Authors: Anne Holt
Line había aparecido en casa la noche anterior con tres botellas de vino y dos CD nuevos. Kristiane estaba segura al cuidado de Isak, y su mejor amiga tenía razón cuando le decía que no tenía por qué preocuparse por el día siguiente, ya que no debía estar en el aeropuerto de Gardermoen hasta cerca de las doce. En realidad no tenía mucho sentido que se pasara antes por el trabajo. Despacharon las botellas de Line, así como un cuarto de la botella de coñac y un par de cafés irlandeses. Cuando el tren entró en el andén del nuevo aeropuerto central, la mañana del 22 de mayo, Inger Johanne tuvo que ir corriendo al baño para expeler de su cuerpo los restos de una noche especialmente divertida. El viaje se le hizo pesado.
Afortunadamente se había quedado dormida al sobrevolar Groenlandia.
Por fin le tocó el turno de enseñar el pasaporte. Intentó taparse la boca; la tenía pastosa por el sueño y la resaca, y eso le causaba inseguridad. El controlador empleó más tiempo del necesario. La miró de arriba abajo, vaciló. Por fin estampó el sello en el papel adjunto al pasaporte casi con abatimiento. Al fin, Inger Johanne entró en Estados Unidos.
Antes era distinto. Normalmente llegar a Norteamérica era como quitarse una mochila. Se sentía más liviana, más libre, más joven, más alegre. Ahora temblequeaba contra un viento cortante y no recordaba bien dónde estaba la parada del autobús. En vez de alquilar un coche en Logan, había decidido tomar el autobús hasta Hyannis, donde la esperaba un Ford Taurus. Así no tenía que preocuparse por el tráfico de Boston. Bastaba con que encontrara el jodido autobús. También aquí afuera reinaba el caos, había carriles y señales provisionales por todas partes. El desánimo empezó a apoderarse de ella, y seguía medio mareada. El francés impaciente le había impregnado con el olor de su colonia la ropa.
Dos hombres estaban apoyados contra un coche oscuro. Ambos llevaban una gorra con visera y los característicos chubasqueros negros. No hacía falta que se volvieran para que Inger Johanne supiera que, sobre las amplias espaldas, llevaban las siglas FBI en grandes letras reflectoras.
Inger Johanne Vik también tenía un chubasquero como ése, en la casa de la montaña de sus padres, y sólo lo usaba cuando llovía a cántaros. La F estaba medio borrada, la B casi había desaparecido.
Los hombres del FBI se rieron. Uno de ellos se metió un chicle en la boca antes de enderezarse la gorra y abrirle la puerta a una mujer con tacones altos que cruzó rápidamente la calzada. Inger Johanne los dejó atrás. Si quería tomar el autobús tendría que darse prisa. Seguía sintiéndose mal y un poco indispuesta; esperaba poder dormir un poco durante el viaje. Si no lo conseguía no le quedaría otro remedio que buscar un sitio donde dormir en Hyannis, pues apenas estaba en condiciones de conducir en la oscuridad.
Inger Johanne arrancó a correr, con la maleta dando tumbos sobre las ruedecillas, que eran demasiado pequeñas. Cuando se la pasó al conductor para que la metiera en el maletero del autobús, apenas podía respirar.
Al tomar asiento cayó de pronto en la cuenta de que no le había dedicado ni un pensamiento a Aksel Seier desde que su avión despegó del aeropuerto de Gardermoen. Quizá lo vería mañana. Por alguna razón se había formado una imagen mental muy concreta de él. Era bastante guapo, pero no muy alto. Quizá tuviera barba. Los dioses sabrían si querría recibirla. Viajar precipitadamente a Estados Unidos, sin concertar ninguna cita, sin más información que una dirección en Harwichport y una vieja historia sobre un hombre que fue condenado por un crimen que probablemente no cometió, era un acto tan impulsivo y tan atípico en ella que tuvo que sonreírle a su propia imagen en el cristal de la ventanilla. Estaba en Norteamérica. En cierto modo había vuelto a casa.
Se quedó dormida antes de que hubieran cruzado el túnel de Ted Williams.
La última persona en la que pensó fue en Yngvar Stubø.
Cuando Inger Johanne Vik se despertó el martes por la mañana, estaba bajo los efectos del desfase horario.
La noche anterior había recogido el coche en Barnstable Municipal Airport, un aeródromo que consistía sólo en un par de pistas de aterrizaje muy estrechas y un edificio alargado que era la terminal. La mujer del mostrador de Avis le había dado las llaves con un bostezo tímido. Todavía faltaban dos horas para la medianoche, pero aunque no se tardaba más de media hora en llegar a Harwichport, donde tenía reservada una habitación, prefirió no arriesgarse. En cambio, se alojó en un motel de Hyannisport, a cinco minutos del aeropuerto. Después de darse una ducha salió a la oscuridad de la noche.
A lo largo de los muelles había indicios de verano. Los adolescentes se habían aburrido durante todo un invierno en el que no había ocurrido nada destacable y ahora hablaban a voces y se reían, listos para adueñarse de la ciudad. Niños de hasta diez años huían de sus madres y de la hora de acostarse, haciendo eses con sus patinetes entre los bolardos y los toneles. Sólo faltaban un par de días para el Memorial Day. La población de todo el cabo Cod se multiplicaría por diez en un solo fin de semana y se mantendría así hasta que llegara el primer lunes de septiembre, Día de los Trabajadores en Estados Unidos, y con él el comienzo de una nueva y ociosa temporada de invierno.
Inger Johanne buscó a tientas su reloj, que se le había caído al suelo. Eran poco más de las seis de la mañana. Sólo había dormido cinco horas, pero se sentía despejada. Se levantó y se puso una camiseta demasiado grande que solía usar para dormir. El aparato de aire acondicionado exhaló un suspiro cansino y quedó de pronto en silencio. La temperatura en la habitación debía de ser de veinticinco grados. La luz de la mañana entró a raudales cuando descorrió las cortinas. Miró con los ojos entrecerrados hacia el sudoeste. El ferry de Martha's Vineyard se mecía en el muelle, recién pulido y blanco. El viento procedente de tierra adentro tensaba las amarras que sujetaban el barco al muelle. Más lejos del ferry, a la sombra de unos arbolillos, estaba el gris monumento a Kennedy. Ella lo había visitado la noche anterior, se había sentado en un banco y se había limitado a contemplar el mar y a respirar aquel aire salado y dulce. Tenía el monumento a sus espaldas, un compacto muro de piedra con un relieve en cobre en el centro, bastante anodino. Un presidente fallecido, sin expresión, de perfil, como en una moneda; un rey en una moneda gigante.
—El rey de Norteamérica —murmuró Inger Johanne, mientras conectaba el portátil a la red.
Sólo uno de los mensajes se merecía el gasto de la llamada: un dibujo de Kristiane. Tres figuras verdes en círculo. Kristiane, mamá y papá, los tres tomados de las manos, unas manos enormes, con dedos que se entrelazaban como las raíces de un mangle. En medio del círculo había una criatura con muchos dientes, y al principio Inger Johanne no comprendió lo que era. Luego leyó las líneas de Isak.
—Le ha regalado un perro a la niña —gruñó y se desconectó repentinamente.
Cuando subió al coche poco después de las nueve, estaba disgustada. Hacía poco más de un día que se había marchado, e Isak ya había comprado un perro. Kristiane insistiría en traerse consigo a la bestia durante las semanas que le tocara pasar con Inger Johanne. Inger Johanne no quería un perro.
Isak podría al menos habérselo consultado.
La irritación no había remitido mucho. Iba por la Route 28, que bordea la costa, serpenteando entre pueblos y ofrece breves vistas del estrecho de Nantucket desde los puertos deportivos y la desembocadura de los ríos. El sol la deslumbraba. Paró en una abigarrada tienda para turistas. Quería comprarse unas gafas de sol. Tenía unas graduadas que se había dejado en Noruega. Debía elegir entre ver bastante mal sin gafas graduadas o ver fatal, cegada por la luz. El dependiente quería endosarle un sombrero de vaquero, como si hubiera habido alguna vez un vaquero en muchas millas a la redonda de Yarmouth, Massachusetts. Al final cedió. Tres dólares tirados a la papelera, literalmente. Esperaba que él no la hubiera visto echar el sombrero en un cubo de basura verde. Al hombre le faltaba la pierna derecha, probablemente en 1972 tenía dieciocho años y había sido soldado raso.
La autopista de Mid-Cape habría sido la elección más acertada desde todos los puntos de vista, pues era una autopista de cuatro carriles que recorría la península en diagonal. Cuando, a pesar de todo, enfiló la carretera de la costa, tuvo la sospecha de que lo hacía para aplazar su encuentro con Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy ya no le hacía tanta gracia.
Le pareció que algo andaba mal en la caja de cambios.
¿Qué le iba a decir?
Isak podía haberse equivocado. Se había puesto la mano en el corazón, con los ojos muy abiertos, cuando ella le preguntó si estaba seguro. Tenía que haber muchas personas llamadas Aksel Seier, o por lo menos algunas. Isak podía haberse equivocado. Quizás el Aksel Seier de Harwichport nunca había vivido en Oslo. A lo mejor tampoco había estado nunca en prisión. Y, si había estado, quizá no tenía ningunas ganas de que le recordaran todo aquello. A lo mejor tenía familia, mujer, hijos, nietos, y no quería que se enterasen de que el
pater familias
había pasado una temporada entre rejas. No estaba bien ponerse a hurgar en todo esto, no estaba bien por Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy se daba cuenta de que al irse a Estados Unidos —como también al buscar la verdad—, lo que estaba haciendo era precisamente alejarse de algo. Nada grave, añadió rápidamente para sí; al fin y al cabo, no se trataba de una huida. Norteamérica era el sitio donde casi afloraba su verdadera personalidad, y por eso había ido allí. Lo que no tenía muy claro era de qué necesitaba descansar.
Antes de llegar a Dennisport, a poco más de una milla norteamericana de la dirección que había metido en el monedero detrás de la foto de Kristiane, estaba completamente decidida a dar media vuelta. Había realizado ese viaje en balde. Alvhild Sofienberg lo comprendería. Inger Johanne no podía hacer más. Llevaría adelante su investigación sin Aksel Seier. Su caso no le resultaba imprescindible. Había otros casos de los que ocuparse, casos cuyos protagonistas se encontraban a un viaje en Metro de la oficina, o a un vuelo corto a Tromsø.
La caja de cambios hizo un ruido que no le gustó un pelo.
Ella siguió conduciendo.
Quizá podía conformarse con echarle un vistazo a la casa. No tenía por qué entablar contacto. Ya que había venido desde tan lejos, estaría bien que al menos se llevara una impresión de cómo le había ido a Aksel Seier en la vida. Una casa con jardín y quizás un coche aparcado ante la puerta contarían una historia que valdría la pena escuchar tras un viaje tan largo.
Aksel Seier vivía en el número 1 de Ocean Avenue.
Fue fácil encontrar la casa. Era pequeña; como todas las que la rodeaban tenía paredes de madera de cedro agrisadas por los años, resistentes contra las inclemencias del tiempo y típicas de aquella zona rural. Las contraventanas eran azules. En el tejado, el viento hacía girar con desgana el gallo de la veleta. Un hombre robusto que llevaba una escalera de mano caminaba a lo largo de la pared que daba al este. Todavía no era la hora de comer, pero Inger Johanne advirtió que tenía hambre.
Aksel Seier necesitaba una escalera nueva. Iba a subirse al tejado, y a la vieja escalera le faltaban tres peldaños. Los que le quedaban crujían amenazadoramente. Pero tenía que subir. El gallo de la veleta se había vuelto perezoso. Aksel se despertaba por la noche cuando el viento del sudeste lo hacía chirriar de un modo muy desagradable.
—
Hi, Aksel! Pretty thing you've got there!
[1]
Un hombre más joven, con una camisa de franela a cuadros, se reía, apoyado en la valla. Aksel saludó al vecino con un gesto de la cabeza, sosteniendo el cerdo ante sí. Ladeó la cabeza y se encogió levemente de hombros.
—Es original, supongo. Me gusta —respondió también en inglés.
El cerdo de cobre estaba oxidado. Era un marrano estilizado que estaba sentado a la manera de un perro sobre cuatro flechas que señalaban en todas las direcciones del cielo. Aksel Seier había conseguido el cerdo-veleta a cambio de unas boyas de muchos colores. Se les colaba el agua por todas partes y no servían para nada, pero seguían teniendo cierto valor en el mercado de los
souvenirs.
—Ayúdame con la escalera, ¿quieres?
Matt Delaware, aunque mucho más joven que Aksel Seier, era un hombre un tanto grueso, y su vecino esperaba que no se ofreciera a subir para cambiar el gallo por el cerdo. Finalmente consiguieron colocar la escalera en su sitio.
—Me encantaría ayudarte, ¿sabes?, pero... —Matt le echó una ojeada a la escalera, le dio un golpecito a uno de los peldaños y se bajó la gorra hasta la nuca.
Con un gruñido, Aksel puso el pie con cuidado sobre el primer peldaño. Aguantó. Lentamente prosiguió su ascenso. El gallo estaba tan oxidado que se rompió cuando Aksel intentó desatornillarlo. El soporte que lo sujetaba al tejado, sin embargo, estaba en perfecto estado. El cerdo se dejaba domar fácilmente por el viento, y a Aksel no le llevó más que un momento ajustar las direcciones de las flechas.
—
Awesome
—se reía Matt al mirar el cerdo—.
Just awesome, you know!
[2]
Aksel murmuró un «gracias». Matt colocó la escalera en su sitio. Aksel siguió oyendo su risilla durante un buen rato después de que su vecino desapareciera tras la esquina de la casa de los O'Connor, que permanecía cerrada desde el final de verano anterior.
Alguien había aparcado en Ocean Avenue. Aksel le echó un vistazo sin mucho interés al Ford. Dentro había una mujer solitaria. Estaba prohibido dejar allí los coches. Que usara el aparcamiento de Atlantic Avenue como todo el mundo. La mujer no era de por aquí, resultaba obvio, aunque él no sabía exactamente por qué. La temporada de verano era un infierno. La gente de ciudad pululaba por todas partes, con los bolsillos repletos de dinero. Se pensaban que todo estaba en venta.
—Sólo tenemos que ponernos de acuerdo sobre el precio —había dicho en primavera el señor de la inmobiliaria—.
Name your price, Aksel
[3]
.
Él no quería vender. Un ricachón de Boston había estado dispuesto a pagar un millón de dólares por la casita de la playa. ¡Un millón! La idea hizo que Aksel estornudara. La casa era pequeña y él apenas se podía permitir los arreglos más imprescindibles. Él mismo se encargaba de la mayor parte de ellos, pero los materiales costaban dinero, al igual que la mano de obra de los fontaneros y los electricistas. Ese invierno había tenido que instalar tuberías nuevas, porque las viejas habían reventado. La presión del grifo de la cocina se había reducido a un triste goteo, y la compañía del agua había empezado a quejarse y lo había amenazado con llevarle a juicio si no hacía algo al respecto inmediatamente. Cuando todo estuvo arreglado y las facturas pagadas, quedaban sesenta y cinco dólares en la cuenta corriente de Aksel Seier.