Capitán de navío (49 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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—¿Cree usted que no? Entonces, cuando haya depositado el oro aquí, podemos volver a cortar, dos veces o en partes iguales.
Sans revanche,
¿eh?

Smithers volvió con las guineas y las colocó en dos pilas y media.

—No importa el dinero —dijo—, sino el principio de la cuestión.

—Ases —dijo Stephen, mirando impaciente su reloj—. Corte, por favor.

Desánimo; un diez de diamantes.

—Ahora tendrá que aceptarme un pagaré por el resto —dijo Smithers.

—Jack —dijo Stephen—. ¿Puedo pasar?

—Pasa, pasa, mi querido amigo, pasa —dijo Jack, avanzando hacia él e indicándole una silla—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Qué gran alegría! No tengo palabras para describir lo triste que estaba el barco sin ti. ¡Qué moreno estás!

A pesar de su instintiva repulsión cuando aspiró el perfume que impregnaba la chaqueta de Jack —aquel regalo no podía haber sido más desafortunado—, Stephen se conmovió. Pero en su rostro apareció la mirada grave e inquisitiva característica de su profesión, y dijo:

—Jack, ¿qué has estado haciendo? Estás delgado, pálido… y estreñido, no cabe duda. Has perdido otras veinticinco o treinta libras; debajo de los ojos tienes la piel de un horrible color amarillo. ¿Has tenido molestias por la herida de bala? Vamos, quítate la camisa. Nunca estuve convencido de haber sacado todo el plomo; cuando exploré la herida me pareció que aún notaba algo.

—No, no. Ya ha cicatrizado del todo. Estoy muy bien. Lo único que ocurre es que no duermo. Doy vueltas y más vueltas, pero no puedo conciliar el sueño. Otras veces tengo pesadillas y me despierto a la hora de la guardia de media, entonces no puedo volver a dormirme y me paso el resto del día atontado. Y malhumorado, Stephen; mando mover todos los cabos superiores inútilmente y después me arrepiento. ¿Crees que mi hígado no va bien? Ayer, no, anteayer tuve una desagradable sorpresa; me estaba afeitando mientras pensaba en otra cosa, y Killick había colgado el espejo del otro lado del escotillón, no en su lugar habitual, entonces vi mi rostro reflejado y por un momento pensé que un extraño me estaba mirando. Cuando comprendí que era yo, me dije: «¿Cómo diablos se me ha puesto esta cara de cabo de marina tan horrible? Y decidí que no volvería a tener aquel aspecto, me recordaba al desgraciado de Pigot, un tipo del
Hermione.
Pero esta mañana la he visto de nuevo reflejada en el espejo. Esa es otra de las razones por las que me alegro tanto de verte, porque me darás una dosis triple de una asquerosa poción para que pueda dormir. Es horrible no dormir, ¿sabes? No es de extrañar que un hombre tenga cara de cabo de marina. Yesos sueños… ¿Tú sueñas, Stephen?

—No.

—Pensaba que no. Tienes un yelmo… Por cierto que hace algunas noches soñé con un narval, y Sophie estaba también en el sueño. Parece una tontería, pero era tan triste que cuando me desperté estaba lloriqueando como un niño. A propósito —dijo Jack cogiendo un trozo de marfil largo, curvo y puntiagudo que estaba demás de él y entregándoselo—, aquí está.

A Stephen le brillaron los ojos al cogerlo. Y mientras le daba vueltas lentamente entre las manos, dijo:

—¡Oh, gracias, gracias, Jack! Es perfecto… es la sublimación de un diente.

—Había otros más grandes, de más de una braza, pero habían perdido su diente puntiagudo, y pensé que a ti te gustaría
coger la punta.
¡Ja, ja, ja!

Fue una repentina manifestación de sus tonterías de otro tiempo, y estuvo riéndose y jadeando un rato, con sus ojos azules tan brillantes y risueños como antaño; una pizca de gracia le proporcionaba una gran diversión.

—Es realmente un prodigio —dijo Stephen, acariciándolo—. ¿Cuánto te debo, Jack?

Se llevó la mano al bolsillo, sacó un pañuelo y lo puso sobre la mesa. Después sacó un puñado de monedas de oro, luego otro, y se registró por si quedaban más, mientras decía que era una tontería llevarlas sueltas, que sería mejor hacer un paquete.

—¡Dios santo! —exclamó Jack, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Dónde demonios has estado? ¿Has capturado un galeón? ¡Nunca en mi vida había visto tanto dinero junto!

—He desplumado a un tipejo que me estaba molestando: un petulante joven que lleva chaqueta roja, una
langosta,
como dirías tú.

—Smithers. Pero eso es jugar por dinero, no un simple pasatiempo.

—Sí. Daba la impresión de que estaba preocupado por haber perdido; sudaba a chorros. Pero, al parecer, es rico, o al menos actúa con una gran arrogancia, como si lo fuera.

—Es un hombre adinerado, sin duda. Pero debes de haberle dejado muy poco; esto es más que el salario de un año.

—Tanto mejor. Mi intención era hacerle sufrir.

—Stephen, te ruego que no vuelvas a hacerlo. Es un mocoso, un inmaduro, te lo aseguro, y me pregunto cómo fue aceptado en la Infantería de marina, donde son tan exigentes. Pero ya el barco está bastante mal considerado para que además tenga mala reputación por el juego. ¿No vas a devolvérselo?

—No. Pero ya que así lo deseas, no jugaré más con él. Y ahora, dime, ¿cuánto te debo, amigo mío?

—¡Oh, nada, nada! Por favor, acéptalo como un regalo. Te lo ruego. Era muy pequeño, y además, lo pagué con el dinero del botín.

—¿Entonces, has capturado una presa?

—Sí. Sólo una. No hay posibilidades de capturar más; el
Polychrest
es ya tan conocido que lo identifican en cuanto su casco puede verse en el horizonte. Siento que no estuvieras a bordo, aunque no era mucho. Le vendí mi parte a Parker por setenta y cinco libras, porque entonces estaba escaso de dinero, pero él no sacó mucho de ella. Era una chalupa holandesa que navegaba lentamente por detrás del bajío de Dogger, cargada de maderos; y nosotros nos desplazábamos sólo con un poco menos de lentitud. Una presa insignificante —la habríamos dejado ir si hubiéramos estado en la
Sophie—,
pero pensé que tenía que mancharme las manos por fin. Sin embargo, no me sirvió de mucho. El barco está mal considerado y Harte me acosa.

—Por favor, enséñame el sable que recibiste como galardón y la placa que te dieron los comerciantes. Le hice una visita a Sophie y me habló de ello.

—¿Sophie? —dijo Jack, como si le hubieran dado un puntapié—. ¡Oh! ¡Oh, sí!… Sí, por supuesto. Así que le hiciste una visita.

Con estas palabras intentaba desviar su pensamiento hacia cosas más agradables, pero no lo consiguió, y después de un momento continuó:

—Lo siento, no los tengo aquí. Me quedé sin dinero otra vez. De momento, están en Dover.

—Dover —dijo Stephen, y se quedó pensativo unos instantes, pasando los dedos por el cuerno del narval—. Dover. Escúchame, Jack, al bajar a tierra con tanta frecuencia corres enormes riesgos, sobre todo en Dover.

—¿Por qué sobre todo en Dover?

—Porque es notorio que vas allí con frecuencia. Si lo saben tus amigos, mucho mejor lo sabrán tus enemigos. Lo saben en Whitehall; deben de saberlo tus acreedores en Mincing Lane. No me mires con rabia, Jack. Déjame decirte tres cosas; debo hacerlo porque soy tu amigo. Primera: no hay duda de que serás arrestado por no pagar las deudas si sigues bajando a tierra. Segunda: se dice en la Armada que no te apartas de este puerto, y sabes mejor que yo el daño que eso puede causarte profesionalmente. No, déjame terminar. Tercera: ¿acaso has pensado que expones a Diana Villiers con tus atenciones a la vista de todos, en circunstancias de evidente peligro?

—¿Se ha puesto Diana Villiers bajo tu protección? ¿Te ha encargado que me digas esto?

—No.

—Entonces, no creo que tengas derecho a hablarme de esa forma.

—Indudablemente, mi estimado Jack, tengo derecho como amigo, ¿no? Y no digo el deber, porque eso suena a hipocresía.

—Un amigo que tal vez quiere que le deje el campo libre. No seré muy inteligente, ni un condenado Maquiavelo, pero sé distinguir una estratagema. Durante mucho tiempo no he sabido qué pensar de ti y de Diana Villiers —primero pensaba una cosa y luego otra—, porque eres un malvado y astuto zorro y vuelves siempre a tu terreno. Pero ahora entiendo la razón de que se acercara a veces y se alejara otras, de ese «no está en casa», de su trato tan poco amable y la insistente mención del inteligente y gracioso Stephen Maturin, que comprende a la gente y no da sermones, mientras que yo soy un redomado estúpido que no entiende nada. Es hora de que Diana Villiers nos dé una clara explicación para que podamos saber cuál es nuestra situación.

—No quiero explicaciones. Nunca sirven de nada, sobre todo en asuntos de esta clase, relacionados con lo que podríamos llamar
sexualidad.
Las razones se las lleva el viento, y la sinceridad se va con ellas. De todos modos, incluso cuando la pasión no cuenta, el lenguaje es tan imperfecto que…

—Cualquier bastardo puede eludir la cuestión cobardemente con un torrente de palabras.

—Ya has hablado bastante —dijo Stephen, poniéndose de pie—. Demasiado. Debes retirar lo que has dicho.

—No lo retiraré —dijo Jack, muy pálido—. Y añadiré que un hombre que regresa de permiso moreno, como si viniera de Gibraltar, y dice que estuvo en Irlanda y que hacía un tiempo excelente, es un mentiroso. Y mantendré lo que he dicho y estoy dispuesto a darte una satisfacción de la forma que elijas.

—Es muy curioso —dijo Stephen en voz baja— que nuestra amistad haya empezado con un desafío y termine con otro.

* * *

—¡Dundas! —dijo, en la pequeña sala del Rose and Crown—. ¡Qué amable ha sido al venir tan pronto! Lamento tener que pedirle que sea usted mi padrino. Intenté seguir su excelente sugerencia, pero no traté bien el asunto; no tuve éxito. Debería de haberme percatado de que sentía amargura y rabia, pero me empeñé en hablarle en un momento inoportuno y me llamó cobarde y mentiroso.

En el rostro de Dundas apareció una expresión horrorizada.

—¡Oh, eso es terrible! ¡Dios mío! —exclamó, y luego hizo una larga y triste pausa—. No hay posibilidad de que pida disculpas, ¿verdad?

—Ninguna en absoluto. Retiró una sola palabra. (El capitán Aubrey presenta sus saludos al doctor Maturin y le hace saber que ayer se le escapó una palabra de los labios, una palabra muy corriente que tiene relación con el nacimiento, que podría haberse interpretado como una alusión personal. No hubo tal intención, y el capitán Aubrey retira esa palabra y lamenta que en un momento de exaltación la utilizara. Las restantes afirmaciones las mantiene.) Sin embargo, mantiene el gratuito calificativo de mentiroso. No se puede tolerar.

—Desde luego que no. ¡Qué asunto tan lamentable!

—Tendremos que arreglarlo todo para hacerlo entre dos viajes. Me siento totalmente responsable. Maturin. ¿Se ha batido usted antes? Si algo le ocurriera, nunca me lo perdonaría. Jack tiene mucha destreza.

—Puedo cuidar de mí mismo.

—Bueno —dijo Dundas, mirándolo dubitativo—. Iré a verle inmediatamente. ¡Oh, qué asunto tan horrible! Puede tardar algún tiempo, a menos que podamos prepararlo para esta noche. Eso es lo malo de la Marina; los soldados pueden resolver estas cosas enseguida, pero nosotros… Conozco un caso en que el duelo tardó en celebrarse más de tres meses.

No pudo prepararse para aquella noche, porque por la tarde el
Polychrest
recibió la orden de zarpar con la pleamar. Se dirigió al suroeste con dos barcos abastecedores, llevando una carga de infelicidad mayor que la habitual.

La noticia de la disputa se había extendido por todo el barco, a pesar de que su gravedad y su verdadera causa eran desconocidas, porque una amistad tan íntima no podía terminar de repente sin que se notara. Stephen observaba las reacciones de sus compañeros de tripulación con cierto interés. Sabía que en muchos barcos el capitán desempeñaba el papel de un monarca y los oficiales eran su corte, y también que había fuerte competencia por conseguir el favor del César. Pero nunca pensó que él era un favorito; nunca supo hasta qué punto el respeto con que le trataban era un reflejo del poder del gran hombre. Parker, que sentía más devoción por la autoridad que antipatía por el capitán, se apartó de Stephen; lo mismo hizo el insípido Jones; y Smithers no intentó ocultar su animadversión. Pullings se comportaba muy amablemente en la sala de oficiales; pero Pullings le debía todo a Jack, y en el alcázar rehuía la compañía de Stephen. Sin embargo, no se veía a menudo en aquella molesta situación, porque los convencionalismos exigían que quienes iban a batirse se vieran lo menos posible, como la novia y el novio antes de llegar al altar. La mayoría de los antiguos tripulantes de la
Sophie
compartían la angustia de Pullings y le miraban ansiosos, desconcertados, aunque nunca con antipatía; pero era obvio para Stephen que, al margen de cualquier tipo de interés, eran más leales a Jack, y por eso procuraba molestarles lo menos posible.

Pasaba la mayoría del tiempo con sus pacientes —la fitotomía exigía tomar drásticas medidas, era un caso fascinante y requería horas y horas de intensa vigilancia—, leyendo en su cabina y jugando ajedrez con el segundo oficial, que sorprendentemente le trataba con gran consideración y amabilidad. El señor Goodridge había sido guardiamarina y ayudante de secundo oficial al mando de Cook; conocía bien las matemáticas, era un excelente navegante y habría conseguido un mayor rango si no hubiera sido por el infortunado enfrentamiento con el capellán del
Bellerophon.

—No, doctor —dijo, y se echó hacia atrás, apartándose del tablero—, puede usted luchar todo lo que quiera, pero le tengo atrapado. Le haré mate en tres jugadas.

—Tiene usted razón —dijo Stephen—. ¿Debo abandonar?

—Creo que sí. Aunque, indudablemente, me gustan los hombres que luchan. Doctor, ¿ha pensado usted en el Fénix?

—Quizás no con tanta frecuencia como debería haberlo hecho. Según recuerdo, vive en Arabia Félix y construye su nido con canela. Teniendo en cuenta que la canela cuesta ochenta y seis peniques, eso es una desconsideración, ¿no cree?

—Le encanta bromear, doctor. Pero el Fénix merece serias consideraciones. No el ave de la mitología, desde luego, en cuya existencia no puede creer un caballero de razonamiento filosófico como usted, sino lo que yo llamaría «el ave que hay detrás del ave». No me gustaría que se supiera en el barco, pero, en mi opinión, el Fénix es el cometa Halley.

—¿El cometa Halley, señor Goodridge?

—El cometa Halley, doctor; y otros —dijo el segundo oficial, complacido por el efecto de sus palabras—. Y cuando digo «opinión» debería decir «hecho», porque para una inteligencia clara eso es algo probado, fuera de toda duda. Un simple cálculo lo demuestra. Los mejores autores dicen que las apariciones del Fénix tuvieron lugar con una diferencia de 500, 1416 y 7006 años. Tácito nos dice que uno apareció durante el reinado de Sesostris, otro en el de Amasias, otro en el de Tolomeo III y otro en el vigésimo año de reinado de Tiberio; y sabemos de la existencia de muchos más. Entonces, si tomamos los intervalos entre las apariciones de los cometas Halley, Biela, Lexel y Encke y los comparamos con los intervalos de las del Fénix, teniendo en cuenta los años lunares y los errores de cálculo de los antiguos, ya lo tenemos demostrado. Se asombraría al ver los cálculos de las órbitas que he hecho. Los astrónomos, desgraciadamente, están equivocados, porque no tienen en cuenta el Fénix al hacer sus ecuaciones. No comprenden que para los antiguos el supuesto Fénix era una forma poética de hablar de un fenómeno luminoso en el cielo, que el Fénix era un emblema. Son demasiado orgullosos y obstinados; están anquilosados y sus prejuicios no les permiten creerlo. El capellán del
Bellerophon,
que presumía de sus conocimientos de astronomía, no estaba convencido. Le derribé con un mazo en cubierta.

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