Que regresase o no a rescatar a los treinta y nueve hombres que había dejado abandonados a su suerte en aquel llamado «Fuerte de La Natividad», dependería tanto de que conviniera a sus intereses, como del apoyo que estuvieran dispuestos a prestarle unos Reyes Católicos que tenían ya demasiados problemas como para pensar en nuevas y arriesgadas aventuras allende los mares.
Y quedaba por último una difícil pregunta que el canario se había planteado a menudo: ¿cómo diablos conseguiría el almirante encontrar nuevamente un lugar perdido en mitad de los océanos?
Para el cabrero, hombre de tierra adentro, analfabeto y casi incapaz de hacerse entender medianamente hasta el momento en que se le ocurrió la nefasta idea de embarcarse como polizón en la
Santa María
, las artes de la navegación continuaban permaneciendo en el más absoluto misterio, y por mucho que se esforzase en tratar de entenderlo, aún se le antojaba cosa de brujería que una nave marchase en el rumbo deseado cuando los vientos se empeñaban en soplar desde muy distintas direcciones. Con mayor razón, consideraba empeño totalmente inalcanzable encontrar una isla perdida en mitad de los mares por más que en repetidas ocasiones hubiesen tratado de explicarle cómo las estrellas y una mágica aguja magnética marcaban los caminos del agua.
Por mucho que el maestro armero o el
Caragato
pretendieran en su día convencerle de lo contrario, a su modo de ver Colón no sólo no sería capaz de localizar de nuevo la isla de «La Española», sino que, lo más probable, es que ni tan siquiera consiguiese regresar a Sevilla.
Y al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía, si aunque volviera tan sólo encontraría ruinas y cadáveres?
Durmió dos días más y al amanecer del tercero descubrió que Sinalinga y el niño habían desaparecido, y su lugar lo ocupaba un gran cesto de fruta coronado por una especie de tosco brazalete de oro que parecía constituir el regalo de despedida de la mujer con la que había compartido largos y difíciles meses de estancia en la isla.
Meditó amargamente sobre el hecho de que resultaba innegable que se había convertido en el ser humano más solo y abandonado del planeta puesto que se encontraba rodeado de una raza enemiga, lejos de todo y en mitad de una naturaleza hostil, y por último, se apoderó de su espada, la daga que le regalara el maestro armero y su larga e inseparable pértiga de afilada punta, para encaminarse decidido hacia lo que quedaba del fortín, pero su entereza se quebró al reconocer entre los putrefactos despojos cubiertos de millones de moscas, el cuerpo de «maese» Benito de Toledo, y los cadáveres de Barbecho, Cándido Bermejo y el
Caragato
clavados a flechazos al gran palo del patio central.
De la anárquica construcción que con tanto esfuerzo habían alzado aprovechando los restos de la nave naufragada, apenas quedaban en pie más de media docena de postes, y tanto las cabañas de los tripulantes como los almacenes de víveres habían desaparecido de la faz de la tierra cómo si un gigantesco cíclope las hubiese barrido de un solo manotazo. Sobre la arena de la playa se distinguían las cuadernas de la chalupa de la
Santa María
, y una pequeña bombarda con el alma repleta de hojarasca aparecía extrañamente recostada sobré una caída palmera.
El mar estaba en calma, el sol le abrasaba la espalda, y ni un soplo de viento agitaba siquiera las hojas de los árboles, como si la quietud de la muerte se hubiera adueñado del paisaje al igual que se adueñara de los hombres.
Tan sólo se percibía el zumbido de millones de moscas, y en la orilla, lamido por el agua, un cuerpo humano al que le faltaba una pierna servía de pasto a centenares de cangrejos que al rozarse producían un trágico murmullo semejante al de parlanchines comensales que comentasen en voz baja las excelencias del almuerzo que estaban disfrutando.
Tomó asiento sobre una piedra y contempló, acongojado, el desolado lugar que viera la última vez repleto de vida y movimiento, y se preguntó, furioso, qué cara pondría el almirante Colón —si es que alguna vez regresaba cuando se enfrentase al resultado de sus sucias maquinaciones.
—Alguien tendrá que pedirle cuentas por todo esto —se dijo—. Y daría años de vida por estar presente en ese instante. ¡Tantos hombres valientes y tantas ilusiones comidas por las moscas…!
Desde la otra orilla del estrecho riachuelo media docena de nativos le observaban. y aunque su actitud no denotaba hostilidad, el gomero sabía a ciencia cierta que si bien ningún peligro inmediato cabía esperar de ellos, probablemente se apresurarían a llevarle al feroz Canoabó la noticia de que había dejado un molesto testigo de las atrocidades cometidas por sus hombres.
Comprendió que no debía permanecer durante mucho tiempo en aquel lugar maldito de los dioses, pero se preguntó una vez más hacia dónde encaminar sus pasos, y cómo dejar constancia a los que quizá volvieran, de que al menos él, el canario
Cienfuegos
, seguía con vida.
¿Pero que explicación podía ofrecer sobre las auténticas razones de su supervivencia a quienes no conocieran con detalle el cúmulo de confusos acontecimientos que habían ocurrido en el «Fuerte» durante los últimos meses?
¿Cómo hacerle comprender a unos recién llegados que jamás había tenido intención de traicionar a los suyos y había sido una salvaje la que le había drogado para ocultarle más tarde en un agujero de su choza?
Treinta y ocho marinos españoles habían muerto a orillas del mar que dominaban unos feraces caribes que continuamente lo surcaban a la caza de nuevas víctimas con las que satisfacer sus ansias de carne humana, y contra toda lógica, tan sólo él, el estúpido
Guanche
que jamás pretendió descubrir nuevos mundos y era el único que se había embarcado por error en tan peligrosa aventura, había conseguido sobrevivir.
¿Por qué?
El más joven, el más inexperto; aquél por cuya vida nadie hubiera dado un pimiento y al que muchos consideraban en un principio el tonto de a bordo, era, sin embargo, el que ahora se sentaba en una roca del destruido fuerte a contemplar, anonadado, los putrefactos cadáveres de sus compañeros de fatigas.
Le espantó la sola idea de enfrentarse algún día al mismísimo Virrey de las Indias teniendo que relatarle con toda suerte de detalles las terribles luchas internas, las sucias traiciones y las absurdas malquerencias que habían tenido lugar entre aquel mísero puñado de hombres abandonados a su suerte, o explicarle a unos adustos y apoltronados jueces por qué se mataron entre sí sus compañeros a causa de una mujer, o a causa de una invencible necesidad de gobernar a toda costa sobre quienes resultaba evidente que no querían dejarse gobernar.
Sentado allí, en el centro del desolado patio, sin más compañía que las moscas ni más testigos que los esquivos indígenas que le observaban desde lejos,
Cienfuegos
tomó plena conciencia de que, hiciera lo que hiciera y contara la historia como quiera que la contase, el simple hecho de estar vivo le convertía para siempre en un personaje sospechoso, y dondequiera que fuese le señalarían con el dedo cómo al cobarde canario que escapó de «La Natividad» cuando su obligación era la de estar también gloriosamente muerto.
Luego, al caer la tarde, pareció comprender que resultaba estúpido preocuparse de lo que pudiese nadie pensar el día de mañana, ya que lo más probable era que ni siquiera existiese tal mañana, por lo que una invencible laxitud o más bien una desesperanzada apatía acompañada de una profunda desgana a enfrentarse a la vida se apoderó poco a poco de su ánimo, hasta el punto de que por casi tres horas se le antojó empresa inútil iniciar una vez más la ardua tarea de salvar su maltratado pellejo.
Durante aquel largo y agitadísimo año había tenido que escapar a tantos y tan variados peligros, que a menudo se preguntaba si el destino sería capaz de continuar inventando nuevas formas de acosarle, para llegar con el tiempo a la triste conclusión de que, efectivamente, la desatada y tortuosa imaginación de sus hados maléficos iba siempre mucho más allá de lo que nadie pudiera concebir.
Y ahora esos hados le mantenían otra vez acorralado y sin opción aparente a encaminarse a parte alguna, sentado frente a un tranquilo y verde mar plagado de hambrientos tiburones, y sabiendo que a sus espaldas se abría una impenetrable selva sembrada de peligros.
—¡Mierda! —exclamó.
De nuevo se vio en la obligación de echar mano al recuerdo de Ingrid, aferrándose con desesperación al convencimiento de que algún día conseguirían reunirse definitivamente en Sevilla, y tan sólo la evocación de su hermoso rostro y la irresistible necesidad que sentía de acariciar su cuerpo terso y duro, le impulsó a alzarse al fin de aquella roca dispuesto a intentar salvar la vida aunque únicamente fuese por regresar junto a su amada.
¿Pero qué hacer y hacia dónde dirigirse?
Tan sólo una cosa tenía clara: el sol salía por España.
Durante la interminable travesía a bordo de la
Santa María
ni un solo día había dejado de amanecer por popa, y era por tanto hacia ese amanecer hacia donde debería encaminar sus pasos si es que abrigaba la esperanza de volver a reunirse alguna vez con la rubia alemana.
El único obstáculo lo constituían poco más de tres mil millas de un océano agitado y profundo del que lo ignoraba absolutamente todo.
Fue en ese momento cuando le vino a la mente la pesada embarcación que el viejo
Virutas
, Quico
el mudo
y Cándido Bermejo habían estado construyendo en una escondida cueva del norte de la bahía, y le asaltó de pronto la acuciante necesidad de comprobar qué había sido de ella, por lo que tomó sus armas, atravesó el riachuelo, y se internó en la espesura siguiendo el casi invisible sendero que habría de conducirle en primer lugar al minúsculo cementerio en el que descansaban aquellos que habían tenido la tremenda desgracia de morir antes de la gran masacre, y la gran suerte de contar con amigos que se ocuparan de enterrarles y colocar sobre sus tumbas una losa de piedra con sus nombres.
Se detuvo unos instantes a dedicarles un último recuerdo, y le hubiera gustado conocer al menos una sencilla oración que rezar por su alma, pero tuvo que limitarse a evocar los ya borrosos rostros de aquel Salvatierra al que matara una serpiente, del grasiento cocinero al que apuñalaran mientras hacia el amor con una india muy golfa, o del vicegobernador Pedro Gutiérrez, al que acribillaran malamente a flechazos.
Se ocultó luego largo rato entre la espesura para cerciorarse de que ningún nativo le seguía, y descendió por último por el peligroso acantilado hacia la diminuta ensenada junto a la cual se abría la camuflada entrada de la gruta.
El corazón le latía con inusitada violencia al apartar los arbustos qué la ocultaban y permaneció luego muy quieto, con la espada firmemente empuñada, tratando de habituarse a la penumbra y atento a dar un salto a la menor señal de peligro.
Al fin distinguió los contornos de la barca ligeramente escorada sobre la banda de babor y algo maltratada por las aguas que al subir de nivel durante la tormenta la habían golpeado sin piedad contra las paredes de roca, pero aparentemente tan sólida como cuando la vio por primera vez meses atrás.
Se aproximó a ella muy despacio y la estudió con sumo cuidado. Tendría poco más de ocho metros de eslora por casi tres de manga y dos de alzada, y pese a que no entendía mucho de embarcaciones abrigó la sensación de que debía ser una nave fiable y marinera con la que la gente experimentada sería muy capaz de realizar difíciles travesías, aunque sin soñar, desde luego, en alcanzar con ella las costas españolas.
Abrió la trampilla de popa para echar un vistazo a su interior, y a punto estuvo de soltar un alarido al advertir cómo dos aterrorizados y enfebrecidos ojos le miraban.
—¡Dios del cielo! —exclamó asombrado—. ¡
Virutas
!
—¡
Cienfuegos
! —replicó angustiada una voz débil apenas audible—. ¿Eres tú,
Cienfuegos
?
—¡Lo soy, viejo! ¡Qué alegría encontrarte! Creí que estaban todos muertos…
Le respondió un sollozo y durante largo rato el pobre carpintero no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra, limitándose a abrazarse a su cuello cubriéndole de mocos y escondiendo el demacrado rostro en su nuca.
—Yo también lo creía —hipó al fin entrecortadamente—. Un salvaje me hirió en la pierna pero conseguí sacarle las tripas y arrastrarme hasta aquí confiando en que alguien más viniera. Pero ha pasado tanto tiempo que empezaba a desesperar… ¿Estás solo?
El gomero asintió con un triste ademán de la cabeza:
—Me temo que sí, viejo. Y a poco más no vengo. —Le ayudó a salir de su escondite, tumbándole sobre la inclinada cubierta—. ¿Cómo va esa pierna?
—Mejor, aunque sospecho que jamás volveré a caminar decentemente. —Señaló hacia el exterior—. ¿Qué ocurrió ahí fuera? —quiso saber.
—No estoy seguro. Sinalinga me dio algo que me hizo dormir tres días y cuando desperté ya todo había pasado. —Le miró con fijeza a los ojos—. ¿Tú me crees verdad?
El anciano le apretó con fuerza la mano en un gesto de confianza y amistad.
—¡Naturalmente,
Guanche
! Te conozco y me consta que eres un tipo leal con dos cojones. Recuerda que te elegí para venir con nosotros. —Sonrió tristemente—. Y siempre imaginé que tu india haría cualquier cosa por salvarte.
—Ha tenido un niño. —El tono de voz del pelirrojo denotaba amargura—. Pero se lo ha llevado.
—No debes culparla. Su hijo será siempre lo primero, y dada la situación no creo que nadie apueste por tu cabeza… Ni por la mía.
—Aún estamos vivos. Y ahora somos dos. —El canario tomó asiento sobre la borda de la embarcación como si súbitamente las piernas le fallaran—. ¡Dios! —exclamó—.
No puedes darte una idea de cuánta alegría me da verte… ¡Me sentía tan solo!
—¡Pues imagínate a mí, aquí, herido y hambriento!
Te juro que he rezado más durante estos días que en mis sesenta años anteriores. —Le miró con fijeza—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —inquirió angustiado.
—No tengo ni la menor idea.
—¿Siguen ahí fuera?
—¿Quién? ¿Los guerreros de Canoabó? No. Sólo quedan los hombres de Guacaraní, pero ya no me fío de ellos.
—Nos traicionaron.
—En realidad nos traicionamos nosotros mismos. Si hubiéramos sido capaces de mantenernos unidos y aprender a respetarles, nada de esto hubiera ocurrido.