catulo sobre una supuesta relación de César con su ayudante de campo, Mamurra a quien, por cierto, el poeta adjudica en otros versos el apodo de «cipote» (
mentula
), durante la campaña de las Galias:
«Perfecto es el acuerdo entre estos infames maricas,
el indecente Mamurra y César.
No es extraño; de parecidas manchas [deudas]
se han cubierto los dos, uno en Roma y el otro en Formias;
las llevan grabadas y no se les borrarán;
ambos sufren el mismo mal, gemelos compañeros
de la misma camita, ambos instruiditos,
no más voraz de adulterio el uno que el otro,
asociados para rivalizar con las mozas.
Perfecto es el acuerdo entre estos infame maricas.»
De todos modos, el rumor infamante quedó acallado con su heroico comportamiento en la campaña del año 80, durante el asedio a la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos, que le valió la recompensa de la
corona cívica
, una valiosa condecoración consistente en una corona de hojas de roble, con que se distinguía a quien en batalla hubiese salvado la vida de otro ciudadano, matado al enemigo y mantenido el puesto del socorrido. Y todavía dos años después, en 78, el joven César reverdecía sus laureles en la campaña de Publio ServilioVatia contra los piratas de Cilicia, en el sureste de Asia Menor.
Mientras, en Roma, el dictador Sila, desembarazado de sus enemigos, aplicaba una drástica reforma del Estado, dirigida sobre todo a garantizar la autoridad del Senado contra las presiones
populares
y contra eventuales golpes de Estado de generales ambiciosos, con una serie de medidas legales: remodelación del Senado, debilitamiento del tribunado de la plebe, desmilitarización de Italia, fijación estricta del orden y coordinación de las magistraturas, restricciones al ámbito de jurisdicción de los gobernadores provinciales… Esta gigantesca obra fue cumplida en un tiempo récord de dos años. Sorprendentemente, a su término, en el año 79, Sila abdicó de todos sus poderes y se retiró a Puteoli, en el golfo de Nápoles, donde le sorprendería la muerte a comienzos del año 78.
La muerte del dictador dejaba libre el camino a César para regresar a Roma, donde como otros muchos jóvenes de la aristocracia, deseosos de abrirse camino en la vida pública, eligió la actividad judicial en el foro, que prometía popularidad y ventajosas relaciones, desde una posición inequívocamente contraria al régimen impuesto por Sila, pero a la vez también prudente. No bien llegado a Roma, había sabido rechazar a tiempo el canto de sirena de un antiguo silano, el cónsul del año 78, Marco Emilio Lépido, que al término de su mandato se había negado a entregar sus poderes, convirtiéndose en cabecilla de un confuso movimiento reivindicativo contra el orden establecido por Sila, en el que pretendía la participación de César. El joven abogado rechazó la invitación, y la rebelión era aplastada poco después.