Admítanlo, en ocasiones no basta con hacer las cosas bien, también hay que confiar en que los otros no sean unos irresponsables. Sí, usted lo ha dicho, como en la carretera. No sirve de nada que uno sea prudente y respete todas las señales si el que viene de frente es un inconsciente. Fue eso lo que ocurrió. Una radio anunció, abriendo su informativo, que desde el Gobierno se había dado orden a los geos de actuar en Sevilla para proteger a los presos etarras y acabar con la situación que, como un reguero de pólvora, amenazaba con extenderse a otras cárceles. Todo falso. Y allí fuera, los familiares lo oyeron, y se lo fueron pasando de boca en boca, y empezaron los gritos de «van a ir a por ellos», «nos los van a matar», y aquella masa empezó a hacerse incontrolable y, claro, en un primer momento, yo lo comprendí, los antidisturbios no quisieron emplearse con contundencia, que sabían que los internos podían estar viéndolo todo y podía ser peor, pero lo mismo si se hubiese actuado con firmeza nada más se dieron los primeros conatos, todo habría quedado en nada. Lo de Utrilla, por otra parte, ¿saben?, se veía venir, y no es porque yo esté envidioso de él y porque considere que su puesto debía ser mío, sino porque ya hubo otras ocasiones en que su afición al alcohol causó problemas, y el director miraba para otro lado pese a saberlo. Lo dijo gráficamente Germán un día: «No se puede tener un jefe de servicio con dos cubitos de hielo en un polvorín». Pero desde la Dirección no se tomó ninguna decisión, que por algo me puentearon en su día, y no lo digo yo, sino que me lo dice mi abogado, venía recomendado de muy arriba y aunque el puesto me correspondía a mí, por antigüedad y por conocimientos, pues se lo dieron a él. Fue Fermín el que lo vio salir del centro: «¿No decías que no sabías dónde estaba el jefe, Armando?, pues ahí lo tienes, saliendo de la güisquería». Su andar vacilante y chulesco, ¿me entienden?, lo delataba. Había vuelto a darle a la botella. Jorge, otro funcionario, nos lo confirmó alarmado: «Ha dicho que esto lo arregla él con dos cojones, que está hasta los huevos de aguantar a los presos y a sus familias, y que ellos son los culpables en realidad de que hayan matado a los compañeros en el norte. Le apestaba el aliento e iba hecho una fiera». Se lo comuniqué al director para que se lo transmitiera con urgencia a Niebla, pero él prefirió ir a buscarlo en vez de avisar al geo o al capitán de los antidisturbios, y no le dio tiempo de llegar a donde estaba Utrilla, porque antes se desencadenó todo. Lo vimos por la televisión. Yo no creo en Dios, ¿saben?, no desde que le pasó lo que le pasó a Maruja, pero confieso que en ese momento sí le pedí que nos echara una mano.
«Voy para abajo», avisa el negociador. «Vamos allá», le respondo. «Con la barriguita llena, ¿eh, joputa?», suelta con guasa Malamadre por el otro teléfono. Costra está gritando que pongamos en la tele el canal local y Malamadre no quiere porque espera que aparezca ante las cámaras la portavoz del Gobierno vasco. Costra insiste, es pesado este tipo. «Ponlo en el canal local, coño», repite. Ahí están los familiares de los internos, empujan y gritan. Son muchos, demasiados. La cosa se está poniendo fea. Menos mal que Armando ya ha debido de localizar a Elena y la habrá tranquilizado. Le habrán dicho, eso seguro, que he preguntado por ella, pero que me dicen que no la encuentran para no ponerme en un compromiso. Si se pone nerviosa estoy perdido. Un tipo ha tirado dos piedras a los policías que tratan de contener a la multitud. Si actúan, más de uno va a salir con moratones. Ojalá no. Veo las caras de la gente y en ellas está escrita la palabra venganza si les hacen algo a los suyos. Tiritas está desencajado. Su hija y su nieta están ahí, que las vio antes. Pero ¿qué haces tú ahí?, coño, Elena, mi amor, pero ¿qué haces ahí? Me cago en Armando, ¿por qué ha dejado que se meta en ese lío? Vete, vete de ahí, Elena, vete.
—Me cago en tu puta madre, Armando, saca a mi mujer de ahí.
—¿Dónde está?
—Ahí, ahí, coño, ¿no la ves por la televisión?, sácala de ahí, por Dios.
Han roto el cerco, corren. Ahora no veo a Elena. Pero ¿cómo se te ha ocurrido venir aquí, mi vida?, si te dan miedo las aglomeraciones. «Es que me agobia, Juan, tanta gente junta, como un río, me produce ansiedad, parece como si me llevasen donde ellos quisieran, no donde quiero ir yo, venga, vámonos de aquí». Eso dijo aquel día en el concierto de rock, «vámonos, Juan, que me agobio», y ahora te has metido en este berenjenal, mierda de cámara, que no la enfocan ahora, pero ¿dónde estás, coño? Malamadre me mira con gesto sorprendido. Veo a Utrilla. Con la porra y un spray en la otra mano. Parece borracho, sí. La gente empieza a desbordar el cordón policial. Ahí está, ahí está otra vez Elena, vete, mi amor, vete. La están empujando, mira qué cara tiene la pobre. Salte, salte. Se ha ido la imagen. Mierda. «Costra, mira la antena, coño». Elena, por Dios, ¿por qué has venido?
... Vaya follón, joé, to en un momento, el negociaor, la avalancha, el Utrilla piripi, el Pincho diciendo que la Antena 3 sí se veía y que salía la portavoz de los vascos, y, por si no faltaba na, el etarra de los cojones que se pone malo y el Releches venga a gritar Malamadre, que a este tío le ha dao un patatús, vaya follón que se armó en un segundo, Tachuela, ¿te acuerdas?, yo no sabía aónde ir, además el Calzones estaba desencajaíto la criatura, porque su niña estaba allí, era guapa la tía, ¿verdá?, a pesar de tener mu mala cara se veía que era guapa la jai, y le digo al Almansa que me parece que se va a tener que tomar el postre solo porque el Calzones no está en condiciones de hablar, y dice el tío que a ver, que le dé la lista de las cosas que queremos y que así lo van estudiando, y yo, que no, que cara a cara, tío, el que tiene que hablar es el Calzones, encuentra a la mujer de una puñetera vez y que se quede tranquilo, coño, eso es lo que tienes que hacer, y entonces fue cuando salía en la tele la portavoz del coño de su madre y na más empezar a hablar, el Releches, que ven, Malamadre, que un tío de estos se ha puesto mu malo, que vengas, coño, y el mediaor, yo también voy, y yo no sabía pa aónde ir, Tachuela, que el Calzones le daba patás a las teles, y el Releches gritando y el mediaor, que yo voy también, y ¿sabes de qué me acuerdo, Tachuela?, coño con mi cabeza, ¿por qué piensa uno cosas raras en momentos así?, pues del seguro, de cuando te dan número y suena el timbrecito pa que pases, eso, que tenían que haber dao números a las cosas pa ir haciéndolas pasar, una a una, y no de golpe, to de golpe, Tachuela, el mediaor, la avalancha, la portavoz, el trompa del Utrilla, el vasco, el Calzones dando patás a las teles y qué iba a hacer yo, pues na, que lo dijo el Pincho, coño, qué grito has metió, Malamadre, eso, to el mundo callao, cojones, lo oyó to el mundo, tos lo oyeron divinamente, y qué paz, qué silencio, Tachuela...
«Mierda, Malamadre, ¿qué coño está pasando ahí fuera?», le pregunto. Se encoge de hombros. «¿Y todo lo que está pasando aquí dentro?, no te jode, Calzones, vamos a ver lo que le ha ocurrido al tío ese», contesta. Releches nos espera en el quicio de la puerta, urgiéndonos a que entremos. Rubio y Musus están haciendo respiración boca a boca y dándole masajes cardíacos a Hernani. Almansa le pone los dedos en la yugular y hace un gesto contrariado. «Llama al médico, Malamadre, que venga echando leches», le digo. «Mucho tabaco y mucha mierda, Mikel, te lo advertí», susurra el Rubio, y mira a Malamadre con ojos de cobra. El médico tarda un par de minutos en llegar. Le inyecta algo al vasco y ordena a sus compañeros que sigan con la reanimación. «Échale para atrás la cabeza y pínzale la nariz», ordena a Musus. «Un infarto», musita. Malamadre dice: «La hostia», y mira a Almansa. Veo a través de la puerta que el canal local sigue sin transmitir. La gente ha dejado de mirar los televisores y se va concentrando delante de la celda. ¿Qué habrá pasado ahí fuera? ¿Estás bien, mi vida? Este tío se nos va. Tiene la cara lívida y macilenta, y los ojos vueltos. «Ya tiene pulso, pero está muy mal, hay que trasladarlo de urgencia a un hospital», diagnostica el médico. Malamadre no dice ni que sí ni que no. «Me cago en mi puta madre», es lo único que rezonga.
—Si se muere la jodemos, Malamadre.
—Tos nos morimos alguna vez, Calzones.
—Sí, pero no en una cárcel, de rehén y con media España pendiente.
—Nosotros no tenemos culpa de na, causas naturales.
—Sí la tendríamos si dejamos que se muera.
—Vale, que se lo lleven de una puta vez.
—Sí, es lo mejor.
—Y tú, Almansa, dile a los de fuera que les digan a los de la tele que vean como no somos tan malos, que tenemos humanidá, que los fíes no somos perros sino gente legal, y que no queremos que muera nadie, solo vivir.
Almansa asiente. «Todo el mundo lo sabrá, Malamadre, descuida. Juan, le comenté a Malamadre que me podíais dar la lista de peticiones para irlas estudiando, pero me responde que eres tú el que habla. ¿Qué opinas?». No voy a dejar mal a Malamadre. No es razonable contradecirlo. «Tiene razón Malamadre, cara a cara y con tranquilidad, ahora no puede ser». Hace un gesto afirmativo. Creo que ve un rictus de angustia en mi rostro. «Tranquilo, que tu mujer seguro que está bien. Habrán dispersado a la gente y ya está». Se llevan a Hernani, tras desmontar la hoja de una puerta —«Una puerta mejor, hay que trasladarlo en algo duro», ordena el médico—. Los compañeros se desploman en los camastros, destrozados. Yo también lo estoy. No saber qué ha pasado ahí fuera me descompone. El resto de los internos está igual. Se han arremolinado delante de la celda. Malamadre los mira y me susurra: «Están calentitos, Calzones, parecen como hienas, si les doy una voz se tiran al cuello de cualquiera». Malamadre sabe lo que dice. Solo hay que verles las manos. «Tranquilos, ¡eh!, que seguro que fuera no ha pasado nada y nuestra gente está bien, así que no vayamos a hacer ninguna tontería, hala, todos a sus funciones y los que no la tengan, a la tele, a ver si dan en los partes alguna cosa de aquí». Parece un cura sin púlpito. No lo necesita. La gente lo sigue respetando. Más con Tachuela, Pincho y Releches flanqueándolo. Desvío la vista. No quiero que me miren ni mirar. No es bueno que Malamadre esté celoso.
—Costra, ¿se ve ya el canal local? ¿Han dicho algo las otras televisiones o la radio?
—No, Calzones, no sabemos nada. El Tiritas se tira de los pelos.
—Yo también.
—Todos lo hacemos, Calzones, ¿sabes lo que dice la gente?, que si se han cebado con los nuestros: aquí va a haber sangre encebollada.
—Ojalá no, Costra.
—Eso, ojalá.
«Ahí fuera están dando hostias», le telegrafiaron a Germán los de la garita. Se había ido la imagen del canal local y Fermín puso Televisión Española. Hablaba la portavoz del Gobierno vasco: «... A esta situación se ha llegado por la intransigencia del Gobierno de Madrid, que con su política de dispersión, arbitraria y contraria a la sensatez que debe presidir las acciones de quienes ostentan el poder, ha convertido las prisiones en un polvorín, con las consecuencias que ahora se están padeciendo. El Gobierno vasco, que se mostró desde el primer momento contrario a esa política y que siempre abogó por el acercamiento de los internos vascos a los centros penitenciarios de Euzkadi, exige al Gobierno de Madrid una rápida y satisfactoria solución al problema planteado y reitera su voluntad de participar en la mediación de los conflictos, como está realizando ahora mismo en el centro penitenciario de Maturtene. Asimismo, hace un llamamiento a los presos comunes que mantienen como rehenes a ciudadanos vascos en Sevilla 2 para que impere la cordura, y garanticen sus vidas y sus derechos. Igualmente, quiere hacer llegar a los familiares de los funcionarios y del recluso muerto en los motines de Maturtene y Nanclares de Oca su pesar por tan trágicas desapariciones, imputables al clima de extraordinaria tensión que el Gobierno de Madrid ha propiciado con su errónea política».
—Cualquier cosa les sirve para hacer campaña.
—Sí, Germán.
—¿Has visto, Armando?, ya le cargan los muertos de allí al Gobierno.
—Bueno, lo habitual, cada uno cuenta el rollo en función de sus intereses, ¿no?
—Sí, así es.
—Ahora saldrán otros diciendo que no se puede estar soliviantando a la población reclusa común dando prebendas impuestas desde el norte, y los de más allá que lo que hay que hacer es condenarlos a la perpetua, y los de allí que amnistía porque son presos políticos. Este es un tema muy complejo, Germán.
—Sí, lo es.
—Mucho.
Méndez se pasó por el control. «Dadme un cigarrillo. Mierda, llevaba cuarenta días sin fumar, pero no puedo más». Nos comentó que el etarra iba regular, pero que era optimista. «Lo hemos estabilizado y si no le sobreviene un infarto masivo en la ambulancia, se salvará». No habló mucho más. No pudo. Lo llamaron urgentemente de la puerta porque, ya se lo imaginarán, sabiendo lo que pasó, había heridos y se le necesitaba. «Mejor me lo fumo después», dijo cogiendo el cigarrillo y guardándoselo en el bolsillo de la bata. «A. M. C», tenía grabado en el bolsillo. «Médico».
... No me gustó na, pero na, que se llevaran al vasco, pero qué íbamos a hacer, coño, ¿dejarlo que se muriera allí?, yo no he dejao nunca a nadie morir, Tachuela, yo he matao, sí, pero no he dejao morir a nadie, bueno, al director del banco un poquito, pero es que la palmó pronto, ¿te he contao aquella vez que pinché a uno y después me salvó?, estaba en Estepona, en una discoteca, y había dos rubias de esas suecas enseñándome las bragas y mirándome el bulto, Tachuela, que había robao a un guiri con pasta y me había comprao ropa chuli, ajustá, con el paquete señalao, bien envuelto, pa regalar, vamos, y total, que le dije a las jais que una copita, que dos, que tres, y una de ellas se dejaba sobar, y metía mano la tía, y a esto que llega un dos metros, de polla no sé, Tachuela, pero de alto no veas, y me dice que no sé qué, que no sé qué me dijo porque lo dijo en inglés, y yo, vete a la mierda, claro, y el tío que venga ismiguaif o yo qué sé, y la tía ya no metía mano ni me dejaba llegar a su coñito, y, claro, el tío me había joío el plan, total, a la calle, y en la calle pues solo hizo el intento de darme una hostia, que si me da me mata el joputa, pero la navajita entró horizontal, y el tío to encogío que parecía enano, por gilipollas, tío, pero la tía empezó a gritar y la policía a dos pasos y, a ver, dijeron, qué pasa aquí, y yo sin poderme mover, Tachuela, pero ¿a que no sabes lo que pasó?, dos cojones tuvieron el tío y la tía, que no, que este no fue, que fue otro, dijo en inglés, que este me ha ayudao, dijo, vaya el tío, y al hospital, yo detrás con la tía, de peli total, que no era na importante, cinco días allí, y yo follando con la tía los cinco días, que era su mujer, Tachuela, te lo juro, que no veas cómo era la tía, pues igual, yo no podía dejar morir al vasco...