Otro día siguiente, por la misma orden entramos en la ciudad; y llegados a aquel circuito y patio grande donde están las torres de los indios, yo mandé a los capitanes que con su gente no hiciesen sino cegar las calles de agua y allanar los pasos malos que teníamos ganados, y que nuestros amigos, dellos quemasen y allanasen las casas y otros fuesen a pelear por las partes que solíamos, y que tos de caballo guardasen a todos las espaldas. E yo me subí en una torre más alta de aquellas, porque los indios me conocían y sabía que les pesaba mucho de verme subido en la torre; y de allí animaba a nuestros amigos y hacíales socorrer cuando era necesario; porque como peleaban a la continua, a veces los contrarios se retraían y a veces los nuestros, los cuales luego eran socorridos con tres o cuatro de caballo, que les ponían infinito ánimo para revolver sobre los enemigos; y desta manera y por esta orden entramos en la ciudad cinco o seis días arreo, y siempre al retraer echábamos a nuestros amigos delante y hacíamos a algunos de los españoles se metiesen en celada en unas casas, y los de caballo quedábamos atrás y hacíamos que nos retraíamos de golpe, por sacarlos a la plaza. Y con esto y con las celadas de los peones cada tarde alanceábamos algunos; y un día destos había en la plaza siete u ocho de caballo, y estuvieron esperando que los enemigos saliesen; y como vieron que no salían, hicieron que se volvían; y los enemigos, con recelo que a la vuelta no los alanceasen, como solían, estaban puestos por unas paredes y azoteas, y había infinito número dellos, y como los de caballo revolvían tras ellos, que eran ocho o nueve, y ellos les tenían tomada de lo alto una boca de la calle, no pudieron seguir tras los enemigos que iban por ella, y hubiéronse de retraer. E los enemigos con favor de cómo los habían hecho retraer, venían muy encarnizados, y ellos estaban tan sobre aviso que se acogían donde no recibían daño, y los de caballo lo recibían de los que estaban puestos en las paredes, y hubiéronse de retraer, e hirieron dos caballos; lo cual me dio ocasión para les ordenar una buena celada, como adelante haré relación a vuestra majestad; y aquel día en la tarde nos volvimos a nuestro real, con dejar bien seguro y llano todo lo ganado, y a los de la ciudad muy ufanos, porque creían que de temor nos retraíamos. E aquella tarde hice un mensajero al alguacil para que antes del día viniese allí a nuestro real con quince de caballo de los suyos y de los de Pedro de Albarado.
Otro día por la mañana llegó al real el alguacil mayor con los quince de caballo, y yo tenía de los de Cuyoacán allí otros veinte y cinco, que eran cuarenta; y a diez dellos mandé que luego por la mañana saliesen con toda la otra gente, y que ellos y los bergantines fuesen por la orden pasada a combatir y a derrocar y ganar todo lo que pudiesen; porque yo, cuando fuese tiempo de retraerse, iría allá con los otros treinta de caballo, y que pues sabían que teníamos mucha parte de la ciudad allanada, que cuanto pudiesen siguiesen de tropel a los enemigos hasta los encerrar en sus fuerzas y calles de agua, y que allí se detuviesen con ellos hasta que fuese hora de retraer e yo y los otros treinta de caballo, sin ser vistos, pudiésemos meternos en la celada en unas casas grandes que estaban cerca de las otras grandes de la plaza; y los españoles lo hicieron como yo les avisé, y a la una hora después de mediodía tomé el camino para la ciudad con los treinta de caballo; y allegados, dejélos metidos en aquellas casas, y yo me fui y me subí en la torre alta, como solía; y estando allí, unos españoles abrieron una sepultura y hallaron en ella, en cosas de oro, más de mil y quinientos castellanos; y venida ya la hora de retraer, mandéles que con mucho concierto se comenzasen de retraer, y que los de caballo, desque estuviesen retraídos en la plaza, hiciesen que acometían y que no osaban llegar; y esto se hiciese cuando viesen mucha copia de gente alrededor de la plaza y en ella, y los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora porque tenían deseo de hacerlo bien y estaban ya cansados de esperar; y yo metíme con ellos, y ya se venían retrayendo por la plaza los españoles de pie y de caballo y los indios nuestros amigos, que habían entendido ya lo de la celada; y los enemigos venían con tantos alaridos, que parecía que conseguían toda la victoria del mundo, y los nueve de caballo hicieron que arremetían tras ellos por la plaza adelante, y retraíanse de golpe; y como hobieron hecho esto dos veces, los enemigos traían tanto furor, que a las ancas de los caballos les venían dando hasta los meter por la boca de la calle donde estábamos la celada. E como vimos a los españoles pasar adelante de nosotros y oímos soltar un tiro de escopeta, que teníamos por señal, conocimos que era tiempo de salir; y con el apellido de Señor Santiago damos de súpito sobre ellos, y vamos por la plaza adelante alanceando y derrocando y atajando muchos, que por nuestros amigos que nos seguían eran tomados; de manera que desta celada se mataron más de quinientos, todos los más principales y esforzados y valientes hombres; y aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos, porque todos los que se mataron tomaron y llevaron hechos piezas para comer. Fue tanto el espanto y admiración que tomaron en verse tan de súpito así desbaratados, que ni hablaron ni gritaron en toda esa tarde ni osaron asomar en calle ni en azotea donde no estuviesen muy a salvo y seguros. E ya que era casi de noche que nos retraíamos, parece que los de la ciudad, mandaron a ciertos esclavos suyos que mirasen si nos retraíamos o qué hacíamos. E como se asomaron por una calle, arremetieron diez o doce de caballo, y siguiéronlos de manera que ninguno se les escapó. Cobraron desta nuestra victoria los enemigos tanto temor, que nunca más en todo el tiempo de la guerra osaron entrar en la plaza ninguna vez que nos retraíamos, aunque sólo uno de caballo no más viniese, y nunca osaron salir a indio ni a peón de los nuestros, creyendo que de entre los pies se les había de levantar otra celada. Y esta deste día, y victoria que Dios Nuestro Señor nos dio, fue bien principal causa para que la ciudad más presto se ganase, porque los naturales della recibieron mucho desmayo y nuestros amigos doblado ánimo; y nos fuimos a nuestro real con intención de dar mucha priesa en hacer la guerra y no dejar de entrar ningún día hasta la acabar. E aquel día ningún peligro hubo en los de nuestro real, excepto que al tiempo que salimos de la celada se encontraron unos de caballo, y cayó uno de una yegua, y ella fuese derecha a los enemigos los cuales la flecharon, y bien herida, como vio la mala obra que recibía, se volvió hacia nosotros, y aquella noche se murió; y aunque nos pesó mucho, porque los caballos y yeguas nos daban la vida, no fue tanto el pesar como si muriera en poder de los enemigos, como pensamos que de hecho pasara, porque si así fuera ellos hubieron más placer que no pesar por los que les matábamos; los bergantines y las canoas de nuestros amigos hicieron grande estrago en la ciudad aquel día, sin recibir peligro alguno.
Como ya conocimos que los indios de la ciudad estaban muy amedrentados, supimos de unos dos dellos de poca manera, que de noche se habían salido de la ciudad y se habían venido a nuestro real, que se morían de hambre, que salían de noche a pescar por entre las casas de la ciudad y andaban por la parte que della les teníamos ganada buscando leña y hierbas y raíces que comer. E porque ya teníamos muchas calles de agua cegadas y aderezados muchos malos pasos, acordé de entrar al cuarto del alba y hacer todo el daño que pudiésemos. E los bergantines salieron antes del día, y yo con doce o quince de caballo y ciertos peones y amigos nuestros entramos de golpe, y primero pusimos ciertas espías; las cuales, siendo de día, estando nosotros en celada, nos ficieron señal que saliésemos, y dimos sobre infinita gente; pero como eran de aquellos más miserables y que salían a buscar de comer, los más venían desarmados, y eran mujeres y muchachos; e ficimos tanto daño en ellos por todo lo que se podían andar de la ciudad, que presos y muertos pasaron de más de ochocientas personas, e los bergantines tomaron también mucha gente y canoas que andaban pescando, y ficieron en ellas mucho estrago. E como los capitanes y principales de la ciudad nos vieron andar por ella a hora no acostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada y ninguno osó salir a pelear con nosotros; y así, nos volvimos a nuestro real con harta presa y manjar para nuestros amigos.
Otro día de mañana tornamos a entrar en la ciudad, y como ya nuestros amigos veían la buena orden que llevábamos para la destrucción della, era tanta la multitud que de cada día venían, que no tenían cuento. E aquel día acabamos de ganar toda la calle de Tacuba y de adobar los malos pasos della, en tal manera que los del real de Pedro de Albarado se podían comunicar con nosotros por la ciudad, e por la calle principal, que iba al mercado, se ganaron otras dos puentes y se cegó bien el agua, y quemamos las casas del señor de la ciudad, que era mancebo de edad de diez y ocho años, que se decía Guatimucín, que era el segundo señor después de la muerte de Muteczuma; y en estas casas tenían los indios mucha fortaleza, porque eran muy grandes y fuertes y cercadas de agua. También se ganaron otras dos puentes de otras calles que van cerca desta del mercado, y se cegaron muchos pasos; de manera que de cuatro partes de la ciudad las tres estaban ya por nosotros, y los indios no hacían sino retraerse hacia la más fuerte, que era a las casas que estaban más metidas en el agua.
Otro día siguiente, que fue día del apóstol Santiago, entramos en la ciudad por la orden que antes, y seguimos por la calle grande, que iba a dar al mercado, y ganámosles una calle muy ancha de agua, en que ellos pensaban que tenían mucha seguridad; y aunque se tardó gran rato, y fue peligrosa de ganar, y en todo este día no se pudo, como era muy ancha, de acabar de cegar, por manera que los de caballo pudiesen pasar de la otra parte. E como estábamos todos a pie y los indios veían que los de caballo no habían pasado, vinieron de refresco sobre nosotros muchos dellos muy lucidos; y como les ficimos rostro y teníamos muchos ballesteros, dieron la vuelta a sus albarradas y fuerzas que tenían, aunque fueron harto asaeteados. E demás desto todos los españoles de pie llevaban sus picas, las cuales yo había mandado facer después que me desbarataron, que fue cosa muy provechosa. Aquel día, por los lados de la una parte y de la otra de aquella calle principal no se entendió sino en quemar y allanar casas, que era lástima cierto de lo ver; pero como no nos convenía hacer otra cosa, éranos forzado seguir aquella orden. Los de la ciudad, como veían tanto estrago, por esforzarse decían a nuestros amigos que no ficiesen sino quemar y destruir, que ellos se las harían tornar a hacer de nuevo, porque si ellos eran vencedores, ya ellos sabían que había de ser así, y si no, que las habían de hacer para nosotros; y desto postrero plugo a Dios que salieron verdaderos, aunque ellos son los que las tornan a hacer.
Otro día luego de mañana entramos en la ciudad por la orden acostumbrada, y llegados a la calle de agua que habíamos cegado el día antes fallámosla de la manera que la habíamos dejado; y pasamos adelante dos tiros de ballesta, y ganamos dos acequias grandes de agua que tenían rompidas en lo sano de la misma calle, y llegamos a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella hallamos ciertas cabezas de los cristianos que nos habían muerto, que nos pusieron harta lástima. E dende aquella torre iba la calle derecha, que era la misma adonde estábamos, a dar a la calzada del real de Sandoval, e a la mano izquierda iba otra calle a dar al mercado, en la cual ya no había agua ninguna, excepto una que nos defendían, y aquel día no pasamos de allí, pero peleamos mucho con los indios. E como Dios Nuestro Señor cada día nos daba victoria, ellos siempre llevaban lo peor; y aquel día, ya que era tarde, nos volvimos al real.
Otro día siguiente, estando aderezando para volver a entrar en la ciudad, a las nueve horas del día vimos de nuestro real salir humo de dos torres muy altas que estaban en el Tatelulco o mercado de la ciudad, que no podíamos pensar qué fuese, y como parecía que era más que sahumerios que acostumbran los indios a hacer a sus ídolos, barruntamos que la gente de Pedro de Albarado había llegado allí, y aunque así era la verdad, no lo podíamos creer. E cierto aquel día Pedro de Albarado y su gente lo hicieron valientemente, porque teníamos muchos puentes y albarradas de ganar, y siempre acudían a las defender toda la más parte de la ciudad. Pero como él vio que por nuestra estancia íbamos estrechando a los enemigos, trabajó todo lo posible por entrarles al mercado, porque allí tenían toda su fuerza; pero no pudo más de llegar a vista dél y ganalles aquellas torres y otras muchas que están junto al mismo mercado, y es tanto casi como el circuito de las muchas torres de la ciudad; los de caballo se vieron en harto trabajo y les fue forzado retraerse, y al retraer les hirieron tres caballos; y así, se volvieron Pedro de Albarado y su gente a su real, y nosotros no quisimos ganar aquel día una puente y calle de agua que quedaba no más para llegar al mercado, salvo allanar y cegar todos los malos pasos; y al retraernos apretaron reciamente, aunque fue a su costa.
Otro día entramos luego por la mañana en la ciudad, y como no había por ganar fasta llegar al mercado sino una traviesa de agua con su albarrada, que estaba junto a la torrecilla que he dicho, comenzámosla a combatir, y un alférez y otros dos o tres españoles echáronse al agua, y los de la ciudad desampararon luego el paso, y comenzóse a cegar y a aderezar para que pudiésemos pasar con los caballos; y estándose aderezando, llegó Pedro de Albarado por la misma calle con cuatro de caballo, que fue sin comparación el placer que hobo la gente de su real y del nuestro, porque era camino para dar muy breve conclusión a la guerra. Y Pedro de Albarado dejaba recaudo de gente en las espaldas y lados, así para conservar lo ganado como para su defensa; y como luego se aderezó el paso, yo con algunos de caballo me fui a ver el mercado, y mandé a la gente de nuestro real que no pasasen adelante de aquel paso. E después que anduvimos un rato paseándonos por la plaza, mirando los portales della, los cuales por las azoteas estaban llenos de enemigos, e como la plaza era muy grande y veían por ella andar los de caballo, no osaban llegar; y yo subí en aquella torre grande que está junto al mercado y en ella también y en otras hallamos ofrecidas ante sus ídolos las cabezas de los cristianos que nos habían muerto, y de los indios de Tascaltecal, nuestros amigos, entre quien siempre ha habido muy antigua y cruel enemistad. E yo miré dende aquella torre lo que teníamos ganado de la ciudad, que sin duda de ocho partes teníamos ganado las siete; e viendo que tanto número de gente de los enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas y puesta cada una dellas sobre sí en el agua, y sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había y que por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árboles, acordé de los dejar de combatir por algún día y movelles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente; que cierto me ponía en mucha lástima y dolor el daño que en ellos se hacía y continuamente les hacía acometer con la paz; y ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando, y que de todo lo que tenían no habíamos de haber ninguna cosa, y que lo habían de quemar y echar al agua, donde nunca pareciese; y yo, por no dar mal por mal, disimulaba en no los dar combate.