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Authors: Hernán Cortés

Tags: #Histórico

Cartas de la conquista de México (30 page)

BOOK: Cartas de la conquista de México
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Dende a dos días del desbarato, que ya se sabía por toda la comarca, los naturales de una población que se dice Cuarnaguacar, que eran sujetos a la ciudad y se habían dado por nuestros amigos, vinieron al real y dijéronme cómo los de la población de Marinalco, que eran sus vecinos, les hacían mucho daño y les destruían su tierra, y que agora se juntaban con los de la provincia de Cuisco, que es grane, y querían venir sobre ellos a los matar porque se habían dado por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos; y que decían que después dellos destruidos habían de venir sobre nosotros; y aunque lo pasado era de tan poco tiempo acaecido y teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, porque ellos me lo pedían con mucha instancia determiné de se lo dar; y aunque tuve mucha contradicción y decían que me destruía en sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochenta peones y diez de caballo, con Andrés de Tapia, capitán al cual encomendé mucho que ficiese lo que más convenía al servicio de vuestra majestad y nuestra seguridad, pues veía la necesidad en que estábamos, y que en ir y volver no estuviese más de diez días; y él se partió, y llegado a una población pequeña que está entre Marinalco y Coadnoacad halló a los enemigos, que le estaban esperando; y él, con la gente de Coadnoacad y con la que llevaba comenzó su batalla en el campo, y pelearon tan bien los nuestros, que desbarataron los enemigos, y en el alcance los siguieron fasta los meter en Marinalco, que está asentado en un cerro muy alto y donde los de caballo no podían subir; y viendo esto, destruyeron lo que estaba en el llano; y volviéronse a nuestro real con esta victoria, dentro de los diez días; en lo alto desta población de Marinalco hay muchas fuentes de muy buena agua, y es muy fresca cosa.

En tanto que este capitán fue y vino a este socorro, algunos españoles de pie y de caballo, como he dicho, con nuestros amigos entraban a pelear a la ciudad fasta cerca de las casas grandes que están en la plaza; y de allí no podían pasar porque los de la ciudad tenían abierta la calle de agua que está a la boca de la plaza, y estaba muy honda y ancha, y de la otra parte tenían una muy grande y fuerte albarrada, y allí peleaban los unos con los otros fasta que la noche los despartió.

Un señor de la provincia de Tascaltecal que se dice Chichimecatecle, de que atrás he fecho relación, que trufo la tablazón que se hizo en aquella provincia para los bergantines, desde el principio de la guerra residía con toda su gente en el real de Pedro de Albarado; y como vía que por el desbarato pasado los españoles no peleaban como solían, determinó sin ellos de entrar él con su gente a combatir los de la ciudad, dejando cuatrocientos flecheros de los suyos a una puente quitada de agua, bien peligrosa, que ganó a los de la ciudad; lo cual nunca acaecía sin ayuda nuestra. Pasó adelante con los suyos, y con mucha grita, apellidando y nombrando a su provincia y señor, pelearon aquel día muy reciamente, y hobo de una parte y otra muchos heridos y muertos; y los de la ciudad bien tenían creído que los tenían asidos; porque como es gente que al retraer, aunque sea sin victoria, sigue con mucha determinación, pensaron que al pasar del agua, donde suele ser cierto el peligro, se habían de vengar muy bien dellos. E para este efecto y socorro Chichimecatecle había dejado junto al paso del agua los cuatrocientos flecheros; y como ya se venían retrayendo, los de la ciudad cargaron sobre ellos muy de golpe, y los de Tascaltecal echáronse al agua, y con el favor de los flecheros pasaron; y los enemigos, con la resistencia que en ellos fallaron, se quedaron, y aun bien espantados de la osadía que había tenido Chichimecatecle.

Dende a dos días que los españoles vinieron de hacer guerra a los de Marinalco, según que vuestra majestad habrá visto en los capítulos antes déste, llegaron a nuestro real diez indios de los Otumíes, que eran esclavos de los de la ciudad y, como he dicho, habiéndose dado por vasallos de vuestra majestad, y cada día venían en nuestra ayuda a pelear, y dijéronme cómo los señores de la provincia de Matalcingo, que n sus vecinos, les facían guerra y les destruían su tierra y les había quemado un pueblo y llevándoles alguna gente, y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de venir a nuestros reales y dar sobre nosotros, porque los de la ciudad saliesen y nos acabasen; y a lo más desto dimos crédito, porque de pocos días a aquella parte cada vez que entrábamos a pelear nos amenazaban con los de esta provincia de Matalcingo; de la cual, aunque no teníamos mucha noticia, bien sabíamos que era grande y que estaba veinte y dos leguas de nuestros reales; y en la queja que estos Otumíes nos daban de aquellos sus vecinos daban a entender que les diésemos socorro, y aunque lo pedían en muy recio tiempo, confiando en el ayuda de Dios, y por quebrar algo las alas a los de la ciudad, que cada día nos amenazaban con éstos y mostraban tener esperanza de ser dellos socorridos, y este socorro de ninguna parte les podía venir si déstos no, determiné de enviar allá a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con diez y ocho de caballo y cien peones, en que había sólo un ballestero, el cual se partió con ellos y otra gente de los Otumíes, nuestros amigos; y Dios sabe el peligro en que todos iban, y aun el en que nosotros quedábamos; pero como nos convenía mostrar más esfuerzo y ánimo que nunca y morir peleando, disimulábamos nuestra flaqueza así con los amigos como con los enemigos; pero muchas y muchas veces decían los españoles que pluguiese a Dios que con las vidas los dejasen y se viesen vencedores contra los de la ciudad, aunque en ella ni en toda la tierra no hubiesen otro interese ni provecho; por do se conocerá la aventura y necesidad extrema en que teníamos nuestras personas y vidas. El alguacil mayor fue aquel día a dormir a un pueblo de los Otumíes que está frontero de Marinalco, y otro día, muy de mañana, se partió y llegó a unas estancias de los dichos Otumíes, las cuales halló sin gente y mucha parte dellas quemadas; y llegando más a lo llano junto a una ribera halló mucha gente de guerra de los enemigos, que habían acabado de quemar otro pueblo; y como le vieron, comenzaron a dar la vuelta, y por el camino que llevaban en pos dellos hallaban muchas cargas de maíz y de niños asados que traían para su provisión, las cuales habían dejado como habían sentido ir los españoles; y pasado un río que allí estaba más adelante en lo llano, los enemigos comenzaron a reparar, y el alguacil mayor con los de caballo rompió por ellos y desbaratólos, y puestos en huida, tiraron su camino derecho a su pueblo de Matalcingo, que estaba cerca de tres leguas de allí; y en todas duró el alcance de los de caballo fasta los encerrar en el pueblo, y allí esperaron a los españoles y a nuestros amigos, los cuales venían matando en los que los de caballo atajaban y dejaban atrás, y en este alcance murieron más de dos mil de los enemigos. Llegados los de pie donde estaban los de caballo y nuestros amigos, que pasaban de sesenta mil hombres, comenzaron a huir hacia el pueblo, adonde los enemigos hicieron rostro, en tanto que las mujeres y los niños y sus haciendas se ponían en salvo en una fuerza que estaba en un cerro muy alto que estaba allí junto. Pero como dieron de golpe en ellos, hiciéronlos también retraer a la fuerza que tenían en aquella altura, que era muy agra y fuerte, y quemaron y robaron el pueblo en muy breve espacio, y como era tarde, el alguacil mayor no quiso combatir la fuerza, y también porque estaban muy cansados, porque todo aquel día habían peleado; los enemigos, toda la más de la noche desprendieron en dar alaridos y hacer mucho estruendo de atabales y bocinas.

Otro día de mañana el alguacil mayor, con toda la gente comenzó a guiar para subirles a los enemigos aquella fuerza, aunque con temor de se ver en trabajo en la resistencia; y llegados, no vieron gente ninguna de los contrarios; e ciertos indios amigos nuestros descendían de lo alto, y dijeron que no había nadie y que al cuarto del alba se habían ido todos los enemigos. Y estando así vieron por todos aquellos llanos de la redonda mucha gente, y eran los Otumíes; e los de caballo, creyendo que eran los enemigos, corrieron hacia ellos y alancearon tres o cuatro; y como la lengua de los Otumíes es diferente desta otra de Culúa no los entendían más de cómo echaban las armas y se venían para los españoles; y todavía alancearon tres o cuatro, pero ellos bien entendieron que había sido por no los conocer. E como los enemigos no esperaron, los españoles acordaron de ser volver por otro pueblo suyo que también estaba de guerra; pero como vieron venir tanto poder sobre ellos, saliéronle de paz, y el alguacil mayor habló con el señor de aquel pueblo, y díjole que ya sabía que yo recibía con muy buena voluntad a todos los que se venían a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, aunque fuesen muy culpados; que le rogaba que fuese a hablar con aquellos de Matalcingo para que se viniesen a mí, y prefirióse de lo hacer así y de traer de paz a los de Marinalco; y así, se volvió el alguacil mayor con esta victoria a su real. E aquel día algunos españoles estaban peleando en la ciudad, y los ciudadanos habían enviado a decir que fuese allá nuestra lengua, porque querían hablar sobre la paz; la cual, según pareció, ellos no querían sino con condición que nos fuésemos de toda la tierra, lo cual hicieron a fin que los dejásemos algunos días descansar y fornecerse de lo que habían menester, aunque nunca dellos alcanzamos dejar de tener voluntad de pelear siempre con nosotros; y estando así platicando con la lengua muy cerca los nuestros de los enemigos, que no había si no una puente quitada en medio, un viejo dellos, allí a vista de todos, sacó de su mochila, muy despacio, ciertas cosas que comió, por nos dar a entender que no tenían necesidad, porque nosotros les decíamos que allí se habían de morir de hambre, y nuestros amigos decían a los españoles que aquellas paces eran falsas, que peleasen con ellos; y aquel día no se peleó más porque los principales dijeron a la lengua que me hablase.

Dende a cuatro días que el alguacil mayor vino de la provincia de Matalcingo, los señores della y de Marinalco y de la provincia de Cuiscon, que es grande y mucha cosa, y estaban también rebelados, vinieron a nuestro real, y pidieron perdón de lo pasado, y ofreciéronse de servir muy bien; y así lo hicieron y han hecho hasta ahora.

En tanto que el alguacil mayor fue a Matalcingo, los de la ciudad acordaron de salir de noche y dar en el real de Albarado; y al cuarto del alba dan de golpe. E como las velas de caballo y de pie lo sintieron, apellidaron de llamar
al arma
; y los que allí estaban arremetieron a ellos; y como los enemigos sintieron los de caballo, echáronse al agua; y en tanto, llegan los nuestros y pelearon más de tres horas con ellos; y nosotros oímos en nuestro real un tiro de campo que tiraba; y como teníamos recelo no los desbaratasen, yo mandé armar la gente para entrar por la ciudad, para que aflojasen en el combate de Albarado; y como los indios hallaron tan recios a los españoles, acordaron de se volver a su ciudad; y nosotros aquel día fuimos a pelear a la ciudad.

En esta sazón ya los que habíamos salido heridos del desbarato estábamos buenos; y a la Villa-rica había aportado un navío de Juan Ponce de León, que habían desbaratado en la tierra o isla Florida; y los de la villa enviáronme cierta pólvora y ballestas, de que teníamos muy extrema necesidad; y ya gracias a Dios, por aquí a la redonda no teníamos tierra que no fuese en nuestro favor; y yo, viendo cómo estos de la ciudad estaban tan rebeldes y con la mayor muestra y determinación de morir que nunca generación tuvo, no sabía qué medio tener con ellos para quitarnos a nosotros de tantos peligros y trabajos y a ellos y a su ciudad no los acabar de destruir, porque era la más hermosa cosa del mundo; y no nos aprovechaba decirles que no habíamos de levantar los reales, ni los bergantines habían de cesar de les dar guerra por el agua, ni que habíamos destruido a los de Matalcingo y Marinalco, y que no tenían en toda la tierra quien los pudiera se socorrer, ni tenían de donde haber maíz, ni carne, ni frutas, ni agua ni otra cosa de mantenimiento. E cuanto más destas cosas les decíamos, menos muestra oíamos en ellos de flaqueza; más antes en el pelear y en todos sus ardides los hallábamos con más ánimo que nunca. E yo, viendo que el negocio pasaba desta manera y que había ya más de cuarenta y cinco días que estábamos en el cerco, acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la ciudad, que fuesen derrocando todas las casas dellas del un lado y del otro, por manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asolado, y lo que era agua hacerlo tierra firme, aunque hobiese toda la dilación que se pudiese seguir. E para esto yo llamé a todos los señores y principales nuestros amigos, y díjeles lo que tenía acordado; por tanto, que hiciesen venir mucha gente de sus labradores, y trujesen sus coas, que son unos palos, de que se aprovechan tanto como los cavadores en España de azada; y ellos me respondieron que así lo harían de muy buena voluntad, y que era muy buen acuerdo; y holgaron mucho con esto, porque les pareció que era manera para que la ciudad se asolase; lo cual todos ellos deseaban más que cosa del mundo.

Entretanto que esto se concertaba pasáronse tres o cuatro días; los de la ciudad bien pensaron que ordenábamos algunos ardides contra ellos; y ellos también, según después pareció, ordenaban lo que podían para su defensa, según que también los barruntábamos. E concertado con nuestros amigos que por la tierra y por la mar los habíamos de ir a combatir, otro día de mañana, después de haber oído misa, tomamos el camino para la ciudad; y en llegando al paso del agua y albarrada que estaba cabe las casas grandes de la plaza, queriéndola combatir, los de la ciudad dijeron que estuviésemos quedos, que querían paz; y yo mandé a la gente que no pelease, y díjeles que viniese allí el señor de la ciudad a me hablar y que se daría orden e la paz; y con decirme que ya le habían ido a llamar, me detuvieron más de una hora; porque en la verdad ellos no habían gana de la paz, y así lo mostraron, porque luego, estando nosotros quedos, nos comenzaron a tirar flechas y varas y piedras. E como yo vi esto, comenzamos a combatir el albarrada y ganémosla; y en entrando en la plaza, hallémosla toda sembrada de piedras grandes por que los caballos no pudiesen correr por ella, porque, por lo firme éstos son los que les hacen la guerra, y hallamos una calle cerrada con piedra seca y otra también llena de piedras, porque los caballos no pudiesen correr por ellas. E dende este día en adelante cegamos de tal manera aquella calle del agua que salía de la plaza, que nunca después los indios la abrieron; y de allí adelante comenzamos a asolar poco a poco las casas y cerrar y cegar muy bien lo que teníamos ganado del agua; y como aquel día llevábamos más de ciento y cincuenta mil hombres de guerra, hízose mucha cosa; y así, nos volvimos aquel día al real, y los bergantines y canoas de nuestros amigos hicieron mucho daño en la ciudad y volviéronse a reposar.

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