Capitán de navío (65 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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Cuando Stephen llegó al alcázar, el almirante daba su opinión sobre el cáñamo de Manila, y Jack y Sophie, a cierta distancia uno del otro, le miraban atentos. «Su expresión», pensó Stephen, «no es preocupada sino consternada. Está turbado, le responde al almirante sin pensar en lo que dice».

—Y a todo esto se le debe dar alquitrán, en caso de que se use cáñamo corriente —dijo el almirante.

—¿Alquitrán? ¡Oh, por supuesto! Con… con una brocha, me imagino —dijo Sophie, ruborizándose de nuevo, y su voz se apagó.

—Así que le confío a las jóvenes, Aubrey —dijo el almirante—. Dejo esa responsabilidad sobre sus hombros —dos estupendas jóvenes son una gran responsabilidad— y las mandaré a bordo el jueves.

—A fe mía, señor, que es usted muy amable, aunque esto no es apropiado para una dama; es decir, es muy apropiado, pero reducido. Me sentiría muy feliz, más que feliz, de prodigar a la señorita Williams todas las atenciones posibles.

—¡Oh, no se preocupe por ellas! Son jóvenes, ¿sabe?, y pueden soportar todo, no se preocupe. Piense en el dinero que va a ahorrarles en horquillas. Alójelas en cualquier parte. En la cabina del doctor, ¡ja, ja, ja! ¡Ah, está usted ahí, doctor Maturin! Me alegro de verle. No le importaría, ¿verdad? ¿Eh? Ja, ja, ja. Le vi, astuto zorro. Tenga cuidado con él, Aubrey, es un tipo astuto.

Los escasos oficiales que había en el alcázar fruncieron el entrecejo. El almirante pertenecía a un grupo de la Armada más antiguo y grosero; además, había estado comiendo con su libertino compañero, el almirante del puerto.

—Entonces, todo arreglado, Aubrey —continuó—. Estupendo, estupendo. Vamos, Sophie; vamos Cecilia. A la guindola; sujetaos la falda, cuidado con el viento.

Y cuando las jóvenes bajaban en la horrible guindola, casi en un susurro, añadió:

—Quiero decirle algo, Aubrey. ¿Ha leído usted el discurso de su padre? Me imaginaba que no. Dijo en la Cámara de los comunes: «Y ahora pasemos a considerar la Armada. Ahí también encontramos que la anterior administración permitía o, mejor dicho,
fomentaba
una enorme laxitud y una corrupción sin precedentes. Mi hijo, un oficial en activo, me ha dicho que las cosas estaban muy mal: los oficiales eran ascendidos simplemente por sus influencias y los cabos y las velas dejaban mucho que desear. Y para colmo, señor presidente, se permitía llevar a bordo mujeres,
mujeres.
Escenas de indescriptible libertinaje, más apropiadas, mucho más apropiadas para los franceses». Bien, si acepta usted el consejo de un viejo, evitará que siga hablando. Eso no le servirá de provecho en la Armada. Escuche la voz de la experiencia. ¿Me ha comprendido?

Con una mirada perspicaz, el almirante bajó por el costado, recibiendo los honores que le correspondían por su alto rango. Y después de permanecer un tiempo observándole, en señal de respeto, Jack se volvió hacia un mensajero y dijo:

—Avise al carpintero. Señor Simmons, tenga la amabilidad de escoger a los marineros que mejor trabajen con la piedra arenisca y los lampazos y mándelos a popa. Y dígame, ¿cuál de los oficiales tiene mejor gusto?

—¿Gusto, señor? —preguntó Simmons.

—Sí, sí, gusto artístico. Ya sabe, que aprecie lo sublime.

—Bueno, señor, no creo que ninguno tenga talento para eso. No recuerdo que se haya mencionado siquiera lo sublime en la sala de oficiales. Pero hay un marinero de la brigada de carpinteros, Mallet, que ocultaba mercancía robada, sobre todo obras de arte sublimes, según creo, obras antiguas de grandes maestros y otras cosas. No es muy joven ni fuerte, así que ayuda al señor Charnock en la ebanistería y trabajos delicados; pero seguro que sabe apreciar lo sublime mejor que nadie en el barco.

—Hablaré con él. Necesito algunos adornos para la cabina. Espero que sea de fiar, que no escape al bajar a tierra.

—¡Oh, no, por Dios, Señor! Se ha escapado dos veces. Y en Lisboa intentó llegar a la costa en un barril. Una vez le robó un traje a la señora Armstrong y trató de escabullirse, haciendo creer al sargento de infantería que era una mujer.

—Entonces irá con Bonden y un grupo de infantes de marina. Señor Charnock —le dijo al carpintero, que estaba esperando allí—, venga conmigo y veremos lo que se puede hacer en la cabina para que sea apropiada para una dama. Señor Simmons, mientras nosotros nos ocupamos de esto, dígale al velero, por favor, que empiece a hacer una alfombra de lona con cuadros blancos y negros, como la del
Victory.
No hay que perder ni un minuto.

Luego, en la relativa intimidad de la cabina, dijo:

—¡Stephen, amigo mío! —poniéndole su enorme brazo, como el de un oso, alrededor de los hombros—. ¿No estás sorprendido? ¡Qué suerte que tengo un poco de dinero! Vamos, dame alguna idea para mejorar la cabina.

—La cabina está muy bien así. Es muy apropiada. Lo que hace falta es otra cama colgante, un simple coy, con las mantas y las almohadas necesarias.

—Podemos desplazar el mamparo hacia delante unas dieciocho pulgadas —dijo Jack—. A propósito, ¿tendrías algún inconveniente en mandar tus abejas a tierra por un tiempo?

—No las mandé a tierra cuando estaba la señora Miller. No las afectaron los caprichos tiránicos de la señora Miller. Están empezando a acostumbrarse a su entorno… ¡Han empezado a hacer un panal!

—Amigo mío, insisto. Te doy mi palabra de que mandaría a tierra mis abejas si tuviera que hacerlo por ti. Y ahora quiero pedirte un gran favor. Me parece que te he contado que una vez estuve cenando con lord Nelson.

—No más de doscientas o trescientas veces.

—Y creo que te describí sus elegantes bandejas de plata. Están hechas aquí. Por favor, ¿podrías bajar a tierra y encargarme cuatro, si alcanza con esto? Si no, dos. Deben tener una guindaleta en el borde. ¿Te acordarás de eso? El borde, el contorno, debe tener forma de guindaleta. Mallet —dijo, volviéndose hacia un joven de aspecto envejecido, con pelo ralo que le caía en largos rizos, que se movía nerviosamente junto al primer oficial—. El señor Simmons me ha dicho que es usted un hombre de gusto.

—¡Oh, señor! —dijo Mallet, tratando de contener su emoción—. Es muy amable por su parte. En verdad, tenía pretensiones tiempo atrás. Puse mi granito de arena en el Pabellón real, señor.

—Muy bien. Quiero algunos adornos para la cabina, ¿sabe? Un espejo, un enorme espejo. Cortinas. Sillas elegantes. Tal vez… ¿cómo le llaman ustedes?… un puf. Todo lo apropiado para una joven dama.

—Sí, señor. Lo entiendo. ¿De qué estilo, señor? ¿Chinesco, clásico, neoclásico?

—Del
mejor
estilo, Mallet. Y si puede traer algunos cuadros, mejor. Bonden irá con usted para evitar que le estafen, que le den un cuadro de Rafael por uno de Rembrandt. El llevará el dinero.

Los últimos días que Stephen pasaba en la
Lively
le resultaban tediosos y difíciles de soportar. Limpiaban la cabina una y otra vez y había en ella un fuerte olor a pintura, cera de abeja, trementina y lona alquitranada; los dos coyes eran cambiados de sitio varias veces al día, con macetas con geranios alrededor de ellos; estaba cerrada con llave, era terreno prohibido, a excepción de un pequeño espacio en el que tenía que dormir en la desagradable compañía de Jack, que se pasaba la noche dando vueltas y roncando. Y mientras la atmósfera de la fragata era cada vez más parecida a la del
Polychrest
cuando estaba al borde del amotinamiento, con miradas llenas de rabia y cuchicheos, su capitán, en cambio, estaba muy animado, reía, chascaba los dedos y daba saltos por cubierta. Los oficiales casados le miraban con maliciosa satisfacción, los demás con desaprobación.

Stephen fue a la casa del almirante Haddock y se sentó con Sophie en la glorieta, que daba a Sound.

—Le encontrará usted muy cambiado —dijo—. Aunque al verle ahora usted no lo creería, ha dejado de ser tan alegre. Es más taciturno y tiene menos inclinación a hacer amigos. Le he observado en este barco, sobre todo; está mucho más apartado de los oficiales y la tripulación. Además, soporta con más paciencia la frustración y desea con menos vehemencia muchas cosas. Verdaderamente, diría que el joven que había en él ya no existe, al menos no existe el joven impetuoso que yo conocí. Pero cuando el hombre alcanza la madurez y la invulnerabilidad, parece que inevitablemente se vuelve indiferente a muchas cosas que le causaban alegría.

Y al ver la mirada asustada de Sophie, añadió:

—No me refiero, por supuesto, al placer de su compañía. A fe mía, Sophie —la miraba con los ojos entrecerrados—, tiene usted un aspecto maravilloso hoy. Su pelo… ¿se lo estuvo cepillando, verdad? Bien, lo que ocurre es que ahora es un oficial más experto pero un hombre más triste.

—¿Triste? ¡Oh, Stephen!

—Y su futuro me preocupa, debo confesarlo. Por lo que tengo entendido, puede haber cambios en Whitehall de un momento a otro. Tiene pocas influencias, y a pesar de que es, indudablemente, un oficial bueno y competente, es posible que no consiga otro barco. Hay cientos de capitanes de navío desempleados. He encontrado a muchos de ellos en ese horrible terreno baldío que llaman Hoe, mirando con avidez los barcos que estaban en Sound. Se le terminará pronto el mando provisional y luego se quedará en tierra. En la actualidad, hay sólo ochenta y tres navíos de línea en misión, ciento una fragatas y alrededor de una veintena de otros navíos. Y Jack es el número 587 de una lista de 639. Sería más sencillo si fuera todavía un capitán de corbeta, o incluso un teniente, habría más posibilidades de trabajo.

—Pero el hecho de que el general Aubrey esté en el Parlamento será beneficioso, ¿no?

—Sí, si se le pudiera convencer de que mantuviera la boca cerrada. Ha estado hablando por los codos en la Cámara y le ha puesto a Jack el sello de
Tory
radical. Y Saint Vincent y sus amigos son rabiosos
Whigs,
ya sabe, y son sus ideas las que predominan en la Armada.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Tal vez pueda conseguir una estupenda presa. Se lo merece. El almirante dice que la
Lively
es una de las fragatas con mejores cualidades para la navegación de todas las que conoce; la admira mucho.

—Así es. Navega muy velozmente con extrema suavidad, es un placer sentirlo, y su tripulación cumple con celo sus obligaciones. Pero, querida mía, el tiempo de las estupendas presas ha pasado ya. Al principio de la guerra había barcos franceses y holandeses que hacían el comercio con las Indias, pero ahora no queda ni uno en el mar. Y tendría que capturar una docena
de fanciullas
para poder pagar sus deudas y bajar a tierra sin peligro… a propósito, vendrá a verla el domingo. Nos encantará librarnos de él un rato; por favor, reténgale lo más posible o los hombres se amotinarán. No sólo les obliga a limpiar el barco por debajo de la línea de flotación sino que también les exige que peinen a los corderos.

—Estaremos muy contentas de verles a los dos. Y dígame, por favor, ¿son los corderos una parte del barco? Me he leído todo el Diccionario de Marina para conocer las maniobras, pero no recuerdo haber encontrado los corderos.

—Podrían ser una parte, porque en su bárbara jerga tienen culebras, pericos, gatas y camellos; y a bordo hay corderos, carneros, ovejas, carneros castrados y ovejas de dos años, pero estos animales sirven de alimento: son corderos, literalmente. Ha acumulado provisiones que serían excesivas para dos ogros —un tonel de pastas de té (que estarán rancias), cuatro quesos de Stilton, una cesta con jabón perfumado, toallas— y ahora ordena lavar y peinar los corderos dos veces al día. Invítele a comer… deje que se quede a cenar… y tal vez podamos tener un poco de paz.

—¿Qué le gustaría comer? Un
pudding,
desde luego, y quizás carne adobada. ¿Ya usted, Stephen, qué le gustaría? Algún plato con setas, lo sé.

—Desgraciadamente, estaré a cientos de millas de distancia. Tengo que hacer un encargo del capitán Aubrey y luego tomaré el coche de la tarde. No creo que regrese hasta dentro de mucho tiempo. Aquí está mi dirección en Londres, la he escrito en esta tarjeta para usted. Por favor, mándeme unas líneas para saber si le ha gustado el viaje.

—¿No vendrá usted, Stephen? —dijo Sophia, apretando su brazo—. ¿Qué me ocurrirá?

—No, querida. La dejo a la deriva. Nadará o se hundirá, Sophie. Nadará o se hundirá. ¿Dónde está mi sombrero? Vamos, déme un beso. Debo irme.

—Jack —dijo, entrando en la cabina—, ¿qué estás haciendo?

—Estoy tratando de mantener en pie esta condenada planta. Haga lo que haga, se marchitan. Las riego antes del desayuno y de nuevo en la guardia de segundo cuartillo, pero se marchitan. Esto es horrible.

—¿Con qué las riegas?

—Con la mejor agua, directamente sacada del barril de agua fresca.

—Si las riegas con esa asquerosa decocción que bebemos y usamos para lavarnos, claro que se marchitarán. Debes mandar que bajen a tierra y traigan agua de lluvia, y si sigues con ese ritmo de riego, algunas plantas acuáticas.

—¡Qué admirable idea, Stephen! Lo haré enseguida. Gracias. Pero aparte de estos condenados vegetales, ¿no crees que ha quedado bastante bien? La esposa del condestable dice que nunca en su vida ha visto nada igual, y sugirió que pusiéramos algo para colgar la ropa y un acerico.

La cabina era una mezcla de burdel y funeraria, pero Stephen sólo dijo que estaba de acuerdo con la señora Armstrong y sugirió que quizás tendría un aire menos fúnebre si las macetas no estuvieran colocadas tan ordenadamente alrededor de cada coy.

—Te he traído las bandejas —dijo, dándole un paquete envuelto en fieltro verde.

—¡Oh, gracias, gracias, Stephen! ¡Qué amable eres! Esto es elegancia, sí señor. ¡Cómo brillan! ¡Oh, oh! (Su rostro se ensombreció.) Stephen, no quisiera parecer ingrato, pero dije guindaleta, ¿sabes? El borde tenía que tener una guindaleta.

—Sí, y le dije al tendero: «Que tenga una guindaleza en el borde» y él, el muy ladrón, que Dios le maldiga, me dijo «Aquí tiene usted una guindaleza tan hermosa como lord vizconde Nelson pudiera desear».

—Y así es. Una hermosa guindaleza. Pero mi querido Stephen, después de todo este tiempo en la mar, deberías saber distinguir una guindaleza de una guindaleta.

—Pues no. Y me niego rotundamente a oír nada más del asunto. Así que una guindaleza no es igual que una guindaleta… ¡qué tontería! He importunado al platero con mi insistencia y ahora sales con que las guindalezas no son iguales que las guindaletas. No, no. A lo hecho, pecho. Tendrás que navegar hasta los
downs
afligido porque esas baratijas tienen guindaletas y comerás el pan mojado por tus tristes lágrimas; y debo decirte que lo comerás sin mí. Me alojaré en Grapes cuando esté en Londres; espero llegar allí antes de San Miguel. Por favor, escríbeme unas líneas. Que tengas un buen día. Queda con Dios.

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