Recostado contra el tronco, echó la cabeza atrás para observar un pedazo del cielo azul que jugaba a aparecer y desaparecer entre la niebla del pantano, y no pudo por menos que sonreír con amarga ironía al pasar revista al infinito número de dificultades que había tenido que vencer en los últimos años para acabar atrapado allí, objeto de la golosa atención de una serie de monstruos escamosos que más parecían escapados de una negra pesadilla, que auténticos seres vivos. Comprendió ahora los llantos y la desesperación de aquellos pobres grumetes de la
Santa María
que durante las oscuras noches de a bordo se espantaban augurando la brusca aparición de gigantescas serpientes de mar capaces de hundir de un solo golpe la nave, puesto que tras comprobar cómo una simple lagartija podía crecer hasta intentar devorarle, todo cuanto le pudieran contar del «Nuevo Mundo» se le antojaba ahora factible.
¿Dónde se había visto anteriormente tamaña aberración de la Naturaleza, y en qué cabeza cabía que un hombre tuviera que trepar a un árbol para escapar de la furia de unos bichos a los que en su isla natal los niños perseguían a pedradas?
Le llegó clara, una risa.
Buscó a su alrededor y no distinguió más que a los caimanes, algunos monos trepados en un árbol vecino, y la oscura línea de la selva en la distancia, por lo que lo achacó en un principio a una alucinación motivada por la debilidad y los difíciles momentos que había tenido que atravesar últimamente, pero la risa volvió, inconfundible, a los pocos instantes.
Sospechó de un pajarraco negro de largo pico amarillo que le observaba posado en el lomo de una de aquellas gigantescas lagartijas acuáticas, ya que el sonido llegaba desde abajo, pero por más que lo estuvo observando con profundo detenimiento, no pudo advertir que agitara el pico lo suficiente como para emitir tan irritante carcajada.
Luego, cuando por tercera vez resonó en el silencio de la laguna aquel absurdo chirrido de rata burlona, se convenció de que provenía de uno de los caimanes; una bestia inmensa que parecía contemplarle fijamente abriendo mucho la boca.
El asombro a punto estuvo de obligarle a resbalar de la rama, y de no haberse encontrado atado al tronco lo más probable era que hubiese ido a precipitarse a aquellas amenazantes fauces.
—¡Dios se apiade de mí! —masculló horrorizado—. Me estoy volviendo loco.
Pero su sorpresa no terminó ahí, sino que alcanzó su punto álgido al asistir, estupefacto, al inconcebible hecho de que el monstruo doblaba de improviso hacia atrás el cuello hasta que la cabeza pareció desprenderse del resto del cuerpo, la escamosa piel se apartó a un lado, y bajo ella hizo su aparición la grotesca figura de un pequeño indígena de rostro sonriente que tumbado en una minúscula piragua le apuntaba con el dedo al tiempo que exclamaba en dialecto azawán:
—¡Qué gracia, un hombre-coco!
—¡La madre que te parió, hijo de puta! —replicó el canario en su más sonoro castellano—. ¡Qué susto me has dado! —Luego añadió en la lengua del otro—: ¿Quién eres?
—Papepac,
el Camaleón
—replicó el hombrecillo orgulloso de sí mismo—. ¡Gran cazador! —Mostró, haciéndolos tintinear, el increíble número de collares de largos colmillos que le cubrían el pecho—. El rey de los caimanes.
De entre sus piernas extrajo un corto canalete y con sumo cuidado hizo avanzar su frágil embarcación entre los saurios, hasta situarse justamente bajo el árbol.
—¿Quién eres tú, hombre-coco —quiso saber—. ¿Y por qué ocultas la cara bajo la piel de un mono?
—¡No soy ningún hombre-coco! —fue la malhumorada respuesta—. Y no me oculto. Esta es mi piel.
El salvaje pareció profundamente desconcertado ante semejante aseveración, y por un instante a punto estuvo de dar media vuelta y alejarse del lugar a toda prisa, pero al fin resultó evidente que la curiosidad vencía al temor, y tras observar burlón a su interlocutor, dijo convencido:
—Los cielos te enviaron sin duda una horrible maldición al convertirte en monstruo peludo, pero no creo que por vergüenza tengas que venir a refugiarte en un árbol rodeado de caimanes —señaló a su alrededor—.
¡Muerden!
—¡Ya me imagino que muerden! —se impacientó el pelirrojo—. ¿Vas a ayudarme a salir de aquí, o piensas pasarte el resto del día parloteando?
El otro pareció meditar los pros y los contras.
—¿Y si cuando te salve me comes? —quiso saber—. Tal vez seas un caribe. ¡Enséñame las piernas!
A
Cienfuegos
no le quedó más remedio que cambiar cuidadosamente de posición y sentarse a horcajadas sobre la gruesa rama mostrando claramente las pantorrillas.
—¿Son éstas acaso piernas de caribe? —masculló furioso—. Yo no soy caníbal, soy gomero, y si me sacas de aquí te regalaré este hermoso cuchillo capaz de cortar un pelo en el aire.
La transacción interesó de inmediato al indígena que se mostró vivamente impresionado por el maravilloso objeto nunca visto que el extraño monstruo peludo agitaba ante sus ojos, por lo que se aproximó aún más extendiendo la mano ávidamente:
—¡Dámelo! —pidió.
—¡Ni hablar! ¿Crees que soy estúpido? Primero llévame a tierra.
El otro pareció calcular el tamaño y el peso del gigantón que permanecía trepado al árbol, y las dimensiones y características de su inestable embarcación, y por último lanzó un profundo resoplido.
—Eres demasiado grande —musitó—. Y demasiado gordo. Nos hundiremos.
—No, si tenemos cuidado. ¡Ven! ¡Acércate!
El llamado Papepac dudó, pero la atracción del reluciente puñal era sin duda demasiado fuerte, y dando un par de nuevas paladas se colocó directamente bajo los pies del canario, irguiéndose con prodigiosa habilidad, sin mover un ápice la canoa para observar más de cerca el arma pasándose la lengua por los labios como si estuviera contemplando un sabroso y apetecible manjar.
Alargó con sumo cuidado el dedo índice y acarició el filo presionando de tal forma que al poco apareció sobre su yema un amplio tajo y una mancha de sangre que estudió sorprendido frotándosela con el pulgar.
—Es como el borde de una ostra —musitó admirado—.
Pero mucho más resistente. —Se aferró con fuerza a la rama y añadió—: Baja con cuidado. Yo mantendré el equilibrio.
Cienfuegos
obedeció depositando primero en el fondo de la embarcación todas sus pertenencias, y dejándose caer luego a pulso, centímetro a centímetro, casi sin atreverse a respirar hasta que tuvo ambos pies perfectamente asentados en el encharcado fondo de la piragua.
Aun así permaneció aferrado a la rama, colgando de ella y dispuesto a alzarse de nuevo acrobáticamente a la menor señal de peligro, dado que los innumerables lagartos parecían haber despertado de su eterno letargo o su apática indiferencia, para permanecer profundamente atentos a cuanto sucedía a su alrededor.
La voz del hombrecillo de los collares resonó ahora muy queda a espaldas del español, como si su dueño temiera que los caimanes pudieran entenderle.
—Siéntate con cuidado —musitó—. Y sobre todo no toques el agua. Ellos saben siempre cuándo algo vivo roza el agua.
Con la boca seca, un nudo en la garganta y el corazón en un puño, el canario se fue desprendiendo con infinito mimo de la tabla de salvación que había significado aquella bendita rama, para ir flexionando de modo casi imperceptible las piernas al tiempo que se esforzaba por mantener el equilibrio con la concentración de un funambulista sobre un cable a cincuenta metros del suelo.
Se le escapó un sonoro pedo.
La difícil posición era tan clásica y los nervios le afectaron tanto al estómago, que no pudo hacer nada por evitarlo y un prodigioso cuesco rompió impertinente el pesado silencio de la quieta laguna.
Papepac,
el Camaleón
, que por encontrarse a sus espaldas recibió el impacto directamente en la cara, se limitó a lanzar un resoplido, y comentar mordazmente:
—No creo que los asustes. Son sordos.
En cualquier otra situación el pelirrojo hubiera estallado en carcajadas, pero hacerlo hubiera sido tanto como precipitarse al pantano de cabeza, por lo que optó por morderse con fuerza los labios y continuar descendiendo hasta quedar encajado en el fondo de la embarcación cuyas bordas apenas emergían unos centímetros sobre la superficie del agua.
Pasó un tiempo angustioso antes de que el indígena se cerciorase de que se mantenían milagrosamente a flote, para decidirse a soltar a su vez la rama y tomar asiento con tan natural habilidad que casi cabía dudar que lo hubiera hecho, y quedó claramente de manifiesto que el contraste entre los gestos de ambos hombres resultaba tan chocante como entre los de un rinoceronte y una garza.
Permanecieron así muy quietos largos minutos, como si ambos trataran de convencerse de que no iban a volcar o a hundirse inesperadamente, y por último, el nativo echó mano con sumo cuidado al canalete y con increíble delicadeza comenzó a bogar abriéndose paso por entre los saurios para encaminarse directamente hacia la orilla.
A mitad de camino el gomero lanzó un profundo suspiro.
—¡Vaya un susto! —exclamó—. ¡Es como para cagarse!
—Te faltó poco —fue la irónica respuesta.
Cerca ya de tierra firme, cuando pareció convencido de que ocurriese lo que ocurriese les bastaban apenas un salto para ponerse a salvo, Papepac torció el rumbo emproando hacia el Sur sin alejarse nunca de los primeros árboles.
—¿Adónde me llevas? —quiso saber
Cienfuegos
.
—A mi casa.
Navegaron sin prisas durante más de una hora, y el español tuvo gracias a ello ocasión de tranquilizarse y pasar revista a su nueva situación y a los difíciles momentos por los que había tenido que atravesar últimamente.
—¿Con quién vives? —quiso saber al fin volviéndose para observar de medio lado el ancho y amistoso rostro de su pequeño salvador.
—Solo —fue la respuesta—. Un buen cazador siempre vive solo.
—¿No tienes mujer ni hijos?
—Espantan la caza y atraen a los tamandúas —replicó el otro bajando mucho la voz—. ¡Mala cosa!
—¿Qué es un tamandúa?
—¡Chisss! —se escandalizó el indio—. No lo menciones en voz alta o acudirá. Es un demonio de la selva, un espíritu maligno que ahuyenta a los caimanes y embruja a los hombres. A veces se disfraza de inofensivo oso hormiguero, pero puede ser muy dañino. ¡Muy, muy dañino!
Poco después apareció ante ellos una pequeña isla distante un centenar de metros de tierra firme, y aunque no se distinguía vivienda alguna en ella, el indígena saltó ágilmente a la arena al tiempo que señalaba:
—¡Hemos llegado! Esta es mi casa.
Lo era en efecto, aunque nadie sería capaz de descubrirla ni aun pasando justamente bajo ella, pues la choza se encontraba tan perfectamente camuflada en la copa de una espesa ceiba, y resultaba tan cómoda y apropiada al lugar y a cuanto le circundaba, que una vez descubierta proclamaba a los cuatro vientos que su propietario tenía bien merecido el orgulloso apodo de
Camaleón
.
Durante los meses que siguieron, el canario
Cienfuegos
dispuso de infinitas oportunidades de comprobar la auténtica razón de tal renombre, ya que el diminuto Papepac poseía el extraño don de mimetizarse con la selva, hasta el punto de que cabría imaginar que se transformaba realmente en invisible, convirtiéndose a su antojo en árbol, matojo, roca e incluso simple montón de hojarasca en nada diferente al manto de materia putrefacta que solía cubrir el suelo de la jungla.
Hasta su olor corporal parecía cambiar o tal vez carecía de él y adoptaba el que más se ajustaba a cada momento, de tal forma que ni las bestias de más fino olfato conseguían localizarle cuando permanecía al acecho durante largas esperas en las que demostraba una infinita paciencia, y cuando se movía por la espesura podía hacerlo velozmente, o con tal calma, que ni tan siquiera una hoja se agitaba a su paso, ni una huella se marcaba en el enfangado sendero.
Fue aquél un tiempo de eficaz aprendizaje para el cabrero, que obligado a convivir con tan extraordinario maestro, consiguió irse adaptando día a día a la vida de la selva, dejando así de considerarla un mundo agresivo y hostil en el que toda supervivencia resultaba imposible, para pasar a aceptarla como el más perfecto hábitat para un hombre dotado de recursos.
Papepac le fue desvelando uno por uno todo el amplio caudal de sus conocimientos, y en semejantes circunstancias de poco servían las aportaciones del pelirrojo, puesto que en el corazón de aquella espesa y oscura tierra siempre húmeda y caliente, el salvaje era el auténtico rey mientras que el civilizado se convertía en simple esclavo de sus limitaciones y sus miedos.
Descubrir qué liana daba agua potable cuando se la cortaba por ambos extremos; qué frutos y raíces resultaban venenosos; qué serpientes y arañas debían evitarse a toda costa, o de qué modo se le tendía una sencilla trampa a un sabroso capibara, eran secretos que constituirían con el tiempo una de las más valiosas experiencias adquiridas por el joven gomero durante su difícil y azarosa existencia.
Con notable paciencia y un fino sentido del humor, el diminuto
Camaleón
le fue enseñando al gigantesco hombre-coco cómo vivir sobre el terreno sin más armas que un arco, una lanza e inagotable paciencia, y cómo la más intrincada y agresiva de las junglas podía convertirse no obstante en fiel aliada de quien supiera amarla y comprenderla.
Y le enseñó también a cazar caimanes aproximándose a ellos a bordo de una piragua camuflada bajo la piel de uno de sus congéneres, para sacar tan sólo una mano en el momento preciso y apuntillarlos de una seca y firme punzada en la base del cráneo, justamente bajo la cuarta protuberancia de su escamosa y dura piel.
Las bestias quedaban entonces muy quietas, pasando de la vida a la muerte sin el menor espasmo, y antes de que comenzaran a hundirse mansamente, su verdugo las aferraba por el morro para remolcarlas a tierra donde las despojaba de los dientes en cuestión de minutos.
Con ellos, Papepac fabricaba amuletos que protegían contra el aborto, los caribes y los espíritus malignos, por lo que su regreso a los poblados de la costa concluidas las lluvias, solía ser el momento más glorioso del año.
—Un valiente cazador gusta mucho a las mujeres —señalaba sonriente—. Y la mayoría prefieren un simple colmillo que yo les haya regalado tras una noche de amor, que todo un collar conseguido de otro modo.