Respira con dificultad.
Los pensamientos se arremolinan en su cabeza.
Y suelta:
—¡No!
La policía está fuera pero ignora por completo lo que está sucediendo en el banco. La noticia todavía no ha llegado a la calle. Están diciéndole a alguien en un Torana dorado que no puede aparcar en doble fila delante de la panadería del otro lado de la calle. El coche se aleja, y también los agentes, y el pistolero inútil se queda inmóvil, con la bolsa de dinero en la mano. Se ha quedado sin chófer.
Se le ocurre una idea.
Se vuelve de nuevo.
Hacia nosotros.
—Tú —le ordena a Marv—, dame las llaves de tu coche.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Ese coche es una antigüedad.
—Es una cafetera, Marv —le ofendo—. ¡Ahora dale las llaves o te mataré con mis propias manos!
Con cara de pocos amigos, Marv hurga en su bolsillo y saca las llaves de su coche.
—Trátalo con cariño —suplica.
—Que te jodan —espeta el pistolero.
—¡Oye, eso ha estado de más! —aúlla Ritchie desde debajo de la mesa del Lego.
—¡Cierra el pico! —grita el pistolero antes de largarse.
Su único problema es que el coche de Marv tiene un cinco por ciento de probabilidades de arrancar a la primera.
El pistolero cruza las puertas del banco y echa a correr hacia la calzada. Da un traspiés y la pistola se le cae cerca de la entrada, pero decide continuar sin ella. En un segundo puedo ver el pánico en su rostro mientras decide si recuperarla o seguir. No hay tiempo, así que la deja donde está y sigue corriendo.
Cuando todos nos incorporamos sobre las rodillas para observarlo, ya está cerca del coche.
—No os lo perdáis. —Marv empieza a reír. Audrey, Marv y yo contemplamos la escena y Ritchie se une a nosotros.
El pistolero se detiene junto al coche e intenta adivinar qué llave lo abre. Su torpeza hace que todos rompamos a reír. Finalmente consigue entrar. Gira la llave del contacto una y otra vez, pero el coche no responde.
Entonces…
Por alguna razón que nunca entenderé…
Salgo disparado del banco y recojo la pistola por el camino. Cuando cruzo la calle mi mirada y la del pistolero se encuentran. Intenta salir del coche, pero es demasiado tarde.
Estoy delante de la ventanilla del Ford.
Con la pistola apuntándole a los ojos.
Se detiene.
Los dos nos detenemos.
Intenta apearse para huir, y juro que no soy consciente de que estoy disparando la pistola hasta que he avanzado hacia él y oigo un estallido de cristales.
—¿Qué haces? —aúlla desesperadamente Marv desde el otro lado de la calle. Su mundo se está desmoronando—. ¡Estás disparando a mi coche!
Se oyen sirenas.
El pistolero cae de rodillas.
—Soy un auténtico imbécil —dice.
No puedo por menos que estar de acuerdo.
Bajo la mirada y me compadezco de él porque caigo en la cuenta de que probablemente estoy mirando al hombre con peor suerte del planeta. Para empezar, roba un banco con gente indeciblemente estúpida como Marv y yo dentro. Luego el coche con el que debe huir se esfuma. Y cuando se le ocurre que tiene otro vehículo del que echar mano, se trata del coche más patético del hemisferio sur. La verdad es que me da pena. Figúrate, tanta humillación.
Una vez que los agentes le ponen las esposas y se lo llevan, le digo a Marv:
—¿Lo ves ahora? —Continúo. Me envalentono. Elevo el tono de voz—. ¿Lo ves ahora? Esto sólo demuestra lo patético que es —lo señalo— tu coche. —Hago una pausa para que lo medite—. Si el estado de tu coche fuera mínimamente aceptable, a estas alturas ese tío ya habría huido, ¿no crees?
Marv lo admite.
—Supongo que sí.
Me asalta la sospecha de que habría preferido que el atracador se hubiera salido con la suya con tal de demostrar que su coche no es tan patético.
Hay cristales en el suelo y en los asientos. Intento decidir qué está más destrozada, si la ventanilla o la cara de Marv.
—Oye —le digo—, siento lo de la ventanilla, ¿vale?
—Olvídalo.
Noto la pistola caliente y pegajosa como el chocolate deshecho en mi mano.
Llegan más polis para hacer preguntas.
Vamos a la comisaría y nos interrogan sobre el atraco, qué ocurrió y cómo conseguí hacerme con la pistola.
—¿Se le cayó?
—¿No se lo he dicho ya?
—Oye, muchacho —dice el poli. Levanta la vista de sus papeles—. No hace falta que te pongas malcarado conmigo. —Tiene barriga cervecera y un bigote encanecido. ¿Por qué les da a tantos agentes por llevar bigote?
—¿Malcarado? —pregunto.
—Sí, malcarado.
Malcarado.
Me gusta esa palabra.
—Lo siento —digo—. Al atracador se le cayó la pistola mientras huía y yo la recogí cuando corrí tras él. Eso es todo. Era un auténtico chapuzas, ¿vale?
—Vale.
Pasamos en comisaría un buen rato. El único momento en que el poli con barriga cervecera se pone nervioso es cuando Marv se empeña en exigir una compensación por su coche.
—¿El Falcon azul? —pregunta el poli.
—Justamente.
—Seré franco contigo, hijo. Ese coche es un insulto. Una vergüenza.
—Te lo dije —convengo.
—Por Dios, si ni siquiera tiene freno de mano.
—¿Y?
—Que tienes suerte de que no te multemos por ello. No puede circular así.
—Muchas gracias.
El poli sonríe.
—No hay de qué.
—Y permíteme que te dé un consejo.
Estamos a punto de cruzar la puerta cuando descubrimos que el policía no ha terminado. Nos llama de nuevo o, por lo menos, llama a Marv.
—¿Sí? —dice Marv.
—¿Por qué no te compras otro coche, hijo?
Marv le mira muy serio.
—Tengo mis razones.
—¿No tienes dinero?
—Por supuesto que tengo dinero. Yo trabajo, ¿sabe? —Hasta consigue sonar repelente—. Pero tengo otras prioridades. —Y sonríe como sólo alguien que está orgulloso de un coche como el suyo podría hacerlo—. Además, adoro mi coche.
—De acuerdo —concluye el poli—. Adiós.
—¿Qué prioridades puedes tener tú? —le pregunto a Marv cuando salimos.
Marv mira directamente al frente, imperturbable.
—Cierra el pico, Ed —dice—. Hoy serás un héroe para mucha gente, pero para mí no eres más que el cabrón que disparó a la ventanilla de mi coche.
—¿Quieres que te la pague?
Marv me obsequia con otra sonrisa.
—No.
Para serte sincero, me alegro. Prefiero morir a invertir un solo centavo en ese Falcon.
Audrey y Ritchie nos están esperando fuera de la comisaría, pero también están los medios de comunicación, y nos hacen un montón de fotos.
—¡Es él! —grita alguien, y antes de que pueda reaccionar la multitud corre hacia mí acribillándome a preguntas. Respondo todo lo deprisa que puedo, contando nuevamente lo que ocurrió. El pueblo donde vivo no es pequeño y hay gente de la radio, la televisión y la prensa, gente que relatará los hechos y escribirá artículos para el día siguiente.
Me imagino los titulares.
Algo como «
TAXISTA CONVERTIDO EN HÉROE
» no estaría mal, pero probablemente publiquen algo del tipo «
GOLPE DE SUERTE PARA ZÁNGANO LOCAL
». Seguro que Marv se desternilla.
Tras diez minutos de preguntas, la multitud se dispersa y regresamos al aparcamiento. El Falcon tiene una hermosa multa plantada en el cristal, debajo del limpiaparabrisas.
—Cabrones —suelta Audrey cuando Marv la arranca para leerla. Si nos encontrábamos en el banco era para que Marv ingresara el talón de su sueldo. Ahora podrá usarlo para pagar la multa.
Intentamos retirar los cristales de los asientos y nos subimos. Marv gira la llave del contacto unas ocho veces. El motor no arranca.
—Genial —dice.
—Normal —replica Ritchie.
Audrey y yo no decimos nada.
Audrey se pone al volante y el resto empujamos. Lo llevamos a mi casa, pues es la que queda más cerca del pueblo.
Unos días más tarde recibiré el primer mensaje.
Eso lo cambiará todo.
El sexo debería ser como las matemáticas:
una introducción a mi vida
Voy a contaros algunas cosas acerca de mi vida:
Juego a las cartas varias noches por semana.
Eso es lo que hacemos.
Jugamos a un juego llamado irritación. No es especialmente complejo y es el único juego del que todos podemos disfrutar sin pelearnos demasiado.
Está Marv, que no calla nunca, sentado a la mesa, intentando fumar puros y disfrutar al mismo tiempo.
Está Ritchie, que apenas habla, con su ridículo tatuaje en el brazo derecho. Se bebe su VB de cuello largo a pequeños sorbos y se acaricia el bigote, que parece pegado a trozos a su cara de niño.
Está Audrey. Audrey siempre se sienta frente a mí, independientemente de dónde juguemos. Tiene el pelo muy rubio, las piernas muy delgadas, la sonrisa torcida más bella del mundo y unas caderas preciosas, y ve muchas películas. También trabaja de taxista.
Y por último estoy yo.
Antes de hablar de mí debería poneros al corriente de otros hechos:
1. A los diecinueve años Bob Dylan era un experimentado cantante en el Greenwich Village, Nueva York.
2. Salvador Dalí ya había creado extraordinarias obras de pintura y rebelión antes de cumplir los diecinueve.
3. Juana de Arco era a los diecinueve la mujer más buscada del mundo por haber provocado una revolución.
Luego está Ed Kennedy, que también tiene diecinueve…
Justo antes del atraco al banco había estado haciendo balance de mi vida.
Taxista tras mentir sobre mi edad. (Has de tener veinte como mínimo).
Sin carrera.
Sin el respeto de la comunidad.
Sin nada.
Me había dado cuenta de que por todo el mundo había personas logrando grandes cosas mientras yo me dedicaba a aceptar indicaciones de ejecutivos medio calvos llamados Derek y a recelar de los borrachos de los viernes por la noche capaces de vomitar en el taxi o largarse sin pagar. En realidad, lo de probar el taxi fue idea de Audrey. No le costó mucho convencerme, básicamente porque llevaba años enamorado de ella. Yo nunca me he marchado de este pueblo de arrabal. No he ido a la universidad. He ido a Audrey.
A menudo me pregunto: «¿Qué has logrado realmente en tus diecinueve años de vida, Ed?». La respuesta es bien simple:
Una puta mierda.
Se lo mencioné a varias personas, pero lo único que hicieron fue decirme que aireara mis ideas. Marv me llamó quejica de primera. Audrey me dijo que todavía me faltaban veinte años para la crisis de los cuarenta. Ritchie se limitó a mirarme como si le hablara en otro idioma. Y cuando se lo mencioné a mi madre, dijo: «Ooooh, ¿por qué no lloras un poquito, Ed?». Mi madre os va a encantar. Os lo digo yo.
Vivo en una choza por la que pago un alquiler bajo. Al poco de mudarme, el agente inmobiliario me contó que mi jefe era el propietario. Mi jefe es el orgulloso fundador y director de la compañía de taxis para la que trabajo:
VACANT TAXIS
. Una compañía turbia, cuando menos. Audrey y yo no tuvimos ningún problema para convencerles de que contábamos con la edad y el permiso necesarios para conducir sus taxis. Cambia algunos números en tu partida de nacimiento, presenta un permiso de conducir con el aspecto adecuado y ya está. En menos de una semana estábamos conduciendo porque andaban cortos de personal. Sin verificar referencias. Sin líos. Es sorprendente lo que puedes llegar a conseguir mediante el engaño. Como dijo Raskolnikov en una ocasión: «¡Cuando la razón flaquea, el diablo ayuda!». Por lo menos puedo reivindicar el título de taxista más joven de la zona, un prodigio del taxi. He ahí la clase de antilogro que da orden a mi vida. Audrey es unos meses mayor que yo.
La choza donde vivo está bastante cerca del pueblo y como no me dejan llevarme el taxi a casa, tengo una buena caminata hasta el trabajo. A menos que Marv me acompañe en coche. No tengo coche porque me paso el día o la noche llevando a gente de un lado a otro. En mi tiempo libre lo último que me apetece es conducir.
El pueblo donde vivimos es de lo más corriente. Se encuentra pasado el extrarradio de la ciudad y tiene zonas buenas y malas. Estoy seguro de que no os sorprenderá saber que provengo de una de las zonas malas. Mi familia creció en la parte norte de la ciudad, lo cual es, en cierto modo, el secreto vergonzoso de todos. Allí hay muchos embarazos adolescentes, una plétora de padres tarados en el paro y madres como la mía que fuman, beben y salen a la calle con botas de piel de oveja. La casa donde crecí era una auténtica pocilga, pero me quedé hasta que mi hermano Tommy terminó el instituto e ingresó en la universidad. A veces me digo que yo podría haber hecho otro tanto, pero era pésimo estudiante. En el instituto siempre estaba leyendo libros cuando debía estar estudiando matemáticas y otras asignaturas. Podría haber estudiado un oficio, pero por aquí no aceptan aprendices, y aún menos a uno como yo. Debido a mi ya mencionada zanganería, en el instituto sacaba malas notas salvo en inglés, por la lectura. Como mi padre se bebía todo nuestro dinero, cuando acabé el último curso enseguida me puse a trabajar. Comencé en una cadena de hamburgueserías digna de olvidar y cuyo nombre me niego a desvelar por vergüenza. Luego estuve archivando documentos en el despacho de un contable que cerró a las pocas semanas de mi incorporación. Y por último, el punto álgido de mi vida laboral hasta el momento.
El taxi.
Cuento con un compañero de choza. Se llama
Doorman
y tiene diecisiete años. Se sienta delante de la puerta mosquitera con el sol pintado sobre su pelaje negro. Sus ancianos ojos brillan. Sonríe. Se llama
Doorman
porque ya desde muy pequeño mostró afición por sentarse delante de la puerta. Lo hacía en casa de mis padres y lo hace ahora en la choza. Le gusta sentarse donde hace calor y no deja entrar a nadie. Principalmente por lo mucho que le cuesta moverse a causa de la edad. Es un cruce de rottweiler y pastor alemán y desprende un hedor imposible de eliminar. De hecho, creo que esa es la razón de que nadie, salvo mis amigos de timba, entre jamás en mi choza. En cuanto la fetidez del perro les abofetea la cara, no hay nada que hacer. Nadie arriesga lo suficiente para alargar su visita y entrar. Incluso he intentado ponerle desodorante. Le he frotado generosamente bajo las axilas. Le he rociado el cuerpo con ese espray Norsca y sólo he conseguido que apeste aún más. Durante esa época olía como un retrete escandinavo.