Authors: Patricia Cornwell
—En eso tienes razón. Alguien quería asegurarse de que Danny quedaba bien muerto.
Informé a Marino de que Lucy había conocido al amigo de Danny.
—¿Te refieres al tipo que conducía su coche? —preguntó. Le expliqué lo que sabía—. Quizás el asunto vaya tomando más sentido —comentó entonces—. Los dos coches se separaron por el camino, pero a Danny no le preocupaba porque había dado a su colega la dirección para la entrega y un número de teléfono.
—¿Puede alguien investigar quién es ese Rick, antes de que se esfume? —pregunté—. ¿Habría modo de interceptarlo cuando baje del autobús?
—Llamaré a la policía de Norfolk. De todos modos tengo que hacerlo porque alguien tendrá que acercarse a casa de Danny para comunicar lo sucedido a la familia antes de que se enteren por los noticiarios.
—La familia vive en Chesapeake. —Di la mala noticia a Pete y pensé que yo también debería hablar con los padres.
—Mierda —masculló.
—No comentes nada de esto con el detective Roche. Y no quiero que ese tipo se acerque a la familia de Danny.
—No te preocupes. Será mejor que tú te pongas en contacto con el doctor Mant.
Llamé al número del piso de su madre en Londres, pero no hubo respuesta y dejé un mensaje urgente. Tenía muchas llamadas por hacer y estaba agotada. Me senté en el sofá junto a Lucy.
—¿Qué tal estás?
—Bueno, he repasado el catecismo pero no creo que esté preparada para la confirmación.
—Espero que algún día lo estés.
—Tengo un dolor de cabeza que no se me va.
—Te lo mereces.
—Tienes toda la razón. —Se frotó las sienes.
—¿Por qué haces estas cosas, después de lo que has pasado? —No pude evitar la pregunta.
—No siempre sé el motivo. Quizá porque tengo que ser así de retorcida. Les sucede a muchos agentes. Corremos y hacemos pesas y nos preparamos a fondo... y luego lo echamos todo a rodar el viernes por la noche.
—Bueno, esta vez por lo menos estabas en un lugar seguro para hacerlo.
—¿Tú no pierdes nunca el control? —Buscó mi mirada—. Porque nunca he visto que...
—No he querido que me vieras perderlo —respondí—. Era lo único que sabía hacer tu madre, y necesitabas a alguien con quien sentirte segura.
—Pero no has contestado a mi pregunta —dijo Lucy sin pestañear.
—¿A qué pregunta? ¿Si me he emborrachado alguna vez? —Ella asintió—. No es algo de lo que me sienta orgullosa, y me voy a la cama.
Me puse en pie. Su voz me siguió mientras me dirigía a la puerta.
—¿Más de una vez?
Me detuve y me volví a mirarla.
—Lucy, hay muy pocas cosas que no haya hecho a lo largo de mi prolongada y dura existencia. Y nunca te he juzgado por nada de lo que tú has hecho. Sólo me he preocupado cuando he creído que tu conducta te iba a perjudicar.
Volvía a hablarle con circunloquios.
—¿Y ahora? ¿Estás preocupada por mí?
Sonreí un poco.
—Lo estaré hasta que me muera.
Me fui a mi habitación y cerré la puerta. Dejé la Browning junto a la cama y tomé un Benadryl porque de lo contrario no habría pegado ojo en las pocas horas que tenía para dormir. Cuando desperté, al amanecer, estaba sentada en la cama con la lámpara encendida y el último número del boletín de la Asociación Americana de Juristas aún en las manos. Me levanté y salí al pasillo. Me sorprendió encontrar abierta la puerta de la habitación de Lucy. La cama estaba sin deshacer, no la vi en el sofá del salón y me apresuré a buscar en el comedor de la parte delantera de la casa. Miré por las ventanas hacia la vacía extensión de losas heladas y hierba. Era evidente que el Suburban se había marchado hacía ya bastante rato.
—Lucy —murmuré como si pudiera oírme—. ¡Maldita sea, sobrina!
L
legaba con diez minutos de retraso a la reunión de personal, lo cual resultaba insólito, pero nadie hizo comentario alguno ni le dio la menor importancia. El asesinato de Danny Webster impregnaba la atmósfera, como si la tragedia fuera a derramarse en cualquier momento sobre nosotros en forma de lluvia. Mi equipo estaba lento de reflejos y aturdido; nadie era capaz de pensar con claridad. Después de tantos años, Rose me había traído café y había olvidado que lo tomo solo.
La sala de reuniones, remodelada recientemente, resultaba muy acogedora con la moqueta azul marino, la larga mesa nueva y las maderas en tonos oscuros de las paredes. Sin embargo, los modelos anatómicos situados sobre las mesas y el esqueleto humano bajo el sudario de plástico eran recordatorios de las duras realidades que allí se trataban. No había ventanas, naturalmente, y las obras de arte se limitaban a los retratos de los jefes anteriores, todos ellos varones que nos miraban con aire severo desde las paredes.
Aquella mañana tenía sentados a la derecha de la mesa al administrador jefe, a su asistente y al toxicólogo jefe de la división de Ciencia Forense del piso de arriba. Fielding, a mi izquierda, tomaba un yogur natural con una cuchara de plástico mientras a su lado se sentaba el ayudante jefe y el nuevo interno, que era una mujer.
—Sé que estáis al corriente de la terrible noticia —dije con aire abatido desde la cabecera de la mesa, donde me sentaba siempre—. No es preciso decir lo mucho que nos afecta una muerte así a todos nosotros.
—Doctora —intervino el ayudante jefe—, ¿hay alguna novedad?
—De momento sabemos lo siguiente —respondí, y repetí todo lo que sabía—. Anoche, en la escena del crimen, parecía tener una herida por arma de fuego, al menos en la nuca —dije para concluir.
—¿Qué hay de los casquillos? —preguntó Fielding.
—La policía recuperó uno en la maleza, no lejos de la calle.
—De modo que le dispararon allí, en Sugar Bottom, y no en el coche ni en las proximidades de éste, ¿no es así?
—En efecto —asentí—. No parece que le mataran dentro del coche ni en sus inmediaciones.
—¿Qué coche es? —preguntó la interna, que había accedido a la universidad con una edad bastante avanzada y resultaba demasiado seria.
—El mío. El Mercedes.
La mujer se quedó muy desconcertada hasta que expliqué de nuevo lo sucedido. A continuación hizo un comentario bastante inesperado:
—¿Hay alguna posibilidad de que fuera usted la víctima que buscaban?
—¡Eso no debe ni mencionarlo! —exclamó Fielding con irritación mientras dejaba en la mesa el envase del yogur.
—La realidad no siempre es agradable —replicó la interna, que era tan lista como fastidiosa—. Sólo sugiero que si el coche de la doctora estaba aparcado delante de un restaurante al que había acudido con frecuencia, quizás había alguien esperándola y se encontró con una sorpresa. O tal vez la seguían sin saber que no era ella pues estaba oscuro mientras Danny venía por la carretera.
—Pasemos a los otros casos de esta mañana —intervine tras tomar un sorbo del café con sacarina de Rose, blanqueado con crema elaborada sin productos lácteos.
Fielding colocó las fichas ante sí y, con su habitual tono impaciente del Norte, repasó la lista. Además de Danny había otras tres autopsias. Uno de los casos era un muerto en un incendio, otro era un preso con un historial de enfermedades cardíacas y el tercero una mujer de setenta años con desfibrilador y marcapasos.
—La mujer tenía un historial de depresiones, sobre todo por sus problemas de corazón —decía Fielding—, y esta madrugada, hacia las tres, su marido la oyó levantarse. Según parece, se encerró en un cuarto y se disparó en el pecho.
Las posibles inspecciones eran las de otros desgraciados que habían muerto durante la noche de infartos de miocardio y de accidentes de tráfico. Rechacé a una mujer mayor que era claramente una víctima del cáncer y a un indigente que había sucumbido a su enfermedad coronaría. Finalmente nos levantamos de las sillas y me fui abajo. El equipo fue respetuoso con mi intimidad y no preguntó por lo que estaba pasando. En el ascensor, mientras yo clavaba la mirada en las puertas cerradas, nadie dijo nada. Ya en el vestuario, nos pusimos las batas y nos lavamos las manos en silencio. Me estaba poniendo las fundas del calzado y los guantes cuando Fielding se acercó y me dijo al oído por qué no dejaba que se ocupara él de la autopsia. Sus ojos me miraban con toda gravedad.
—Lo haré yo —respondí—. Pero te lo agradezco.
—Vamos, doctora, no tiene por qué pasar por este trance. Yo estuve fuera la semana que él trabajó aquí. No lo conocí.
—Está bien, Jack.
Entré en la sala de autopsias. No era la primera vez que debía encargarme de alguien que conocía y la mayoría de los policías e incluso otros médicos no siempre lo entendían. Argumentaban que las observaciones eran más objetivas si era otro quien llevaba el caso, pero eso no era cierto si había testigos. Yo no había conocido a Danny íntimamente ni durante mucho tiempo, pero había trabajado conmigo y, en cierto modo, él habría dado la vida por mí. Yo le daría lo mejor que podía ofrecerle.
Estaba en una camilla aparcada junto a la mesa uno, donde solía llevar a cabo mis intervenciones. Al ver a Danny allí aquella mañana, la imagen me golpeó con la fuerza de un mazazo. Estaba frío y en pleno rigor, como si lo que había habido de humano en él hubiese desaparecido durante la noche.
La sangre seca manchaba su rostro y tenía los labios entreabiertos, como si quisiera hablar cuando la vida había escapado ya de él. Sus ojos tenían la mirada apagada y rasgada de los muertos. Vi su aparato ortopédico rojo y recordé a Danny fregando el suelo, hacía apenas unos días. Recordé su vitalidad y su expresión de tristeza al hablar de Ted Eddings y de otros jóvenes desaparecidos inesperadamente.
—Jack... —Hice una seña a Fielding, quien acudió casi corriendo.
—Sí, doctora.
—Voy a tomarte la palabra. —Empecé a marcar tubos de ensayo en una gráfica quirúrgica—. Me interesaría tu colaboración si estás seguro de que quieres intervenir.
—¿Qué quiere que haga?
—Lo haremos entre los dos.
—No hay problema. ¿Quiere que tome notas?
—Lo fotografiaremos como está, pero antes cubriremos la mesa con un lienzo —indiqué.
Danny era el caso ME—3096, lo cual significaba que era el trigésimo caso del nuevo año en el distrito central de Virginia. Tras varias horas de refrigeración no se mostraba muy colaborador y cuando lo pasamos a la mesa, los brazos y las piernas golpearon con estruendo el acero inoxidable como si protestaran por lo que nos disponíamos a hacer. Le quitamos las ropas, sucias y ensangrentadas. Los brazos se resistían a salir de las mangas y los téjanos ajustados se mostraron muy obstinados. Metí las manos en los bolsillos y saqué veintisiete centavos, un Chap Stick y un llavero.
—Qué raro —dije mientras doblaba las ropas y las colocaba encima de la camilla, también cubierta con una sábana desechable—. ¿Qué ha sido de las llaves de mi coche?
—¿Era de esas de control remoto?
—Sí. —El velero sonó como si se desgarrara cuando le quité la protección de la rodilla.
—Y no estaba en la escena del crimen, evidentemente.
—No las encontró nadie. Y como no estaban en el contacto, di por sentado que las tendría Danny. —Procedí a sacarle los gruesos calcetines deportivos.
—Bueno, pues entonces se las quedaría el asesino, o se han perdido.
Pensé en el lío organizado por el helicóptero. Me había enterado de que Marino había aparecido en las noticias, blandiendo el puño y vociferando a la vista de todo el mundo. Y yo también aparecía.
—Bien, tiene tatuajes. —Fielding cogió la tablilla con las hojas de anotaciones. Danny llevaba un par de dados grabados a tinta en los empeines.
—Ojos de serpiente —dijo Fielding—. ¡Uy, eso tuvo que ser muy doloroso!
Descubrí una pequeña cicatriz de una apendicectomía y otra antigua en la rodilla izquierda que quizá fuera consecuencia de un accidente en la niñez. En la rodilla derecha, las marcas de la reciente artroscopia tenían color púrpura y los músculos de la pierna presentaban una mínima atrofia. Recogí muestras de cabellos y de uñas, y a primera vista no observé nada que indicara una pelea. No vi ningún motivo para pensar que Danny plantara resistencia al desconocido que había encontrado a la puerta del Hill Café cuando arrojó a la cuneta la bolsa con las sobras.
—Démosle la vuelta —indiqué.
Fielding lo agarró por las piernas mientras yo colocaba las manos bajo los hombros. Lo pusimos boca abajo y utilicé una lupa y una luz intensa para examinar la parte posterior de la cabeza. Los cabellos largos, negros y enmarañados, estaban sucios de sangre coagulada y de restos del bosque.
Proseguí la inspección del cuero cabelludo.
—Tendré que afeitar esta zona para estar segura, pero parece que tenemos una herida por arma de fuego a quemarropa detrás de la oreja derecha. ¿Dónde están los carretes?
—Ya deberían estar preparados. —Fielding miró a su alrededor.
—Tenemos que reconstruir esto.
—¡Mierda! —Me ayudó a dejar a la vista una profunda herida estrellada que por su enorme tamaño más parecía un orificio de salida que de entrada.
—No hay duda de que es la entrada —comenté. Con una hoja de escalpelo empecé a afeitar cuidadosamente aquella zona del cuero cabelludo—. Mira, aquí queda una ligera marca de la boca del cañón. Muy difusa. Aquí. —Tracé el círculo con un dedo enguantado y manchado de sangre—. Fue un arma muy destructiva. Un fusil, casi.
—¿Una cuarenta y cinco?
—Un agujero de casi centímetro y medio... —murmuré casi para mis adentros mientras aplicaba una cinta métrica al orificio—. Sí, desde luego encaja con una bala de ese calibre.
Cuando estaba procediendo a extraer las astillas de hueso craneal para observar el cerebro apareció el técnico de rayos X y colgó las radiografías en la placa iluminada de la pared. La bala, una silueta blanca y brillante, estaba alojada en el seno frontal, a siete centímetros de la parte superior del cráneo.
—Dios mío —murmuré al ver aquello.
—¿Qué es eso? —preguntó Fielding, y los dos nos apartamos de la mesa para acercarnos más a las radiografías.
Era una bala deformada y enorme, con una especie de pétalos afilados y doblados hacia atrás como una zarpa.
—La Hydra-Shok no hace eso —apuntó mi ayudante jefe.
—Desde luego que no. Ésta es una munición especial de altas prestaciones.
—¿Una Starfire o una Golden Sabré, tal vez?
—Algo así —respondí. Era la primera vez que veía una munición como aquélla en el depósito—. Pero me inclino más por una Black Talón porque el casquillo recuperado no es de PMC ni de Remington sino de Winchester, que fue el fabricante de Black Talón hasta que la retiraron del mercado.